Llegas al atardecer, un par de horas después de aterrizar en el centro de un paisaje desértico estremecedor, y te encuentras con uno de los accidentes geográficos más extraordinarios de la Tierra. Dispuesto a tomártelo con calma, desenvainas la cámara, ajustas el objetivo, mides la luz. Y te enfrentas a lo que “te has encontrado”. Porque nada de lo que hay delante de tus ojos lo has puesto tú. Los colores están ahí. La luz está ahí. Las formas están ahí. Las texturas están ahí. ¿Qué añade entonces a la foto el fotógrafo de paisaje?
A menudo se dice que el fotógrafo elige la luz, por ejemplo. Que tiene que madrugar o esperar al atardecer para encontrar los colores más saturados, las sombras más acentuadas, los volúmenes mejor trazados. Y sin embargo, eso no es elección. ¿Cómo puede ser elección lo que no es más que esclavitud? ¿O es que levantarse mucho antes de la madrugada para llegar a tiempo de los rayos nacientes se puede calificar de lo primero en lugar de ser, más bien, lo segundo?
No. El fotógrafo de paisaje no elige nada de eso. Ni añade nada a la foto que no estuviera antes. El proceso creativo de un fotógrafo de paisaje consiste en algo mucho más sutil y, en realidad, opuesto: se reduce a quitar, a eliminar lo que sobra. Toda fotografía no es más que la selección de una parte de una visión más completa. El único proceso realmente creativo, la única libertad real del que fotografía paisajes, es el encuadre. Una labor de extracción de la porción significativa de lo disponible, semejante a la que habría realizado un Miguel Ángel para hacer emerger al David del bloque de mármol tras quitar lo sobrante según un preciso “criterio de eliminación”. Por eso es tan difícil hacer buena fotografía de paisaje. Porque la foto global, la del bloque completo, la hacemos todos: solo hay que ir a la cantera y coger la piedra en bruto, que ya está ahí antes de que tú llegues. Pero extraer una porción plena de contenido, ¡ay!, eso es bastante más complicado.
La fotografía elegida.
De los cientos de fotos tomadas el pasado verano en dos paseos, al amanecer y al atardecer, junto al Uluru, el monte sagrado de los aborígenes del desierto central australiano, he elegido una en la que con la eliminación, es decir, con el encuadre, se intentó extraer del todo disponible un llamativo contraste, en tres campos, sencillos y muy netos, de tres colores complementarios: el azul puro del cielo, que evita todo vestigio de nubes, presentes alrededor; el anaranjado de las envolventes paredes de arenisca en la proximidad de la roca, intensificado por la luz mágica del final del día, sobrecogedora en semejante paisaje irreal; y el verde de los eucaliptos que se decide incluir como nota suave en la parte más baja, fundido en las sombras del final de la imagen y del día. No es la foto más típica de aquel paisaje casi sobrenatural: se elige por ser un encuadre ajustado, “extracción personal” pura, centrado en las marcas de la infrecuente lluvia en las laderas y canales de la montaña. La foto global, ya desde lejos, del enorme peñasco “tirado” en mitad del desierto es para referencia. El lector juzgará si el que suscribe sabe emplear el cincel de quitar lo sobrante o, si por el contrario, como sospechamos, aún le queda mucho que aprender…
Fotos tomadas con una cámara Nikon D5200, con objetivo Nikkor 17-55 mm.