Está claro que cada año tiene 365 días, salvo que sea bisiesto, pero convendrán conmigo en que hay años que se hacen más largos que otros, por mucho que tengan los mismos días. También los hay que llegan torcidos y no se enderezan en los doce meses restantes. Y el año que acaba de terminar —quizás por la matraca independentista o por contemplar el panorama político con un escepticismo e incredulidad desusada— pertenece al segundo grupo. Han pasado muchas cosas en España y en el mundo, todo está cambiando muy deprisa —para lo bueno y para lo malo— y nos asomamos al futuro sin tener una percepción clara de la transformación social que están generando las nuevas tecnologías.
En el 2017 se ha puesto de manifiesto que el terrorismo ya no actúa de forma selectiva y también hemos podido comprobar la fragilidad del sistema democrático y la vulnerabilidad de algunas de las estructuras que hasta hace algunos años nos parecían sólidas y resistentes a cualquier eventualidad. Prácticamente inamovibles. Ya no vale aquello que tantas veces escuchábamos en boca de nuestros progenitores y que venía a decir lo siguiente: “estas cosas siempre han sido así y lo serán toda la vida”.
Nunca hubieran imaginado que aquella leyenda del señor de las 365 narices que supuestamente se paseaba por el pueblo el día 31 de diciembre de cada año, pero al que nunca conseguimos localizar en nuestra más tierna infancia, perdería la credibilidad y el encanto por culpa de una nueva cultura dependiente de los móviles, las redes sociales, la inteligencia artificial olos algoritmos. Y que los Reyes Magos dejarían de tener como principal referencia y punto de encuentro la tienda de ultramarinos o el puesto de chucherías de la esquina. Hoy su atención se concentra en las tiendas de electrónica o en los servicios a domicilio de alguna distribuidora de videojuegos y artículos de alta tecnología.
Hay algunas cosas que permanecen, pero otras muchas han pasado a mejor vida y probablemente el uso que tenían ya nunca volverá a ser el mismo. Entre las cosas que permanecen, está la necesidad de contar historias y la demanda de información de los ciudadanos. Lo de menos es que ese derecho a estar informado se establezca a través de la prensa escrita, la radio, la televisión o Internet.
Hace ahora cinco años, concretamente en el número cero de “La Plazuela”, recordaba la importancia de contar con medios de comunicación que informen con rigor y honestidad de lo que está pasando. De medios dispuestos a confrontar distintos puntos de vista y a recoger en sus páginas las diferentes opiniones y sensibilidades de los ciudadanos. Pero también advertía —sin que tenga que cambiar ahora ni una coma— de la difícil situación que atraviesa la prensa escrita. “Cada día se cierran puertas y ventanas a la libertad de expresión y al derecho de los ciudadanos a estar informados. Son ya muy numerosos los amigos y compañeros que no pueden asomarse cada día a las páginas de importantes periódicos nacionales para explicar algunas de las cosas que están pasando. Y del panorama de la prensa nacional y provincial ni hablamos”.
La situación apenas ha mejorado. La recuperación económica es evidente, pero el daño es en muchos casos irreversible. Desde 2007 hasta hoy, se han quedado sin trabajo gran cantidad de profesionales excelentes y han dejado de visitar los kioscos de prensa millones de lectores. Aunque la influencia de los periódicos está por encima de la competencia “online”, ese valor añadido no ha impedido la caída continuada de las ventas durante la crisis de estos últimos años ni en los inicios de la recuperación económica.
Sin embargo, tampoco deberíamos enterrar el papel antes de tiempo. Los periódicos, por lo menos en mi caso, son aquellos que huelen a tinta, los que te manchan los dedos, los que te permiten releer o detenerte en el artículo que ha escrito uno de tus columnistas de referencia, aunque a veces te parezca pedante y rebuscado.
Recordando aquel primer artículo de bienvenida en “La Plazuela”, me parece obligado insistir en que sin medios de comunicación no hay democracia. O, si lo prefieren de otra manera, que sin una prensa libre los abusos quedan muchas veces impunes y no se dan las condiciones necesarias para el buen funcionamiento de una auténtica democracia. Por esta razón es tan importante la solvencia y la responsabilidad en el ejercicio del periodismo. Todos deberíamos de tomar nota y asumir la correspondiente dosis de autocrítica que a cada uno le corresponda.
Es verdad que la falta de profesionalidad de algunos y el sectarismo de otros han propiciado cierta desafección y descrédito en la opinión pública; pero no olvidemos tampoco que uno de los recursos más habituales de los poderes públicos y de sus representantes frente a las críticas es intentar matar al mensajero. O, como ya viene siendo habitual, utilizar las redes sociales para machacar al adversario. No voy a poner ejemplos, pero seguro que a todos nos vienen algunos nombres a la cabeza.
La transparencia que tanto pregonan algunos, y que rara vez ponen en práctica, tiene que dejar de ser la asignatura pendiente de nuestra democracia. La regeneración democrática —otra materia que sigue en suspenso desde hace algunos años— no se entendería sin unos medios de comunicación solventes y dispuestos a explicar y a contar sin cortapisas a los ciudadanos la gestión que están llevando a cabo ministros, diputados, alcaldes y concejales.
De ahí la necesidad de que periódicos como “La Plazuela” sigan cumpliendo años.