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Escribir un libro es una empresa muy laboriosa, aunque también da muchas satisfacciones. Por un lado, a los que somos bibliófilos, ver nuestro nombre en ese maravilloso objeto que es el libro, nos proporciona un placer difícilmente explicable. Por otro, se reciben felicitaciones, más o menos sinceras, que pueden hacer que el ego de uno se hinche peligrosamente (como dijo el rey Salomón y repitió Javier Krahe: todo es vanidad), y de eso hay que tratar de cuidarse.

Pero hay otra consecuencia, quizá menos previsible, que hace que el esfuerzo merezca definitivamente la pena. Me refiero a aquellas personas que, tras la lectura, se ponen en contacto contigo, no ya para dar la amable felicitación, sino para comentar, compartir o añadir algún dato que conocen y creen que enriquecería el libro.

La última muestra de este fenómeno la tuve hace unas semanas, cuando Miguel Canfrán me comentó que tenía unas cartas de un familiar fechadas en la época de la guerra de la Independencia, en las que contaba su odisea desde que fue hecho preso hasta su liberación cuatro años después.

Patricio Rello, natural de Palazuelos, se alistó en el ejército para luchar contra la invasión francesa. El destino le llevó a luchar en la batalla conocida como el “sitio de Lérida”, en abril de 1810, donde calló prisionero y comenzó un periplo por Europa. A los que conozcan nuestro libro, les recordará a la historia del guerrillero de Huérmeces, que tuvo una suerte similar a la de Patricio.

En la carta, dirigida a su madre (Ana del Olmo),cuenta las penurias que pasaron durante el trayecto tras ser hechos prisioneros: nos hicieron caminar muertos de necesidad, comiéndonos las yerbas que podíamos coger por el camino. También relata los distintos sitios por donde fueron pasando en España (Monzón, Zaragoza, Tudela, Pamplona, Roncesvalles) hasta llegar a Francia: cuando entramos los franceses nos escupían y nos decían: toda la España viene, y así nosotros decíamos que todavía había bastantes españoles para ganar a la Francia.

Enseguida fueron enviados a Lille, en el norte del país, donde estuvieron 6 meses, y de allí fueron llevados a Holanda, donde fueron puestos a trabajar en la construcción durante más de tres años: siete fuertes les hicimos, de buena o de mala gana (…) nos daban 5 sueldos de Francia, y sin tener más descanso que la noche deseada, desnudos y muertos de hambre, que al alto cielo clamábamos y sufríamos por Dios por volver a nuestra patria.
Posteriormente nos cuenta que la avanzada aliada, encabezada por los rusos, llegó al lugar donde se encontraban (en la carta lo llama Geldes, quizá se refiera a Gent [Gante], en Bélgica) y liberó a los presos españoles que allí se encontraban, llevándoles a un puerto, desde donde fueron enviados a Inglaterra.

Y aquí llega la que, a mi juicio, es la parte más interesante de la carta, al menos en su vertiente literaria. Se trata del relato que hace de una tormenta que sufrieron durante el trayecto. Si bien en la carta el texto aparece en prosa, “de corrido”, me he permitido aquí separarlo en “versos”, pues da la sensación de que fue escrito para que fuera declamado de esta manera: 

Y el día 1 de enero, del año que aquí declara
de 1814, nuestro combo marchaba
con el rumbo dirigido a Inglaterra nombrada
pero en medio de la mar tuvimos grande desgracia,
que pensamos fenecer, si Dios no lo remediara,
el día de san Hilario, a las tres de la mañana,
se levanta una borrasca que el universo temblaba,
el elemento del aire nuestro rumbo nos quitaba,
pero fue tanta la pena como los golpes del agua
que subía por la nave, que de un lado a otro
se cruzaban las oleadas.
Cuatro horas fue nuestra fragata medio voleada,
perdiendo el palo bauprés y las barandillas de la proa,
y dos agujas del marial, sin contar otras quiebras.
Allí fueron los lamentos, allí fueron nuestras ansias,
allí se estremecían las carnes, allí los huesos se pasmaban,
allí todos a una voz a la Virgen clamábamos
para que pudiera a su hijo que perdone nuestras almas.
No quedó santo en el cielo que los españoles no llamáramos,
ofreciendo mil promesas de corazón pronunciadas,
por no poder nuestra lengua pronunciar las palabras.
Por medio de tantos ruegos, la borrasca se aplacaba
y la embarcación siguió el rumbo que llevaba.
Llegamos a dicho puerto, lo que tanto deseábamos,
en la ciudad de Plesmun[Plymouth?], la mejor que el cielo tapa,
desembarcamos nosotros dándole a Dios las gracias
pues nos ha sacado con bien de aquella aflicción tan mala.

Después del susto en el trayecto, pasaron tres meses en aquella ciudad inglesa, tras lo cual regresaron a España, desembarcando en el puerto de La Coruña el día 9 de mayo.
Patricio finaliza la carta rogando a su madre que de sus noticias a todos sus familiares y amigos que por él pregunten. Y finalizo yo también, agradeciendo a todos nuestros paisanos la buena acogida de nuestro libro, y animándoles a que sigan compartiendo con nosotros los pequeños tesoros que custodian, como esta carta que hoy nos ha hecho conocer la historia de Patricio.