La persistente insistencia de desnaturalizar y desacralizar términos y definiciones ancestrales, milenarias, se ha convertido en una urticante muestra tanto de la pobreza intelecto-ontológica de lo denominado Occidente (Europa-América) como de su descomposición moral y social; y conlleva un deterioro semántico que vulgarizará y empobrecerá la expresión escrita (lo que aún seguimos llamando Literatura) y, consecuentemente, la oratoria. Los ejemplos del deterioro de la comunicación oral en las generaciones jóvenes –donde padres, hermanos, amigos, primos, vecinos y profesores hemos pasado a ser tíos o tías– es desolador. Por supuesto este problema es tan leve como el de un dulce al que se ha olvidado de ponerle el azúcar si lo comparamos con la Ley del aborto libre, por ejemplo. Pero volveré a ceñirme al problema semántico relacionado con el vocablo matrimonio, que era mi inicial y única intención.
Para la mente cristiana, la expresión matrimonio natural, o sacramental, se entiendo como el único que define la unión de una mujer y un hombre. Este razonamiento basado en principios sociales, biológicos, ontológicos y antropológicos, hoy es no sólo debatible, sino considerado, por facciones político-sociales, como retrógrado, discriminante y, con el adjetivo más moderado, conservador. Dicho esto ya se podía guardar silencio. Pero hacerlo sería la decisión de un carácter indeciso, veladamente cobarde, o excesivamente vago.
La degradación moral de Occidente ha llegado al nivel de denominar progresistas a los grupos sociales, partidos políticos e individuos que apoyan el matrimonio homosexual, el aborto libre, la adopción de un niño por una pareja homosexual, el divorcio exprés y la eutanasia. Parece ser, según la experiencia, que la persona progresista suele apoyar estas tendencias en bloque.
Provoca una cósmica tristeza pensar que las personas que creemos en el amor para toda la vida, en el deber social y felicidad dual de crear una familia, en el respecto a la vida que ha florecido en el vientre femenino y a la que se ha deteriorado con la edad o la enfermedad, en la magnificación o santificación del Eros con el ingrediente espiritual, somos los antisociales, los intransigentes y los desfasados.
Lanzaré un rayo de luz para que algunas mentes que puedan equivocarse referente a lo del matrimonio homosexual. Defiendo la unión de una pareja homosexual hasta que la muerte los separe, o hasta que ellos se separen. Pero la continuación de la vida sólo puede realizarse con la unión entre lo masculino y femenino. Es de derecho, siento, que, ante esta vital diferencia, a la unión homosexual se le denomine con otro término, verbigracia: enlace, alianza, consorcio… (¡términos tiene nuestra hermosa lengua!) y el de matrimonio se mantuviera para la unión heterosexual; lo cual sería semántica y socialmente correcto.
Otra atrocidad de este batiburrillo idiomático –que abarca lo semántico, lo social, lo poético y lo cósmico- es la intención de sustituir los términos padre y madre por progenitor A y progenitor B.
“¡Voto a…!”, gritaría el héroe cervantino. Y se lanzaría sobre Rocinante por avenidas, parques y litorales en busca de los enemigos de la belleza y la ternura; asaltaría parlamentos, ministerios y concejalías en busca de malvados Alifanfarones; y con su Ardiente Espada apuntando al pecho del malandrín, le amenazaría: “¡Retráctate y enmienda esa irreverente ofensa contra la lengua de los caballeros andantes y los trovadores, cautiva criatura, o te traspaso, para honor tuyo, con la espada más famosa que empuñara mano artúrica! ¿Me imaginas presentando Dulcinea a mis padres, en semejante guisa: “Te presento a mis progenitores A y B?”. “¡Malandrín! ¡Arrepiéntete y corrige de inmediato, o desenvaina! ¡Te reto a mortal combate!”.
Juan Antonio López García
Poeta, actor y Educador Social, jubilado, de la Región de Murcia