Cuando tener un título universitario estaba reservado a una minoría de españoles y las familias más modestas consideraban una proeza poder conseguir que alguna de sus criaturas tuviera la oportunidad de hacer una carrera, era mucho más lógico que se viera con buenos ojos la costumbre de enmarcar y colocar una hazaña como aquella en el salón de casa, en el recibidor o en el despacho del flamante graduado, licenciado o doctorado.
Por el contrario, cuando alguien sin acabar los estudios superiores presumía de haber pasado por las aulas de una universidad o en su entorno familiar se hacía gala de un expediente académico inexistente, se decía, y con razón, que el hijo de fulanito o fulanita, menganito o menganita había hecho “la carrera del galgo”. Probablemente no hubiera traspasado nunca el vestíbulo de una Facultad, pero adornaba mucho, pese a laduda y la sospecha de que el “galgo” en cuestión lo hubiera al menos intentado.
Tener a un hijo con carrera en aquella España predemocrática de los planes de desarrollo era un motivo de orgullo, como lo había sido en épocas anteriores tener un hijo sacerdote, un retoño militar o un empleado de banca. Sin embargo, a partir de la década de los sesenta —y de forma más acentuada en los setenta y ochenta— la Universidad se hizo interclasista, dejó de ser un coto cerrado para quienes disfrutaban de mayor solvencia económica y comenzó a convertirse en una fábrica de dar títulos.
A mediados de los setenta, cuando yo llegué por primera vez al campus de la Universidad Complutense, las aulas ya comenzaban a quedarse pequeñas y en algunas facultades la masificación generaba verdaderos problemas logísticos. Por ejemplo en la Facultad de Derecho, en la que también estudié varios cursos. Y eso que, por circunstancias que no vienen ahora al caso, pasábamos mucho tiempo fuera de las aulas, participando en asambleas, huelgas y manifestaciones.
Pasado el tiempo, con la perspectiva del profesional que dedicó algunos años de su vida a estudiar con beca para obtener el título de Licenciado en Ciencias de la Información, Rama de Periodismo, me doy cuenta de que aquellos planes de estudio que entonces estaban en vigor sólo servían para justificar el generoso reparto de diplomas y certificados con el sello del Ministerio de Educación y Cultura. El título estaba muy bien para colgarlo de la pared e impresionar a las visitas, pero no servía para otra cosa, salvo para que te dieran un ostentoso carnet que debo de guardar por ahí en algún cajón y para que te inscribieran en el registro oficial de periodistas. Lo que servía entonces, y lo que realmente sirve también ahora para ejercer la profesión de informar son los deseos de aprender, la experiencia, las ganas de trabajar, el interés por lo que está ocurriendo y la capacidad que tenga cada cual para explicar lo que está pasando a sus lectores, oyentes o telespectadores. Sin título o con título, pero de forma ordenada y honesta.
La fiebre por acumular títulos y máster universitarios —algunos de ellos de manera fraudulenta, como hemos podido comprobar recientemente en la última presidenta de la Comunidad de Madrid— me parece un desvarío. Una absurda afición a colgarse medallas, que no vienen avaladas por la brillantez y los méritos del “galardonado”, sea médico, abogado, ingeniero, arquitecto o farmacéutico. Desgraciadamente, la enseñanza en España —gran asignatura que seguimos teniendo pendiente por culpa de la clase política y del deseo de adoctrinamiento partidista— no se plantea como una herramienta eficaz para pensar por tu cuenta y para aprender sobre las materias a las que vas a dedicarte en el futuro, sino como un requisito obligado para obtener un título. Y, como decía anteriormente, para inscribirte en el colegio profesional correspondiente, además de apuntarte en la cola del paro.
La importancia de los títulos —eso que se ha dado en llamar titulitis— es bastante engañosa. La experiencia me dice que un buen abogado o un buen cirujano no es precisamente aquel que tiene en su despacho o consulta una galería de cuadros firmados por el Jefe del Estado. He conocido a profesionales relevantes que no necesitaban exhibir en sus lugares de trabajo un amplio muestrario de títulos y reconocimientos para dar fe de su gran sabiduría. Al igual que he visto a profesionales bastante mediocres presumir de toda la parafernalia de diplomas y medallas que fueron acumulando a lo largo —y sobre todo a lo ancho — de su trayectoria profesional.
Durante algunas semanas hemos comprobado la desfachatez y sinvergonzonería de algunos dirigentes políticos —de distinto signo y condición—, borrando de sus currículos máster que no tenían; títulos universitarios ficticios, pero que servían para mejorar el pobre bagaje del susodicho; cursos y diplomas fantasmas en las más prestigiosas universidades norteamericanas; con el único objetivo de presumir y epatar. Pero los portadores de esos supuestos méritos académicos, como escuchaba decir en mi infancia a gente sin formación académica, aunque con una sabiduría natural innegable, sólo han hecho “la carrera del galgo”. Cosa que, por otra parte, tampoco es un problema, ya que el ejercicio de la política —al menos hasta ahora— no está vedado a quienes ni siquiera han llegado al graduado escolar.
La universidad de la calle, los viajes, las lecturas o los conocimientos adquiridos a través de la experiencia no figuran en un documento que, debidamente enmarcado, permita cubrir un hueco de la pared.
Sin embargo, son títulos que están ahí. Sin sellos oficiales, ni falsificaciones.