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La prensa nos bombardea a diario con las consecuencias presentes y futuras de la pandemia. La mayoría de ellas, cómo no, catastróficas en lo social, en lo económico e incluso en lo personal. Lo que tenemos claro todos es que nuestras vidas ya han cambiado para siempre; habrá un antes y un después de la Covid. En algunos casos serán, ojalá, cambios para bien. Mejores protocolos sanitarios, hábitos de higiene, innovación en los ámbitos escolar y laboral, flexibilización de horarios, o quizá una mayor sensibilidad para con el otro. Pero ahora que estamos aún en medio de ella, me gustaría mencionar lo que considero algunas oportunidades perdidas de la pandemia.

Pasado ya un año desde el inicio de esta experiencia colectiva, hay una serie de aspectos que se podrían haber aprovechado para mejorar la sociedad y que nos ha pillado mirando para otro lado. El primero y principal es la cultura científica, asignatura pendiente en estas latitudes. ¿Cuándo antes nos habíamos expuesto a tanta información técnica? Disciplinas oscuras para la mayoría como la inmunología, virología, epidemiología, estadística… han recibido un protagonismo inusual. Y, sin embargo, poco trabajo se ha hecho para hacerlas más accesibles a quienes desconocemos sus arcanos. No se ha informado más allá de lo evidente –hay un virus ahí fuera– y, en su lugar, se ha dado voz a quien más grita. Los políticos, por supuesto, han utilizado al bicho como arma arrojadiza (pese a su forma esférica, debo recordar que su tamaño impide usarlo para ese fin). Peor todavía es el espacio que se ha dado en los medios a personajes que claramente eran tan legos como la mayoría de nosotros, pero que aprovechan su visibilidad en otros ámbitos para ventilar opiniones con escasa chicha. Actrices, cantantes, deportistas… ocupan páginas de prensa, escupen tuits o encabezan manifestaciones cuya fundamentación no se sostiene por ningún lado. Se ha perdido una gran oportunidad de popularizar la ciencia, de valorar el método, el rigor, la paciencia, la perseverancia, el análisis ecuánime, concienzudo, sistemático y reposado que requiere. Habrá camisetas del Sr. Simón, pero yo me podría antes una de los Drs. Tureci y Sahin, los primeros científicos en desarrollar la vacuna.

Otras oportunidades perdidas tienen que ver con la salud pública. Si la obesidad es un factor de riesgo para los enfermos de Covid, ¿por qué, en vez de estigmatizarlos, no se aprovecha para inculcar hábitos saludables de alimentación? Qué gran ocasión para informar sobre cómo alimentarse mejor, para reducir el riesgo de obesidad, diabetes, hipertensión; mejorar la inmunidad, etc. Igualmente clamoroso es el caso del tabaco. Fumar en la calle es una de las pocas razones justificadas para quitarse la mascarilla. De ese modo, comparten con todos los que estamos alrededor, gratis et amore, el humo de segunda mano. Y, de paso, dejar a nuestra imaginación si ese humo viene con inquilino o no. ¡Qué oportunidad perdida de prohibir, al fin, fumar en espacios públicos! Dado además que sólo se puede acudir a la hostelería en el exterior, de por fin poder disfrutar de una terraza sin la dictadura del tabaco ajeno. Fumar debería, de una vez por todas, quedar relegado al ámbito estrictamente privado: el hogar.

Siguiendo con la salud: si el deporte es la solución, ¿por qué cerrar polideportivos? ¿por qué sólo se dio bula a los deportistas de élite? Practicar deporte al aire libre debería ser una prioridad para todos, también por salud mental. Sirve, además, como espacio seguro de encuentro –mascarilla y distancias mediante– que permite socializar y cuidarse al mismo tiempo. Y ya que hablamos del aire libre, la educación también parece haber perdido este tren. Confinar a los niños en las aulas, sin permitirles salir siquiera al patio, como ha sucedido, ha sido una medida carcelaria y contraproducente a corto y largo plazo. La falta de movimiento ha ido en contra de todo lo que he dicho antes. La digitalización ha venido muy bien, sí, pero no sin grandes desigualdades. ¿Por qué no buscar una solución más simple, segura y equitativa?: dar las clases al aire libre. Claro que eso requiere un cambio profundo que va más allá de abrir la puerta y salir. Hay que querer, familias y profesionales. Educar al aire libre, como está más que demostrado, sería beneficioso a corto y largo plazo, para el aprendizaje, la salud física, mental y emocional y, en última instancia, la del planeta. Quién sabe, si todas estas propuestas, de hecho, contribuirían a mitigar los efectos de futuras pandemias o incluso llegar a prevenirlas. Estamos a tiempo.

Katia Hueso Kortekaas


 

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