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El vegetalismo es una idelogía, como todo lo que acaba en ismo, desinencia que por casualidad se parece al sustantivo istmo y que, curiosamente, sirve para la misma cosa, o sea para separar. Mis maestros de ciencia política me enseñaron que todas las idelogías son falsas, que solo son verdades parciales elevadas a principios universales, que además lo son así por definición, es decir, etimológicamente (una idea, que bien poco es, elevada al nivel del logos, es decir al de la explicación). Si analizamos los dos opuestos clásicos, en un lado está el comunismo, también llamado socialismo, que sostiene que la comunidad es la medida de todas las cosas, mientras que el liberalismo, en la orilla opuesta, concibe el mundo como individuos cargados de derechos entre los que no cabe comunidad alguna más allá de los intereses particulares. Marx, que se tragó sin masticar al “intenso” de Hegel, pensaba que la lucha de clases era, nada menos, el motor de la Historia, mientras que Smith y los suyos afirmaron que la libre competencia era el único mecanismo posible de organización social, anunciando que todo recaía en algo “invisible” (la famosa mano) que, al parecer, tenía poderes esotéricos, dicho todo sin despeinarse siquiera. Ideas, ideitas, o incluso simples ocurrencias con pretensión de universalidad. No busquen más en ninguna ideología.

Pero esta nuestra, no. Es el primer caso en la historia en el que nos encontramos ante una ideología verdadera. Porque, como resulta obvio, todos somos vegetales. Luego el vegetalismo es por definición completo e incluyente, integrador y total, sobre todo esto último. Al fin y al cabo, entre el paramecio y la euglena solo media un cloroplasto. Todos somos vegetales, unos con función fotosintética y otros, más imperfectos, sin ella, pero no por ello menos celulares y menos acuosos. Sí, ya sé que el mismo Stalin o incluso Locke pudieron decir cosas que suenan superficialmente parecidas, que lo suyo era lo bueno y lo de los demás no. Pero jamás ha habido una ideología que contemple por igual a todas las células del mundo. Estamos ante la ideología más absoluta, digo bien, jamás imaginada. Podemos llamarla vegetalismo o quizá cloroplastismo, pero quizá lo primero pueda cuajar más, me da la nariz.

Los derechos de los seres cloroplásticos son los mismos derechos de todos los vegetales, fotosintéticos o no, equivalentes todos. Porque no vamos a caer aquí en otorgar derechos a nadie, como hacen a veces los humanicistas, también llamados antropocistas, hacia otros seres equivalentes, reafirmando, sin saberlo, la prevalencia de su poder. Así hacían los reyes de corte feudal hasta tiempos remotos hoy felizmente pasados y olvidados, por ejemplo en el 1978. Los derechos se han de ganar colectivamente, es decir, entre todos, si se quiere que lo sean en lugar de concesiones. Si alguien tiene el poder de dartelos lo tiene también de quitártelos, como aprendieron mal y tarde los franceses en 1793. Solo el derecho que se concibe entre los que se someten igual y voluntariamente a él es derecho que nadie puede fulminar unilateralmente. La nación política vegetal, como un cuerpo político heterogéneo pero universal y completo en sí mismo, ha de elegir destino y dotarse de derechos y obligaciones por un mecanismo que garantice perfecta equivalencia de poderes individuales fundadores. Para eso es necesario un proceso constituyente en el que absolutamente todos los seres celulares, es decir, vegetales, diseñen con plena voluntad como individuos libres su ley primigenia, es decir, unas reglas del juego cimentadas en la absoluta paridad fundadora, se posean cloroplastos o no, de todos los miembros del cuerpo político (libertad política colectiva). Sin ello, no se puede hablar de derechos, como mucho de libertades graciosamente concedidas por una parte del todo político indiviso erigida artificialmente en dueña del poder.

Todos somos equivalentes en nuestra vegetalidad. Primero porque lo vegetal es lo primigenio y, de alguna manera, todos hemos nacido de vegetales en algún momento pasado de la historia. Pero además, porque sin lo vegetal no existe la materia que constituye lo orgánico. La vida no es posible sin esos pequeños tilacoides cargados de clorofila. Todos somos seres celulósicos por herencia, pero sobre todo por sustancia. En realidad, si seguimos nuestros razonamientos, estamos en un estado de cosas que resulta inadmisible. Afirmo y elevo a postulado básico emanado de la lógica más aplastante, que a nadie se le ocurrra llamarlo simple idea, que, como seres vegetales que somos no podemos seguir deglutiendo otros organismos legalmente equivalentes. Es obvio que va contra derecho y, aún digo más, contra natura. La nación vegetal ha de buscar una alternativa, no es admisible que una parte de ella siga devorando a la otra como si de un dios mitológico en un cuadro de Goya se tratara. Es necesario crear el bistec sintético a partir de la pureza pimordial de elementos fotoeléctricos expuestos al sol, o su equivalente tecnológico.

Cuando me ponen un plato de lentejas siempre dejo a un lado las legumbres y devoro, con respeto siempre pero nunca sin fruición, el chorizo y el tocinillo. Entrañas que, como tales, no son más que una parte, al contrario que cada lenteja, que es por sí misma una vida, una promesa de futuro, un todo completo. Igual me pasa con la fabada y con el cocido montañés, o no digamos con un tomate, receptáculo de una miríada de semillas que los antropocistas, tan parciales e injustos ellos, untan sin remordimientos en el pan para después convertir en bolo alimenticio (yo suelo comerme el jamón y dejar el pan con su unte, ya se imaginan). La nación vegetalista deberá prontamente, una vez constituida legalmente, enunciar leyes contra la atrocidad inter pares. Cloroplastus sumum.

Ahí queda enunciado el vegetalismo, la propuesta más universal que ha concebido un conjunto de células en toda la historia de la vida en la Tierra. Aunque, ahora que mentamos la universalidad, quizá debamos ir más allá. Nuestros razonamientos nos llevan a un avance definitivo que podría resultar un simple paso para un vegetal, pero un salto de gigante para la nación vegetalista: ¿Por qué quedarse en lo vivo? ¿Por qué restringirse a la mortal célula? ¿Acaso no existe algo más universal aún que la materia orgánica? Sí, querido lector vegetal, como ser consciente y sensible estarás pensando lo mismo que yo. Somos mucho más que simples células. Pero ya no tenemos espacio hoy para hablar del mineralismo.

Julio Álvarez

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