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Un bombardeo sobre Sigüenza. Octubre de 1936.

La catedral de Sigüenza, “toda oliveña y rosa” en el decir de Ortega y Gasset, campea imponente sobre el viejo caserío de la donceliana urbe. Dos torres guerreras, de rudo y sobrio aspecto, esconden un hermoso interior, delicado relicario de los mejores primores góticos y platerescos. Desde la lejana época medieval, hasta el más próximo tiempo ilustrado, afamados artistas y maestros tallaron, en bóvedas y capillas, un admirable mensaje en piedra repujado con ansias de eternidad. Sin embargo, este asombroso patrimonio, atesorado en el galopar de los siglos, pudo perderse para siempre al quedar destruida la catedral durante los primeros compases de la trágica y fratricida guerra civil.

Queremos evocar ahora los afanes y desvelos de Leopoldo Torres Balbás, nacido en 1888, renombrado arquitecto y catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, artífice de la paradigmática rehabilitación de la Alhambra de Granada. Un hombre inteligente y austero que, en doloridos tiempos bélicos, oficia la reconstrucción de la seo seguntina. Será su último trabajo profesional. Una enmarañada y singular historia que bien merece ser rescatada de un cierto olvido.

Allá por el mes de octubre de 1936, los seguntinos contemplan, con tristeza y asombro, la figura ruinosa de su catedral. Destruidas la casi totalidad de las bóvedas, hundida la mayor parte del crucero, cercenadas las torres y mutilados retablos y capillas, la reedificación del templo semeja ser un empeño imposible. De la mano del canónigo arcediano Hilario Yaben, a la sazón gobernador eclesiástico de la diócesis, una vez desechada la idea de trasladar los oficios religiosos a la iglesia de santa María de los Huertos, el cabildo decide rehabilitar la parroquia de san Pedro. El maestro albañil Laureano Latorre, vecino de Arcos de Jalón, por una cantidad cercana a tres mil pesetas, compone muros, cornisas y tejados. En enero siguiente, hace ahora setenta y nueve años, otro hundimiento de la torre norte, que causa el desplome de la campana grande, llamada “La Dorada”, provoca una enorme inquietud. Poco después, el comandante militar de Sigüenza, al mando de las fuerzas nacionales acuarteladas en la ciudad, requiere del cabildo la necesaria autorización para que la catedral, en caso de ataque aéreo, pueda ser utilizada como refugio público. Los canónigos, además de acceder a tal petición, resuelven que, una vez termine el temporal de aguas y hielos, se hace urgente emprender las acciones precisas para la pronta reconstrucción del templo, a expensas de gobierno del general Franco, entonces ubicado en Burgos. Hilario Yaben requiere la colaboración del gobernador civil de Soria, del cual, por causa de la guerra, depende la comarca seguntina. Sus gestiones tendrán éxito. 

Al estallar la sublevación militar, en julio de 1936, Leopoldo Torres Balbás viaja por tierras sorianas, en compañía de sus alumnos, visitando el monasterio de Piedra. La contienda le impide regresar a Madrid. Carente de recursos económicos, encuentra empleo en el Instituto de Soria, como profesor de historia y dibujo. Meses después, no sin sorpresa por su parte, recibe un oficio de las autoridades de Burgos, en el cual es nombrado “agente auxiliar” de las obras necesarias para “el salvamento de la torre de la catedral de Sigüenza”.

Grata e inesperada tarea que mitiga y alivia, como él mismo relata, “una larga temporada de incomunicación y zozobra”. 

En jornada lluviosa y fría, el viernes 5 de marzo de 1937, Torres Balbás llega a Sigüenza, acompañado por el también arquitecto Emilio Moya Lledós, a fin de examinar las ruinas de la catedral. Verifica daños, observa que “una gran parte del edificio está en pie”, y prevé un desembolso cercano a un millón de pesetas, “imprescindible para asegurar la estabilidad de los restos del templo”. El cabildo se ofrece a costear el veinte por ciento de lo presupuestado. Una vez redactado el primigenio proyecto de restauración, Leopoldo Torres

Balbás comunica a Hilario Yaben una reconfortante noticia: “Si hubiera seis albañiles, un ayudante y unos treinta peones, además de algunos materiales”, en poco tiempo se podrían comenzar los trabajos. Los canónigos, satisfechos e ilusionados, contestan afirmativamente y se apresuran a contratar operarios y acopiar ladrillos, arena y cemento, yeso, madera y hierros.

En el ecuador del siguiente verano, Torres Balbás regresa a Sigüenza. Viene dispuesto a comenzar las obras proyectadas, aplicando en ellas sus vanguardistas criterios de restauración. Con gran acierto, opina que los edificios históricos deben ser conservados “tal como nos han sido transmitidos”, sacados de su ruina “con gran respeto a la obra antigua”, sin veleidades, caprichos, ni inventados añadidos. 

El sábado 14 de agosto de 1937 se inician las obras. Según refiere el arquitecto, comienzan con un desescombrado de la catedral, “tanto del piso interior del templo y del suelo de las inmediaciones, como de las bóvedas y cubiertas, acabando de desmontar las armaduras medio hundidas”. A la par, se retiran los “restos de retablos, sepulcros, verjas y el mobiliario litúrgico, cerrando los accesos de la iglesia para poder trabajar libremente”. Tras ello, “se tapan las ocho perforaciones existentes en las bóvedas de la nave mayor”, algunas de ellas bastante extensas. Al no disponer de grandes andamios, en muchas ocasiones, los obreros deben realizar estas tareas con la ayuda de “un operario colgado dentro de una jaula”. Se trata de consolidar definitivamente las torres para evitar posibles derrumbes.Luego se entrará a restaurar el ábside y la girola. Estas labores constructivas serán costeadas con lo recaudado en una suscripción popular y algunas donaciones particulares. Unas ciento veinte mil pesetas. Un satisfecho Torres Balbás escribe a su amigo Antonio

Gallego Burín: en el Instituto de Soria “tengo tres horas de clase diarias, y de cada diez días, paso tres en Sigüenza”. No sabe que le acecha un arduo y amargo camino.

El trágico y ardiente otoño de 1937, segundo de la guerra civil, desgrana sus oscuros días. Pese a la cercanía del frente de combate, el arquitecto Leopoldo Torres Balbás prosigue, con paciencia y minuciosidad, los trabajos de reconstrucción de la catedral de Sigüenza. Afianza muros y paramentos, consolida las bóvedas de la nave central, viste con teja árabe las cubiertas del templo, y, ante el peligro de hundimientos, procede a aislar el espacioso atrio exterior del recinto catedralicio. Con especial cuidado, a fin de proteger las esculturas allí existentes, atiende solícito las reparaciones de la capilla de san Juan y santa Catalina, donde duerme su sueño de siglos la prodigiosa figura del Doncel de Sigüenza. Preocupado por las ruinas, escribe: “este clima áspero y extremado puede ser fatal para las bóvedas, que están deseando caerse”.

Al restaurar la puerta del Mercado, elegante conjunto dieciochesco, destruida al desplomarse el remate superior de la contigua torre del Santísimo, aledaña a la plaza Mayor, se descubre una antigua entrada románica. Torres Balbás, de acuerdo con sus lúcidos saberes arquitectónicos, decide rehacerla con piedras lisas, en condiciones de ser aprovechadas, recogidas entre los muy abundantes escombros. Tiempo habrá, afirma con razón, “si así se estima conveniente, de tallarla in situ, como hacían los canteros medievales”.

Una bomba destruye el brazo norte del crucero, en enero de 1938, agravando aún más el arruinado estado del templo. Dos cuadrillas de operarios, conducidas por Hipólito Velilla y Martín Poyo, maestros de obras de la ciudad, compuestas por cuarenta albañiles, varios tallistas y carpinteros, además de una decena de prisioneros de guerra, trabajan afanosamente en las más urgentes y necesarias reformas. Ya en el otoño, el gobierno del general Franco, asentado en Burgos, nombra a Leopoldo Torres Balbás, con carácter definitivo, arquitecto conservador de la catedral. Las obras proyectadas se llevan a cabo con enormes dificultades, durante muchos meses, aunque gran parte del crucero y de la capilla Mayor permanece hundida y expuesta a los vientos. Ante los cada vez más escasos recursos, el arquitecto juzga prudente paralizar los trabajos que deberán “acometerse cuando se vuelva a la normalidad”. Opina que se hace necesario redactar un proyecto integral y definitivo, minuciosamente elaborado, para desmontar y reconstruir los elementos todavía arruinados. A esta tarea se entrega apasionadamente.

Terminada la guerra civil, Torres Balbás regresa a Madrid en septiembre de 1939. Le espera un tiempo de silencio y de angustia. Las nuevas autoridades someten al arquitecto a tres expedientes de depuración, por sus presuntas actividades políticas en favor del régimen republicano. El primero de ellos, por su antigua labor de arquitecto conservador de la Alhambra; el segundo, en su condición de catedrático, y el último, el realizado por el gobierno a todos los arquitectos colegiados. Venturosamente, tras un largo proceso, queda exculpado y recupera su categoría académica, aunque permanece sometido a vigilancia por el director de la Escuela de Arquitectura. Cuando todo termina, exclama con dolor: “al fin se sobreseyó mi expediente de responsabilidades, tras hacerme perder no poco tiempo, salud y paciencia”.

Entre tanto, el cabildo de la catedral de Sigüenza, en el mes de junio de 1940, acuerda elevar a la recién creada Dirección General de Regiones Devastadas, una urgente suplica para terminar la reconstrucción del templo. Este organismo ordena a Torres Balbás la terminación del proyecto pendiente. El día 31 de julio de ese mismo año, el arquitecto cumple puntualmente con su cometido. Un magnifico y documentado estudio. Pasado el verano, el gobernador civil de Guadalajara, José María Sentís, anuncia al cabildo la aprobación de las concluyentes obras de la catedral de Sigüenza, con un coste de poco más del millón de pesetas. La satisfacción de todos los seguntinos es notable. Sorprendentemente, los gobernantes reclaman a Torres Balbás el envío de los planos de ejecución de obra. Una inusual y sesgada petición que el arquitecto, receloso y valiente, no atiende.

Inmediatamente el gobierno le destituye de la dirección de los trabajos, con la prohibición expresa de viajar a Sigüenza, y nombra en su lugar al seguntino Antonio Labrada Chércoles, antiguo alumno del defenestrado proyectista. Leopoldo Torres Balbás no volverá a intervenir en ninguna otra restauración de monumentos históricos. Se refugia, callado y discreto, en la quietud de la cátedra y dedica el resto de su tiempo a la gozosa tarea de escribir libros y monografías sobre su especialidad. Seis años antes de su fallecimiento, acaecido en noviembre de 1960, ingresa en la Real Academia de la Historia. Un muy justo reconocimiento a su brillante andadura profesional, investigadora y docente.

Como es sabido, Antonio Labrada, en el invierno de 1941, utilizando el proyecto elaborado por Torres Balbás, reinicia los trabajos de reedificación de la catedral, con ambiciosos criterios de restauración, modificando el volumen y el perfil del edificio con discutidas intervenciones. Entre otras, levanta una nueva linterna sobre el crucero, a modo de cimborrio, antes inexistente, y añade un novedoso remate a la torre del Santísimo, edificando una nueva altura, con cuatro ventanales de arcos apuntados, coronada por un tejadillo a cuatro aguas, sustituyendo la balaustrada y templete anterior. En el año 1946 la catedral de Sigüenza renace de entre sus ruinas, tal como ahora contemplamos. Las recias torres del templo seguntino muestran a las gentes sus guerreros contornos y las nobles piedras medievales, amorosamente talladas por maestros y canteros, desafían los tiempos con renovados anhelos de infinitud.

 

 

Viñeta

 

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