Hace poco se cumplió el trigésimocuarto aniversario de la catástrofe de Chernóbil. Recientemente leí un libro con las intrahistorias de sus protagonistas, a las que dio voz la premio Nobel Svetlana Aleksiévich. Recuerdo algunos relatos con estremecimiento, bien por su crudeza intrínseca o bien por todo lo contrario, el tono de cotidianeidad. En todos flota aún el estupor de quien habla y la herida que aún supura. ¿Cómo será el después de la COVID-19? Casi todos nos hacemos esa pregunta, muchos aventuramos respuestas en la intimidad y otros, las publican. No sé qué da más miedo, si el propio “bicho” o el después. Y, más aún, me asusta el cómo se va a gestionar por unas personas que no han visto a un científico ni en pintura y su idea de la ciencia es de cuando hacían volcanes con coca-cola en el colegio. Bueno, ahora ni eso: lo verían en un video de youtube.
Vagón con asientos (Chair Car). Edward Hooper. 1965.
Por eso quizá muchos medios de prensa, que ya no saben qué nuevo añadir sobre el monotema, amén de los “tuttólogos” de facebook, indignados de twitter, graciosillos de youtube y voceros de whatsapp, se hacen ahora eco de las profecías de los científicos, que ya vieron venir lo que está pasando. Esto ya se sabía. Aparecen ahora epidemiólogos, virólogos, inmunólogos… cuyos nombres empezamos a manejar como antes lo hacíamos con las alineaciones de los equipos de La Liga. El “ya lo dije” resuena, con mayor o menor disimulo, en sus palabras, pronunciadas en videos caseros y con expresión de cansancio, más vital que físico. Es que es lógico. Muchos de mis autores de referencia de toda la vida (Edward O. Wilson, Jared Diamond, David Quammen…) y otros que he ido conociendo más recientemente (Yuval Noah Harari, David Wallace-Wells…) ya lo advertían. Y eso que no son expertos en pandemias. Son divulgadores y científicos. Cada uno de lo suyo, que además han sido bendecidos con el don de la pluma y lo aprovechan para ilustrarnos. Pero desde luego no son adivinos. Basan sus aseveraciones en los trabajos de otros, que se molestan en digerir y trasladarnos con textos claros y sencillos. Iba también a decir concisos, pero eso ya no, en honor a la verdad: sus libros ocupan muchos centenares de apasionantes páginas. Nótese que en este saco ni siquiera incluyo la supuesta clarividencia de Bill Gates, cuyos negocios desconozco si son turbios (por lo poco que sé, lo dudo) ni de las teorías conspiranoicas que hablan de un virus escapado o incluso fabricado en un laboratorio (por lo poco que sé, también en este caso, vuelvo a permitirme dudar). Las predicciones de estas personas se basan en la ciencia. En algo que lleva estudiándose décadas, no era ningún secreto. Otra cosa es que a nadie le interesara, excepto a algunos guionistas de películas de serie B o telefilmes de polis con forenses en el reparto. Lo que sí parece de ciencia ficción es que, a aquellos en cuyas manos ponemos nuestras vidas, tampoco les haya importado hasta ahora. A todo el mundo le ha pillado esto mirando para otro lado, sin planes de contingencia ni siquiera aproximados. Tienen que ser todos estos expertos de salón (lo que se dice “cuñaos” de redes sociales, valga la redundancia) los que descubran ahora a profetas y adivinos que lo único que hacían era clamar al cielo por lo evidente de la amenaza. Recomiendo la lectura de “Zona Caliente” de Richard Preston, escrita a finales del pasado milenio (1994) en la que se relata la búsqueda de las causas del Ébola en África. La obra se lee (y se sufre) como una novela, pero es la historia real. Ya en ella aparecen los famosos murciélagos, hace décadas que se les conoce como importantes vectores de zoonosis. Ahora lo que estamos consiguiendo es que se odie a estos animales por lo que “nos hacen”, en lugar de apreciar su maravilloso sistema inmune, que debería darnos las claves para superar ésta y otras pandemias. Podemos incluso remontarnos más para entender la tormentosa relación entre el ser humano y los animales, y cómo los virus han aprovechado los puentes que les tendíamos, una de las razones por las que Diamond dice que el mayor error del ser humano fue hacerse sedentario en el Neolítico. Es lógico pensar que, a medida que presionamos más sobre el hábitat natural de los animales salvajes, nos los comemos o comerciamos con ellos, nos dejen de vez en cuando algún “regalito”. Esta es sólo una pandemia más. Vendrán otras. Si yo, simple lectora, ya lo había escuchado repetidas veces, ni me imagino la frustración de estos científicos al ver cómo se les hace -aún en medio de esta situación- caso omiso. Carnaza para los expertos de salón.
Katia Hueso Kortekaas