Hace unas semanas cayó en mis manos un libro de viajes de Julio Llamazares, “El río del olvido”, que en su momento —principios de los noventa— debí dejar aparcado para mejor ocasión. En esta obra el escritor recorre el territorio y los paisajes de los veranos de su infancia, siguiendo el curso del río Curueño —“el solitario y verde río que atraviesa en vertical el corazón de la montaña leonesa”— con incursiones a los pueblos casi deshabitados que encuentra en sus inmediaciones. El silencio y la soledad se le aparecen en buena parte de su recorrido.

Aunque el reencuentro con este interesante relato viajero de Llamazares no fuera premeditado, llegó en el momento más oportuno. Cuando cualquier distracción es buena para contrarrestar el hastío que produce la actualidad política y el ruido que provocan las declaraciones de unos y de otros en las redes sociales. Especialmente, las idas y venidas del prófugo Puigdemont y los consiguientes debates que genera el problema catalán. Da mucha pereza tener que aguantar las últimas ocurrencias y estrategias del independentismo, mientras millones de ciudadanos siguen sin saber que va a pasar con lo suyo: cuándo se van a ocupar de los problemas y hasta cuándo durara este sinsentido.

“El río del olvido” de Julio Llamazares, como la última novela de Javier Marías, “Berta Isla” que estoy leyendo en estos momentos, no hacen ruido y puede que incluso tengan efectos terapéuticos para quienes vivimos pendientes de la actualidad. No es fácil desconectar, pero por intentarlo que no quede. Y  tampoco es incompatible la lectura sosegada y el silencio con el ruido y el enfrentamiento dialéctico.

Alguna vez me he preguntado, como se preguntaba el escritor y periodista de Palafrugell (Girona), Josep Pla, al verse sorprendido por la grandiosidad y la iluminación de la ciudad de Nueva York, lo siguiente: “¿Y quién paga todo esto?”. ¿Quién paga los gastos de esta endemoniada fiesta secesionista y los destrozos ocasionados durante la misma? ¿Y quién paga a los ciudadanos catalanes, víctimas colaterales que asisten a la fuga de empresas, al incremento del paro o a la crisis del turismo? O, si lo prefieren, ¿por qué la incertidumbre generada por el proceso independentista tenemos que sufrirla también el resto de los españoles en forma de un menor crecimiento económico? Son interrogantes que podrían extenderse a otras cuestiones políticas y sociales que están en la mente de todos.

No, no es fácil salir corriendo o mirar para otro lado. En cuanto bajas la guardia, ya estás de nuevo atrapado en este bucle que no parece tener fin. Por mucho que te quieras aislar, por mucho que intentes desconectar, apagando la radio o cambiando de canal, al menor descuido, te toparás con el “procés” y sus circunstancias.

Siempre habrá una emisora, una tele o un periódico —en papel o en versión online— que te recordará, como en el cuento de Augusto Monterroso, la misma pesadilla: “cuando despertó, el dinosaurio seguía allí”. Este es el problema. Que el conflicto no acaba, que han vuelto a colocar de nuevo las fichas en la casilla de salida y que la partida va para largo. Inasequibles al desaliento, los independentistas han conseguido con un esfuerzo digno de mejor causa deteriorar la imagen de España en el exterior. Han infringido un daño irreparable a nuestras instituciones democráticas, que tendremos que pagar todos los ciudadanos de este país, con una hipoteca incluida que se verán obligados a amortizar nuestros hijos. Un futuro nada halagüeño para las nuevas generaciones.
Otro de mis autores favoritos, Antonio Muñoz Molina, apuntaba recientemente,en un artículo publicado en “El País” otro de los males que aquejan a nuestra convivencia en democracia: el peligro que acarrean las declaraciones improvisadas, las incontinencias verbales, las reacciones inmediatas en redes sociales y la clamorosa falta de argumentos y debates sosegados en los que se intente recuperar el sentido común y se priorice el interés general sobre los intereses partidistas y electorales.

Mientras Julio Llamazares recuperaba la memoria de su infancia a orillas del Río Curueño, los que nos despertamos al mundo junto al Río Salado y pasamos después nuestra adolescencia y parte de la juventud a orillas del Río Henares, pensamos que ya va siendo hora de poner fin a esta espiral del “y tú más”. España no se merece este ruido, casi siempre innecesario, de nuestros dirigentes. En medio de las refriegas, y antes de que sea tarde, alguien tendrá que reflexionar y recapacitar. Si no queremos perder los logros conseguidos en cuarenta años de democracia, alguien tendrá que poner fin al espectáculo que estamos dando; alguien deberá reparar en la necesidad de recuperar la cordura para sacar esto adelante. Y dejar de echar la culpa al adversario…

Muchos lo agradeceríamos, hasta por adelantado. Aunque solo sea para poder disfrutar con un poco más de calma de las cosas pequeñas. Para disfrutar también en silencio de esos paisajes que permanecen en la memoria; de ese  silencio apenas alterado por el rumor de los ríosde nuestra infancia.

Como me ha hecho recordar recientemente la lectura de “El río del olvido”, de Julio Llamazares.

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