Se han cumplido 75 años del primer viaje de Camilo José Cela por la Alcarria. Setenta y cinco años desde una escapada que dio pie a una de las obras más interesantes de la literatura viajera. Los protagonistas de aquella historia se fueron, pero quedan sus huellas. Y también las de aquel joven escritor – entonces Cela tenía treinta años – que en 1989 ganó el Premio Nobel. Para comprobarlo, basta con colgarse la mochila al hombro, meter en ella “Viaje a la Alcarria” y algo de merienda.
Todo empezó en la madrugada del 6 de junio de 1946. El viajero, Camilo José Cela, dejó su casa, en la calle Alcalá 185, para dirigirse con la mochila a la Estación de Atocha. Como relata el escritor al comienzo del libro, su propósito era “rascar el corazón del hombre del camino, mirar el alma de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo”.
Camilo J. Cela nunca había estado en la Alcarria. La recorrió en apenas diez días – volvió a Madrid el 15 de junio -, pero aquellas intensas jornadas le sirvieron para describir, como nadie lo había hecho hasta entonces, un mundo rural lleno de contrastes, de precariedades y de personajes peculiares. En su dedicatoria al Dr. Gregorio Marañón, deja constancia de una realidad felizmente superada: “La Alcarria es un hermoso país al que la gente no le da la gana de ir”. Hoy no podría decir lo mismo, y tendría que reservar con bastante antelación para hospedarse en algunos de los hostales, albergues y casas rurales de Brihuega, Cifuentes, Trillo, Pareja, Pastrana o Sacedón.

El viaje de Cela por la Alcarria, con bastantes arrobas menos de peso que en los años ochenta, es posible repetirlo 75 años después, caminando por los mismos senderos y caminos, en algunos casos abandonados y en otros mucho mejor pavimentados. Quienes pretendan emular al escritor del “Viaje a la Alcarria” desde el inicio, sólo tienen que acercarse a la Estación de Atocha y coger uno de los trenes que diariamente hacen la línea Madrid-Guadalajara y viceversa. Llegados a la capital de la provincia, se cruza el río Henares por su puente árabe y se hace luego un descanso obligado en el Palacio del Infantado, antes de reanudar la marcha hacia Taracena.
Las referencias de Cela al palacio de los Duques del Infantado hay que entenderlas como una consecuencia más de los desastres ocasionados por la guerra. “El palacio del duque del Infantado – escribe el autor – está en el suelo. Es una pena. Debía de ser un edificio hermoso. Por el centro de la calle pasa un tonto con una visera amarilla y la cara plagada de granos”. El palacio sería restaurado años después, para albergar primero la Biblioteca Provincial y posteriormente el Archivo y el Museo de Guadalajara, y los tontos – que abundan en todas partes – procuran no hacerse notar.
En la explanada del destruido Palacio del Infantado arrancó realmente el viaje de Cela por tierras de la Alcarria. Desde la capital tomó la carretera general de Zaragoza – lo que hoy es la A-2 – para encaminarse hacia Torija. Antes hizo una parada en la taberna de Taracena, donde llenó la cantimplora de vino blanco. “La tabernera – cuenta Cela en el libro – tiene una niña de diez años que se levanta de la siesta, sin que nadie le avise, para ir a la escuela”.
Aquella niña se llamaba Paquita Sánchez, ha vivido en Tarragona – al menos hasta hace algunos años – y se presentó de incógnito en el entierro del escritor para depositar una corona de flores en su tumba. También le sobrevivió al Premio Nobel, Maruja Alvaro, la hija del posadero de Pareja, a la que entrevisté ya octogenaria, con motivo del 60 aniversario de la publicación de “Viaje a la Alcarria”. Vivía con sus hijas en Madrid y me contaba que Cela, que pernoctó en la posada de su padre, se inventó algunas cosas, incluido su nombre, “para rellenar”.
Pero retomemos el itinerario seguido por Cela. Y detengámonos en Torija, el pueblo donde se alberga desde 1995, un museo dedicado al “Viaje a la Alcarria”, donde podemos contemplar las ediciones del libro en diferentes idiomas, así como numerosas fotografías y documentos. También se puede visitar la posada donde pernoctó el escritor, junto a la carretera, y leer esta descripción junto a la puerta: “La cama es de hierro, grande, hermosa, con un profundo colchón de paja”.
Vista general. Brihuega.
Ya en Brihuega, el autor describe sus murallas, los jardines de la Real Fábrica de Paños o la frondosidad de la vega del Tajuña, que asoma por detrás del pueblo. También esboza con crudeza y realismo un selecto grupo de personajes, entre los que destaca un tartamudo que pela cebollinos y un chamarilero que presume de haber atendido en su tienda al mismísimo rey de Francia. La Brihuega de entonces, como el resto de los escenarios descritos por Cela, no se parece en nada a la ciudad que ahora acoge a cientos de turistas cada fin de semana, preservando el encanto y buen servicio de hostelería a los que hace referencia el escritor en su libro.
Camilo J. Cela toma el curso del río Tajuña – “el río corre rumoroso, rápido, por la vega” – y enfila la carretera que le llevará a Cifuentes, otra de las ciudades alcarreñas que cautivan al viajero. “Cifuentes – apunta Cela – es un pueblo hermoso, alegre, con mucho agua, con mujeres de ojos negros y profundos, con comercios bien surtidos que venden camas niqueladas, juegos de licorera y seis copas con bandejas de espejo (…)”. El viajero, a ser posible con el libro que le hará de guía, podrá visitar la Iglesia de Santo Domingo y escuchar la leyenda sobre el asesinato de un misterioso ermitaño en la Cueva del Beato.
Trillo, Budia, Pareja y el proyecto del pantano de Entrepeñas y Buendía
Trillo es otro escenario interesante y cercano, siguiendo los pasos marcados por Cela en aquel viaje. A orillas del Tajo, escoltado por las Tetas de Viana, y ahora también por las dos torres gigantescas de la central nuclear que se instaló en los aledaños, ya no quedan apenas recuerdos de la desaparecida leprosería y se ha recuperado el Real Balneario de Carlos III, con unas modernas instalaciones y con tratamientos termales para el disfrute de sus numerosos visitantes. El nuevo balneario se inauguró en 2005, tres años después de la muerte del Premio Nobel. Curiosamente, en un pasaje de “Viaje a la Alcarria”, publicado en 1948, el alcalde de Trillo, Bernabé Batanero, le dice a Cela lo siguiente: “La pena fue que se perdieran los baños de Carlos III, que eran famosos en toda España. Y sabrá usted lo que decía el refrán: que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura”.
Trillo. Vista del puente sobre el Tajo.
Pues bien, Cela siguió caminando por estos parajes de la Alcarria, hizo noche en una posada de La Puerta, donde todavía se conserva en el techo un escudo de la Inquisición, y llegó a Budia, sin querer detenerse en otros pueblos más pequeños, como Cereceda, Mantiel, Chillarón del Rey, Alique y Hontanillas. Tampoco se imaginaba la gran tormenta que le iba a caer en Budia, ni la desconfianza de la gente que se cruzaba en su camino. Se queja de que le miran como a un bicho raro, pero eso no le impide elogiar su historia. “Budia – escribe Cela – es un pueblo grande, con casas antiguas, con un pasado probablemente esplendoroso. Las calles tienen nombres nobles, sonoros, y en ellas los viejos palacios moribundos arrastran con cierta dignidad sus piedras de escudo, sus macizos portalones, sus inmensas, tristes ventanas cerradas”.
Desde Budia, siguiendo los pasos de Cela, nos trasladaremos a Durón, Pareja, Casasana y Sacedón. Estos pueblos todavía no habían sufrido la transformación que supuso la obra del pantano de Entrepeñas y Buendía. Una obra que sólo era un proyecto en junio de 1946. También de esta circunstancia da cuenta Cela en el capítulo del libro dedicado a Sacedón. “La gente habla de los pantanos que están haciendo en el Tajo y en el Guadiela. Según aseguran, van a ser algo muy importante”. La posada en la que durmió Cela durante su estancia en Sacedón se convertiría muchos años después en un restaurante, llamado “El Torreón”.
Y llegamos a la última etapa del viaje. Camilo se sube al coche de línea y se baja en Tendilla. Entonces, aprovecha para recordar a los lectores que su colega Pío Baroja poseía en aquellas tierras un olivar que le proporcionaba aceite para todo el año. La descripción que hace Cela de este pueblo alcarreño es una preciosidad: “Un pueblo de soportales planos, largo como una longaniza y estirado todo a lo largo de la carretera”. En Tendilla, muy cerca de Peñalver, se celebra todos los años, a finales de febrero, la Feria de las Mercaderías, cuyo origen se remonta a la Edad Media.
Antes de coger el tren de vuelta a Madrid, el autor de “Viaje a la Alcarria” toma la decisión de ir a conocer Pastrana, donde su alcalde, Don Mónico – “hombre inteligente y cordial” – le nombrará huésped de honor y le invitará a conocer la villa, incluido el Palacio Ducal, ubicado en la monumental y espléndida Plaza de la Hora. En este palacio, hoy restaurado, estuvo encerrada Ana de Mendoza (princesa de Éboli). Cela recuerda que “en la habitación donde murió la Éboli (…) sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo”. El viajero no podía entender que aquel friso de preciosos azulejos estuviera rodeado de una montaña de trigo y una báscula para pesar el grano.
No deja de ser una anécdota más de aquel viaje apasionante del que ahora se cumplen 75 años.