En un recoleto rincón del crucero de la catedral seguntina, asentado en el interior de una de las antiguas capillas absidales, resplandece el enterramiento de Martín Vázquez de Arce, el llamado Doncel de Sigüenza, noble caballero muerto en las guerras de Granada a la edad de veinticinco años. Bajo un gran arcosolio de medio punto, la hermosa escultura yacente, de traza gótica y armoniosos rasgos italianos, anuncio y promesa de las nuevas formas renacentistas, personifica a un joven del siglo XV, indolentemente reclinado, al modo de héroes y paladines, sobre una gavilla de laureles, cruzadas las piernas y en actitud de leer un libro sujeto por ambas manos. Cubre su cabeza con un sencillo capelo, lleva al pecho la cruz bermeja de Santiago y apoya los pies sobre un león, -emblema de infinitud- al que acaricia lloroso un pajecillo a medio sentar.
La corta existencia del elegante Doncel queda inmortalizada en piedra de alabastro, y sus ojos, que apenas se fijan en el abierto libro, -acaso un cancionero de viejos romances- vacilan entre el deseo de regresar al campo de batalla o en seguir meditando sobre sus afanes truncados. La enigmática mirada del caballero, acunada entre el ser y la nada, entre la certeza y la duda, brinda a los asombrados visitantes un sutil anhelo de eternidad cantado por escritores y poetas. Glosas, poemas, crónicas y alegorías, se entrelazan y confunden en sugerentes relatos que moldean el memorable y significativo mito del Doncel de Sigüenza. Nace, así, el Doncel imaginado. Sigamos alguna de sus huellas.
La afamada novelista coruñesa Emilia Pardo Bazán, una mujer vehemente en un mundo de hombres, al contemplar la pétrea estampa Doncel, una tarde de Viernes Santo de 1891, exclama: “Representa a un caballero mozo, veinticinco años de edad tenía cuando perdió la vida al filo del alfanje sarraceno, vestido con el airoso traje de los donceles de fines del siglo XV, cubierta la cabeza con veneciano bonete, bajo el cual, la melena recortada en la frente y flotando a ambos lados del rostro, encuadra el fino óvalo de la faz, de facciones nobles y expresivas. Recostado en posición tan natural como señoril, sostiene en las manos un libro, en el cual parece leer, apoyado el brazo izquierdo en la heroica almohada de sus laureles. Postura, talante, rostro y cuerpo, todo es gentil, delicado y soñador”. Embelesada por la magia del caballero santiaguista, la condesa escritora tiñe sus palabras de ternura y fervor: “Es una trova, unas notas de laúd, traducidas en piedra. La leyenda de la gloria, que narra el epitafio, de una vida tan breve, y el haz de laureles y la actitud más meditabunda que caballeresca, es de las que hacen resonar en el corazón desconocidos acordes musicales”. Tiempo después, en el mes de enero de 1925, Rafael Alberti, vibrante y apasionado poeta, compone un bellísimo soneto, dedicado a un agonizante Doncel, cuyos versos rezan dulcemente:
“Volviendo en una oscura madrugada
por la vereda inerte del otero,
vi la sombra de un joven caballero
junto al azarbe helado reclinada.
Una mano tenía ensangrentada
y al aire la melena sin sombrero.
¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,
dulce y quebrado cómo el de su espada¡
Tan doliente, tan solo y mal herido,
¿adónde vas en esta noche llena
de carlancos, de viento y de gemido?
Yo vengo por tu sombra requerido
doncel de la romántica melena,
de voz sin timbre y corazón transido”.
Deliciosa sinfonía de rimas, colmada de aflicción y misterio, dedicadas al núbil guerrero. En una gélida y negra madrugada, desgarrado y malherido, el Doncel de Sigüenza, por apartada senda, regresa al solar de sus mayores. Alberti, atraído por la estela trágica del personaje, camina a su encuentro y le halla apoyado en una acequia, semejante al caz granadino donde le había sorprendido la fatal pelea. El poeta le pregunta por su destino. El Doncel no responde. No está. Acaba de morir. Es su sombra. Solo permanece su estatua y su leyenda.
El literato y periodista Rafael Sánchez Mazas, padre del acreditado ensayista Sánchez Ferlosio -fallecido recientemente- desgrana una romántica fábula donde recrea el cascabeleo del breve y juvenil enamoramiento de Martín Vázquez de Arce. Leamos despaciosamente: “Tu, Doncel de Sigüenza, paje del obispo, que es como decir cardenal. A los quince años juegas a la pelota con los otros donceles en el frontón que os brindan los muros catedrales. Hay una doncella, Melibea, mayor que tú, precoz aprendiz de Calixto. Es hermosa, rubia, de ojos de miel. Andas goloso de ella, es sobrina de un señor censor de la Inquisición, y ella saca de casa esos libros de prohibido amor que leéis en los jardines. Por ella eres, a los diecisiete años, un doncel hecho al itálico modo. Te preparas así para ser un día, en alabastro funerario, el mejor trasunto español de la escultura de Donatello”.
Por ella -afirma el prosista- “vistes esos birretes a la moda de Urbino o de Ferrara, esas calzas ajustadas, ese corto mantelo, esos guantes verdes y recamados. Por ella sales a cazar con halcón al puño y tonteas a la italiana por los cazaderos que rodean la ciudad de Sigüenza. Sales de mañana. El paso de tu corcel resuena en el silencio de la calle empinada. Sabes que ella ha salido a verte, sin ser vista, porque ha cesado el laúd que antes se oía tras su ventana. ¡Cómo te sientes en la Sigüenza del siglo XV, árbitro de la elegancia y príncipe de la juventud”!
De repente, todo se nubla. Los cielos se sacian de oscuros presagios. El apasionado Doncel, quebrado el corazón, cabalga a la conquista de moriscas tierras: “A la guerra vas, Doncel de Sigüenza –suspira Sánchez Mazas- diciendo adiós a los castillos de Guadalajara. Tú fuiste con el florido escuadrón de la caballería del Infantado. Y fuiste de los primeros, no sólo en lujo y gentileza, sino en sufrimiento y heroísmo. Un día, yendo a socorrer a unos caballeros de Jaén, en la acequia gorda de la vega de Granada, morías combatiendo cara al enemigo, en la acequia inundada por la acequia rota, con agua y lodo hasta el arzón”.
El fabuloso relato de Rafael Sánchez Mazas concluye en un canto de esperanza: En la capilla de los Arce, “el Doncel de Sigüenza espera las trompetas del juicio envuelto en su capa blanca de santiaguista, bien ceñida la espada, un libro de versos en la mano, y el codo, más que apoyado, hundido en una brazada de laureles”. La lectura es la cuna de los sueños.