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Corre el mes de febrero de 1973. En una cárdena y gélida anochecida, tras una breve excursión a Hiendelaencina, el escritor y filólogo Ramón Carnicer regresa a la villa de Atienza. Sigamos su costumbrista y depurado relato: “Desde el suroestese ve Atienza entre dos cerros: el del Padrastro, a la izquierda; y el de la Hora, a la derecha. En primer término, está el arrabal de Puerta Caballos, y en él se encuentra la iglesia de San Salvador, vendida a la marquesa de Aledo. Me meto un rato en el casino, en la plaza de la fuente. Se trata de un viejo salón con piano en el testero y, sobre él, la televisión. Al lado del piano hay un viejo reloj con incrustaciones de nácar. Por tres de las paredes corre una línea de viejos divanes tapizados de rojo, y de la situada frente al piano penden dos espejos. Los dos balcones dan a la plaza. Hay una porción de veladores de mármol y mesas de juego con su tapete verde, marcado por las chispas de los cigarros. En una de las dos mesas corre el naipe. Al barajar, los jugadores dialogan quedamente. De vez en cuando, alguien ceba, con madera, la gran estufa central, puesta sobre una chapa de cinc. El humo del tabaco es densísimo”. Añejas y decaídas usanzas de los sencillos cafés de antaño. 

Cumplida visita en casa del alcalde, el médico Julián Ortega Asenjo, y de nuevo en la fonda de Molinero, Carnicer comparte mesa y mantel con los demás huéspedes. Uno de ellos, abogado en Guadalajara, ilustra al literato sobre la milenaria y tradicional romería de la Caballada, oficiada el domingo de Pentecostés, año tras año, por la cofradía de la Santísima Trinidad. Nuestro protagonista escucha gustoso: “Resulta que un grupo de recueros, en 1162, libró de las garras de su tío, Fernando II de León, al niño, de seis años de edad, que había de ser Alfonso VIII de Castilla. El rey leonés, apoyado por los Castro, tenía puesto sitio a Atienza, guardada entonces por Lara. El rey niño estaba aquí, y para librarlo de los sitiadores, los recueros, con la disculpa de que iban a su comercio, salieron con el niño oculto por la puerta que llaman de Salida. Cuando los recueros llegaban a la ermita de la Virgen de la Estrella vieron que se acercaba, al galope, una tropa de los sitiadores. Imagínese el susto, al suponer, como así era, que iban tras ellos. ¿Qué hacen? Pues entran en la ermita, sacan al pórtico la imagen de la Virgen y empiezan a bailar, en su honor, una danza morisca. Los soldados, entretenidos con la danza y pensando que era una costumbre del gremio, ni se dieron cuenta que los más veloces recueros, a galope tendido, escapaban con la criatura. En siete jornadas llegaron a Ávila y entregaron el niño a sus tutores”.

El comedor de la posada se torna en mudo testigo de tan legendarios denuedos. 

El letrado arriacense, mientras trasiega dos huevos pasados por agua, concluye su obsequiosa lección de historia: “Con este Alfonso VIII, que era muy agradecido, Atienza creció mucho. Aquí se labraban paños y cordobanes, había caldererías y ferreterías, ceramistas… de todo. Y en Atienza pasó varias veces don Alfonso, algunas con su mujer, doña Leonor de Inglaterra, hermana de Ricardo Corazón de León”.

El frío de la noche serrana atenaza cuerpos y anhelos. Carnicer se recoge en su habitación: “La luz común a mi cuarto y al pasillo, mediante una abertura en lo alto del tabique, alumbra menos que una cerilla. Al tacto, la cama parece confortable con sus dos colchones, pero el frío es mortal. En vista de ello mantengo sobre mi persona la camiseta, el calzoncillo y los calcetines de lana y me pongo encima el pijama. Si intento taparme la cabeza y asomar la nariz como un periscopio, me quedan al aire los pies; y si me tapo los pies, dejo la cabeza y los hombros a merced de los elementos. Mientras tanto, el reloj del ayuntamiento va enviando el negro mensaje de sus cuartos y sus horas. El frío se agudiza y penetra insidioso por los rendijones de una ventana próxima a la cabecera”.  

A las cuatro de la mañana, “sin haber dormido ni un minuto y tal vez a causa de los recuerdos medievales del letrado”, el literato discurre la solución: “En un arranque de valor, enciendo la bombilla y saco de mi bolsa una camiseta de lana que traigo de repuesto. Sin utilizar las mangas, me la encajo en la cabeza haciendo que la boca y la nariz asomen por el cuello de la prenda, y la dejo caer, como un almófar sobre los hombros… Y duermo hasta las nueve. Me levanto a esa hora y, con el sombrero puesto voy a la privada. Me lavo las manos, pero no la cara. Ni me afeito. Desciendo al comedor y la mujer de Molinero me sirve el desayuno; café con leche y cuatro galletas”. Sin duda, una emotiva y jocosa estampa del austero vivir de unos años no tan lejanos. 

El aguerrido novelista sale a la calle. “Tras la pesadilla nocturna —exclama con humor— el día, frío pero soleado, resulta una increíble resurrección. Desciendo por la calle de la Salida y pasada la iglesia de San Bartolomé, extramuros, me acerco a la ermita de Santa María del Val, de cuya estructura románica no queda más que la puerta”. Sobre la clave del arco se muestra una huida a Egipto. “La Virgen y el Niño, descabezado, cabalgan sobre un asno pequeñísimo. Al resguardo de la pared, me esponjo al sol en la calma de la mañana, rota a veces por el graznar de los grajos que hacen la ronda del castillo. Vuelvo al pueblo. Paso después por la posada del Cordón, cuyo dintel apuntalan unos hombres. El nombre procede de un cordón de piedra que orla la puerta en su parte superior”. 

Ramón Carnicer abandona la antiquísima villa: “Decido ir a pie a la carretera que une Guadalajara con Soria. El camino hasta allí no alcanza una legua y dicen que a las doce pasa el coche de línea. Las charcas y los arroyos y las aguas detenidas en las cunetas están heladas, pero la luz de la mañana, tras la sombría noche, invita a andar. De vez en cuando me vuelvo para ver el perfil de Atienza, que paso a paso recobra su belleza. En efecto a las doce en punto aparece el coche. En unos minutos nos ponemos en Barahona”, la de las brujas, ya en las vecinas tierras de Soria. Todos los caminos conducen al corazón de la vieja Castilla.

 Ver: Ramón Carnicer por tierras de Sigüenza y Atienz (I)

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