El 16 de septiembre aconteció en La Miñosa el encuentro “Espora”, impulsado por la asamblea Unión de Pela. Allí se inició un debate, inconcluso, cómo no, que me gustaría retomar en estas páginas, ampliándolo y profundizándolo hasta sus últimas consecuencias, que son muchas.
Se nos reprochaba (cordial y educadamente, que conste) a los integrantes de la asamblea Unión de Pela no estar comprometidos con las luchas en torno a la paralización de la macro-granja de cerdos en Riofrío. Lo cierto es que varias integrantes de la asamblea asistimos a las primeras reuniones. No podía ser de otra manera ya que compartimos la creencia en los impactos profundamente negativos que este tipo de instalaciones ocasionan en el medio ambiente, y de manera muy significativa en el medio en el que se asientan, en este caso Riofrío del Llano y alrededores. Así que allí fuimos con nuestros planteamientos claros: “no” a las macro-granjas de cerdos.
En esas reuniones iniciales nos encontramos con una curiosa perspectiva. Lo que en ellas se planteaba era una negativa rotunda a la instalación de la macro-granja en Riofrío; pero sin cuestionar la macro-granja en sí como modelo de producción y las consecuencias que tal afirmación conlleva en los hábitos individuales de consumo. Una de nuestras intervenciones apuntó dos hechos importantes. En primer lugar que no sólo era cuestión de que no pusiesen la granja aquí, sino que esas granjas no deberían estar, si es que nos creemos nuestros propios argumentos, en ningún sitio. Si la granja genera malos olores, contaminación de aguas subterráneas, un volumen de purines difícil de gestionar de manera sostenible, y consume ingentes cantidades de agua... no la queremos en el término municipal de Riofrío ni en ningún otro. No queremos la granja en sí, esté donde esté. No queremos ese modelo de producción. Y en segundo lugar, como corolario a lo anterior, planteábamos que esas granjas existen porque luego venden la carne de cerdo a bajo precio en macro-tiendas. Y que si estamos contra las macro-granjas de cerdos (y lo estamos) no debemos seguir comprando los productos que generan, porque en último término que nosotras compremos es la razón de su existencia. En buena lógica, posicionarse contra las macro-granjas implica un cambio responsable en los hábitos de consumo.
Estos planteamientos fueron recogidos con frialdad y escepticismo por la mayoría de los asistentes. Se dijo que eso era mezclar las cosas y que había que centrarse en que no pusieran AQUÍ la granja. El sentir generalizado era un “aquí no”, mientras que nosotras (integrantes de asamblea Unión de Pela) planteábamos un “así no”. No entendíamos que se luchase por una causa sin asumir responsablemente lo que esa lucha implicaba en la vida diaria.
Posteriormente nuestros argumentos se apartaron definitivamente hasta el punto de que alguna reunión de la Plataforma contra la macro-granja ha acabado con una suculenta barbacoa... de carne barata de cerdo proveniente de alguna macro-granja, suponemos que lejana, para que no nos lleguen los olores a nosotros.
En el mundo anglosajón se ha acuñado un término para denominar esas luchas sociales que pretenden que los impactos ambientales generados por la industria no nos afecten directamente, pero que no cuestionan esas maneras de hacer las cosas siempre que los impactos recaigan en otros. Se denominan luchas NIMB, “Not In My Backyard”, traduciendo literalmente, “no en mi patio trasero”. Es un término verdaderamente certero. Los que siguen este planteamiento no cuestionan la acelerada producción de residuos a las que nos aboca la sociedad del ultraconsumo que padecemos, por ejemplo, pero lucharán a muerte si les quieren poner una incineradora al lado de casa; no intentan revertir el creciente consumo energético, pero de instalaciones de generación eléctrica en nuestro término municipal ni hablamos; no quieren dejar de comprar carne de cerdo tirada de precio en el Mercadona y nunca van a cuestionar el modelo que hace posible que esa carne esté ahí y esté a ese precio, pero consideran un ultraje la instalación de las granjas que hacen todo eso posible... en su patio trasero. Contraviniendo los principios éticos comunes a las religiones y a los principios filosóficos más ilustrados, desde Jesús hasta Kant, pareciera que no nos importa que nuestro prójimo sufra aquello que no queremos para nosotros mismos. Las luchas NIMB son sencillamente una estafa ética. Es un “sálvese quien pueda” disfrazado de moralidad. No se lucha contra la causa de los problemas sino que se intenta librar uno de ellos endosándoselos al vecino. Lo explicaba maravillosamente Miguel Ángel del Olmo, miembro de la Plataforma Pueblos, Valle y Salinas del Salado, en una entrevista reciente: “En Europa se hartaron de este tipo de negocio, lo trajeron a los países del sur [de Europa] y ahora las Comunidades Autónomas que lo padecen tratan de quitárselo de encima con legislaciones duras. Los proyectos emigran entonces a regiones que no les ponen impedimentos”. ¿Y adivinan ustedes dónde acabarán instaladas las macro-granjas de cerdos si logramos impedir que se instalen aquí? Pues sí, en algún país africano o asiático con pocos remilgos medioambientales. Y he aquí el núcleo de la cuestión. Veamos.
Poco podemos reprocharle a la lucha NIMB contra la macro-granja de Riofrío. En realidad todas vivimos en un proyecto de sociedad, si podemos llamarlo así, que es una gran hipocresía NIMB. Son nuestros modos de vida, conducidos inexorablemente por el modelo económico que nos gobierna, los que generan industrias nocivas cada vez más grandes, cada vez más numerosas y cada vez más lejos, para apartar de nuestra mirada sus deletéreas consecuencias. Lo queremos todo limpio, pero también queremos siempre más: más bienes, más dinero, más propiedades, más objetos y más barato. Y eso no es posible. Si tuviésemos en nuestro patio trasero las escandalosas consecuencias ambientales y políticas que nuestro modo de vida basado en el consumo acarrea para el planeta nos indignaríamos de tanta indignidad. Y eso podría ralentizar la máquina, y la economía no se lo puede permitir.
Nosotros, como buenos siervos, vamos desplazando las industrias más perniciosas desde el rico norte al pobre sur. Riofrío está en la ruta pero pronto el flujo histórico seguirá su curso. Y las granjas contaminantes se situarán finalmente en el mismo sitio en el que se encuentran las industrias más nocivas del planeta y los gigantescos vertederos de Occidente, a saber, en los países “en vías de desarrollo”, que por cierto llevan desarrollándose varias décadas pero siguen en el mismo sitio. De ese modo Occidente ya no sufrirá los efectos de la salvaje minería que posibilita nuestros juguetes tecnológicos, los mares esquilmados y contaminados que sustentan el pescado de nuestros platos y el trabajo en deplorables condiciones que permite los precios irrisorios de nuestros productos fabricados en el otro extremo del mundo. Ojos que no ven, corazón que no siente, como se suele decir. Sólo cuando la normalidad en el Tercer Mundo se asoma a nuestros patios traseros nos hacemos conscientes de las monstruosas consecuencias ambientales y políticas del modo de vida que seguimos. ¿Y ante tamaño desatino no tenemos más que decir que un “aquí no”? Es para preocuparse.
Decir “así no” implica comprometerse con los mercados locales, sostenibles y con bajo impacto ambiental. Es comprometerse con la reducción, el decrecimiento en casi todos los ámbitos bajo la premisa de que mucho es siempre demasiado y con poco debe ser suficiente. Es asumir que la felicidad no consiste en consumir de modo creciente y que cada artículo comprado conlleva una carga humana y ambiental que es imprescindible conocer; no podemos mirar hacia otro lado. Es, en definitiva, plantear una enmienda a la totalidad de esta fantasía milenarista en la que vivimos llamada capitalismo. Un sistema verdaderamente utópico, pues ostenta como premisa la necesidad de crecer siempre en un planeta irremediablemente finito. Y que se pone de perfil mientras se acumulan las consecuencias ambientales de su funcionamiento, desde la reducción drástica de la biodiversidad en los ecosistemas hasta el calentamiento global que ya estamos sufriendo en primera persona. ¿Hasta dónde llegará la degradación antes de la toma de conciencia de que es imprescindible vivir en equilibrio con la biosfera que nos acoge y de la que en último término dependemos como especie? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que todo este tinglado criminal se basa en un mito, el del crecimiento acelerado y perpetuo, que nos llevará a la ruina ecológica en las próximas décadas? ¿Qué alternativas podemos poner sobre la mesa? En las respuestas a estas preguntas nos jugamos nuestro futuro y el de todas las personas que vengan después. Reflexiona, actúa, cultiva patatas por lo que pueda venir... Y, por favor, si no quieres macro-granjas de cerdos, empieza por dejar de consumir los productos envenenados que generan.