Hay una repisa de roca bermeja en El Pinar cubierta de musgos y de narcisos amarillos. La primera flor del año aparece en plena februatio purificadora de raíces sabinas, es decir, itálicas pero prerromanas. Precisamente, la tarde de Jueves Lardero es buena, como cualquier otra por estas fechas, para acercarse a ver si han florecido ya. En el camino, seguntinos paseando. No hay cosa más consustancial al paraje, aparte de los propios pinos: seguntinos paseando en la última hora del día en su Pinar. Las tardes se alargan y se invita al paseo. O a la merienda.
Jueves Lardero de merienda y chiquillería, del cerdo y de la grasa. El lardo, la parte más untuosa del animal, símbolo del exceso gastronómico en estas sociedades modernas acomplejadas de bulimia, aunque más bien lo fuera de abundancia en las, quizá más razonables en tantas cosas, de nuestros abuelos.
Decía el cantante que prefería el Carnaval a la Cuaresma. Tampoco vamos a ponernos a la contra ahora, que de eso se trataba el carnaval, más que de la carne, cuando intentaba desafiar al poder establecido, por más que hoy día sea una fiesta domesticada e instuticionalizada. A lo mejor es porque ya no hay autoridad oficial digna de contra, que es casi como decir de respeto (de auctoritas, en estricto sentido etimológico), y para comprobarlo basta ver la televisión en estos días, sin ir más lejos.
Narciso
Los narcisos anuncian el renacimiento tras la parada invernal, dan inicio al año biológico en nuestros campos y fragas. Como lo hace el Jueves Lardero, residuo etnológico del comienzo de las bacanales primaverales, o de las lupercales, o de la matronalia romana, que en eso no se ponen de acuerdo los antropólogos. El que dejó las cosas claras fue Julio Caro Baroja, para quien no es posible entender el Carnaval sin la Cuaresma, es decir, sin el cristianismo. Fue el papa Gregorio I quien en el siglo VI decreta que los cuarenta días de templanza, la cuadragésima, empiezan el Miércoles de Ceniza, separando así lo que venía mezclándose: hasta el martes anterior, lo pagano, de ese miércoles en adelante, enlazando ya con la Pascua, lo religioso. El alcarreño Arcipreste, también religioso aunque de algún modo heredero, siquiera literario, de los goliardos o clérigos vagantes medievales, es decir, de la más baja estopa religiosa del momento, desertores del misario, lo describe vívidamente en su batalla entre salmones y pollos, langostas y pernales de cordero, en lo de Doña Cuaresma con Don Carnal, que grandes pintores, como Pieter Brueghel el Viejo, supieron representar en coloridas composiciones llenas de detalles grotescos. Como grotescos son también los glotones Gargatúa y Pantagruel, de Rabelais, que bebe de las mismas raíces carnavalescas.
Época de nacimiento tras la muerte invernal, de purificación y de reinicio, celebrada en tantas culturas del mundo, en el presente y en la Antigüedad. No nos vamos a extender en la comparativa, tantas veces explicada: pascua judía (pésaj), año nuevo persa (noruz), pascua cristiana (incluida la ortodoxa), solo por citar lo más cercano. Hay todo un simbolismo en este ciclo de tránsito invierno-primavera, que da tanto de sí, y del que no nos podemos abstraer, por muy imbuidos de modernidad que nos consideremos.
El lardo, la grasa, el pringue. En aquellos tiempos remotos, se “lardaba” al culpable con pringue hirviendo. Hoy somos mucho más civilizados, pero seguimos comiendo chorizo en jueves lardero en respuesta inconsciente a un atavismo que tiene que ver, según unos, con el agotamiento de la despensa invernal, según otros, con lo contrario: la sazón de la matanza, ya curada. Imagino que la discrepancia está en que unos son del norte, siempre escaso, y otros, como nosotros, del sur del buen yantar. El clima, primer modelador de las sociedades por más que nos empeñemos en buscar los tres pies del gato.
Con la carne más untuosa, con el chorizo y el lomo porcinos, también comemos huevo. Menudo tema el huevo. Hay huevos de Pascua y huevos primigenios. Símbolo perfecto, en su perfecta forma ovoide, de lo que ha de nacer, o incluso de lo que ha de renacer porque, es sabido, antes del huevo hubo gallina. El huevo es la promesa de futuro hecha presente tangible y pasado recuperable. ¿Caben más cosas –pasado, presente, futuro– en un solo volumen geométrico? Algunas culturas, sin duda llevadas por el entusiamo, afirmaban que de un huevo nació, entero, el Universo. Con gallinas y todo. Yendo a lo más mundano, llamaremos la atención sobre la torpeza de aquéllos a los que se les ocurrió en un primer momento equiparar el huevo con la carne a la hora de evitarlos durante el periodo de abstinencia: las gallinas, sin duda cómplices de Don Carnal, seguirían poniendo huevos en esas seis semanas, y de ahí la necesidad de consumirlos a la menor ocasión festiva.
Del gallo, obviamente relacionado con el huevo, no vamos a hablar mucho, aún siendo otro símbolo de la época del año, a menudo protagonista a su pesar en muchas celebraciones tradicionales: desde correrlos hasta colgarlos para hacerles cosas que mejor no vamos a describir aquí por si nos leen espíritus sensibles. Pero es que el campo siempre ha sido duro, y si para mantener la cohesión de grupo era necesario hacer perrerías a algunos volátiles de corral, pues ese era el precio. Al fin y al cabo, el gallo es perfecto por sus significados: es el macho, el más de ellos, símbolo a la vez sexual y de poder. Ya se pueden imaginar que va a dar mucho de sí. Recomiendo al lector, por abreviar, leer la descripción que hace el etnólogo Domingo Represa Fernández de las fiestas de gallos, especialmente la de Villafrechós de Campos, Valladolid (Revista de Folklore nº 118, 1990, disponible en internet).
Pero volvamos a nuestro narciso, que es símbolo primaveral mucho más inocente. Al ir a buscar si estaba en flor me encuentro con Don Felipe y con su hermana. Siempre con una palabra amable para los que derramamos cuatro letras mal ligadas por ahí: ¡ay, Don Felipe, si usted supiera cuánto aprendemos en su prosa bien dispuesta los que no podemos pasar de aficionados a todo, expertos en nada! Me adentro por el camino de la Cueva Mosa y llego a la repisa de los narcisos. No están en flor todavía, pero los botones ya amarillean en sus envoltorios translúcidos. Promesa de futuro, como huevos vegetales. Ya habrán abierto algunos cuando el lector lea estas palabras, dando señal a la primavera. Como el cárabo, que ya anuncia con su carcajada los atardeceres de la Raposera, o como el pájaro carpintero, que ya tamborilea su nerviosismo en los pinos secos. O como los seguntinos paseantes, que ya osan adentrarse por los caminos del pinar mientras caen las luces del invierno avanzado. Quizá con la merienda, como cuando éramos niños y el profesor nos daba fiesta por la tarde, que era Jueves Lardero.