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El título de este comentario viene a cuento de la historia que me contaba hace algunos días un amigo del gimnasio, de ascendencia turolense. El pueblo de su madre, según ella misma le había confesado, dejo de existir por culpa de las desavenencias que provocó la llegada de la luz eléctrica por primera vez a sus casas.

Cada vivienda tenía derecho a dos bombillas y la factura por el consumo total de electricidad del pueblo la pagaban a partes iguales entre todos los vecinos. ¿Problema? Pues que la luz no se apagaba con la misma diligencia en unos hogares y en otros, pese a que todos tenían que apoquinar la misma cuota.

Aquella situación, según mi compañero Pablo, provocó gran división y enfrentamiento entre los vecinos. “Fulanito tiene la luz encendida todo la noche,   y paga lo mismo que quienes sólo la encendemos de vez en cuando”. Antes de que pudieran instalarse contadores individuales, la mitad de los lugareños se había peleado contra la otra mitad. Muchos acabaron dejando el pueblo, llevándose hasta las tejas y las piedras de las casas, para instalarse en otras poblaciones o en la gran ciudad.

Es muy probable que al último paisano en abandonar el pueblo le tocara apagar la luz. Y la oscuridad volvería a adueñarse de aquel entorno, como de tantos otros, dejando en tinieblas las pocas esperanzas que le habían ido quedando al mundo rural en nuestro país.

El siempre querido y recordado José Antonio Labordeta le ponía música y letra a este éxodo rural, que se ha ido acentuando en los últimos años, aunque algunos políticos se empeñen en “vendernos” iniciativas de desarrollo integral para la recuperación de la población rural. Hay una canción  de Labordeta,

“Arremójate la tripa”, que dice cosas como estas:
“De cien vecinos que éramos ya solo quedamos dos,
Don Florencio que es el amo y un seguro servidor
Don Florencio vive en Huesca, aquí sólo quedo yo
Con una cabra mochales, una gaita y un tambor
Un día cojo la cabra la trompeta y el tambor
Y me voy  a Zaragoza y que pregone el patrón” (…)

Los seguidores del bigotudo cantautor aragonés, que paseó su mochila y su curiosidad por esa España en peligro de extinción, recordarán también el siguiente estribillo, aunque quizás no sea el más oportuno ahora, tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca:

“Los hijos de la María se han marchado a Nueva York,
Uno trabaja de negro, otro de indio en un salón”

Pero, vayamos a lo que nos ocupa. La despoblación rural no es un fenómeno novedoso. Ni mucho menos. El problema viene arrastrándose desde los años sesenta. Las ciudades fueron expandiéndose, se crearon nuevos focos industriales y se generaron oportunidades y expectativas para las gentes del campo.

Aquella mano de obra barata —lo que hoy llamaríamos empleo precario— no permitía a las familias recién llegadas a los extrarradios de las grandes ciudades muchas alegrías, pero sí soñar con horizontes más despejados que los de una economía de supervivencia que habían tenido en el campo.

Mi buen amigo y colega Antonio M. Yagüe —natural de Labros y estimado valedor de las justas reivindicaciones que animan a sus paisanos del Señorío de Molina— se lamenta en un artículo en “Crónica Global” de lo mucho que prometen y lo poco que hacen los políticos provinciales y regionales para detener la despoblación rural. Todos son buenas palabras, promesas de inversiones que nunca llegan y proyectos que salen y vuelven a los cajones como si tuvieran vida propia.

El bueno de Antonio, echando mano de informes del Instituto Nacional de Estadística, recuerda que la despoblación rural se extiende ya por diez comunidades autónomas: las dos Castillas, Aragón, Asturias, Galicia, Extremadura, La Rioja, Andalucía, el sur de Navarra y el norte de Valencia. La Castilla rural tenía hace sesenta años cuatro millones de habitantes y ahora apenas supera el millón. Se han cerrado cuatro mil escuelas rurales y más de la mitad de la población supera ya los 65 años en pueblos de menos de doscientos habitantes. Otro dato, no menos preocupante: el INE calcula que de los 552.000 habitantes que España perderá en los próximos 15 años, 402.092 será en las comunidades que ya encabezan el ranking de territorios con mayor despoblación. Éramos pocos y parió la abuela.

En estos momentos, seis millones de personas se reparten el 60% del territorio español. También la soledad y el olvido. De los 288 pueblos de Guadalajara, 170 tienen menos de 100 habitantes. Miles y miles de metros cuadrados conforman este interminable desierto, al que de vez en cuando se acercan los políticos a prometer planes de desarrollo o la repoblación del  territorio, creando estímulos y subvenciones para emprendedores.

El problema es que los emprendedores siguen sin llegar y los cuatro vecinos que aún aguantan en muchos pueblos de la Sierra, de la Campiña o del Señorío de Molina se van muriendo, sin que nadie les tome el relevo.

Me alegra enormemente, como no podía ser de otra manera, que el alcalde de Sigüenza y presidente de la Diputación, José Manuel Latre, considere tarea prioritaria de la institución provincial luchar contra la despoblación rural, pero creo que esa “prioridad” se pone en marcha demasiado tarde. 
Ojalá me equivoque. Por si acaso, como en el pueblo de mi amigo turolense —“Teruel también existe”— que el último en irse cierre la puerta y apague la luz.
Ahora que ya tenemos los pueblos tan bien iluminados.

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Viñeta

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