La majestuosa y silente catedral de Sigüenza, toda oliveña y rosa en el decir de Ortega y Gasset, significativa muestra del camino recorrido por el arte cristiano desde la mitad del siglo XII, celebra gozosa un año santo jubilar, el primero de su historia, con motivo del 850 aniversario de su consagración litúrgica. Viajeros y peregrinos, andariegos y visitantes, al pasear por las amplias naves catedralicias, entre un mar de airosas bóvedas y de robustos pilares ceñidos por dobles columnas, quedan sorprendidos por el sutil aroma de infinitud que envuelve el ambiente. En el brazo norte de la nave crucero, los retablos de santa Librada y del obispo Fadrique de Portugal, ahora preciosamente restaurados, entregan a todos el palpitante centellear de su espléndida traza plateresca. Fastuosas obras renacientes, de intenso carácter italianizante, que engalanan este noble rincón del templo seguntino con refinadas labores de gran riqueza ornamental.
Los dos elegantes retablos engarzan y comparten una antigua y común historia. En la primavera de 1512, Fadrique de Portugal, consejero del emperador Carlos, toma solemne posesión del obispado de Sigüenza. Atrás quedan sus años de infancia en casa de su padre Alfonso de Braganza, conde de Faro, las canonjías en Albarracín y Segorbe, además de sus prelaturas en Calahorra y Segovia.
La catedral seguntina vive un tiempo de esperanza y una pléyade de artistas y maestros de obras trabajan incesantemente en el adorno y decoración de naves y capillas. El flamante prelado, ejemplo destacado de príncipe renacentista, desea sumarse a tan singular afán constructivo. Fiel a sus orígenes portugueses, manda levantar y sufraga un armonioso retablo dedicado a santa Librada, mártir cristiana del siglo IV, entonces patrona de la catedral, de la ciudad y de la diócesis. Una santa muy venerada por tierras gallegas, francesas y lusitanas.
Fadrique de Portugal no repara en gastos. Encarga el proyecto del retablo a Alonso de Covarrubias, y la talla a Francisco de Baeza, reconocido maestro de obras de la catedral. Ambos creadores ejecutan una bellísima iconografía cuajada de símbolos y sugerencias. Dispuesto a modo de un doble arco triunfal, esculpido en piedra caliza, luego policromada, en la parte superior del retablo, bajo una gran hornacina cerrada por bella cancela, se guardan las reliquias de santa Librada depositadas en arca de plata, oculta, a su vez, en una gran urna de piedra labrada. Unos restos traídos a Sigüenza, según quiere una añeja tradición, por el primer obispo medieval, Bernardo de Agen, conquistador de la ciudad.
Festoneando, de arriba abajo, la calle central del retablo, sobresalen, cuatro a cada costado, las figuras de las ocho hermanas de la santa, nacidas con ella en un prodigioso y único parto. En las calles laterales, se entreveran cartelas y volutas, boceles y rótulos, además de varios escudos de Fadrique de Portugal sostenidos por ángeles. Todo un exuberante y vistoso arrebato decorativo.
Causa admiración descubrir en la parte inferior del retablo, cobijadas igualmente en profunda hornacina y encuadradas por pilastras, arcos y frisos, la presencia de seis tablas, de delicadas formas manieristas, pintadas por el ilustre Juan de Soreda. La tabla central, de gran perfección, representa a santa Librada, sentada sobre un trono y tocada de un largo manto rojo, llevando entre sus manos la palma del martirio. Dicen que su rostro recuerda al de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V. Las restantes pinturas, salvo la Crucifixión, desvelan alegóricas escenas de la legendaria existencia de santa Librada.
Escudo de Fabrique de Portugal
Al contemplar el primoroso retablo, Fadrique de Portugal, extasiado y satisfecho, expresa su deseo de ser enterrado en este recoleto lugar de la iglesia seguntina. Con tal fin, ordena la construcción de su propio mausoleo en el paño de pared contiguo al altar de la santa. De nuevo, el diseño de Covarrubias y el esculpir de Francisco de Baeza, sin olvidar la colaboración de Sebastián de Almonacid y de Juan de Talavera, formulan un más que admirable panteón, en una extraordinaria propuesta de pleno lenguaje plateresco, cuyo atavío y ornamentación superan, si ello es posible, a los del retablo hermano.
El mausoleo de Fadrique de Portugal, construido en piedra de alabastro, se ordena en torno a una gran hornacina central, coronada por una venera invertida, presidido por la estatua orante del prelado, de rodillas sobre un reclinatorio, flanqueado por dos prestes, igualmente arrodillados, que portan una mitra y un cirio. Las tres pétreas figuras se revisten cos vastas capas pluviales. La mirada de don Fadrique, henchida de plegarias, se dirige en la distancia hacia la urna que atesora las reliquias de santa Librada, su reverenciada intercesora. A los lados, bajo pequeños nichos, las tallas de san Pedro y de san Pablo enriquecen la colosal composición artística. En el primer cuerpo del grandioso monumento, entre grutescos y motivos vegetales, descuella un descomunal escudo de armas del obispo, tenido por dos ángeles, a cuyos flancos asoman las figuras de san Andrés y de san Francisco.
Los refulgentes retablos de santa Librada y Fadrique de Portugal entrelazan, con aire de eternidad, la memoria en piedra de una santa de lejanos tiempos con el monumento funerario de su devoto prelado. Fascinador compendio del arte de su tiempo que, a juicio de muchos, deviene en una de las más valiosas expresiones artísticas de la catedral de Sigüenza.