Tardes de tormenta y mañanas con olor a tierra mojada, pinocha seca, romero y cantueso en los senderos del pinar. Un año después, las lluvias de la primera semana de julio llegaron para celebrar el final de una larga ausencia. El arroyo que baja desde la fuente de los Tiemblos hasta el Oasis había recuperado el caudal de la pasada primavera y los caños de las fuentes del Mocho y del Tejar se quitaron por unos días las telarañas y dejaron que corriera por su interior un hilo de agua.
Un año después, el pinar de Sigüenza volvía a estar ahí. Donde siempre. Con las praderas pobladas de jaras en flor, regalando a la vista del caminante sus pétalos blancos y sus corolas amarillas. Con las viejas heridas provocadas en los pinos por los resineros de antaño ya casi cerradas, apenas perceptibles. Con algunos corzos que se detienen en la orilla de un barranco, mientras escuchas el arrullo de una paloma torcaz y el tic-tac del pájaro carpintero (picapinos) sacando resina y perforando la corteza de algunos troncos. O viendo sobrevolar a una mariposa entre los arbustos o posándose encima de la flor del romero. Con la arena todavía mojada por la tormenta del día anterior, que dibuja surcos en medio de los senderos y saca a la superficie las raíces de los pinos más cercanos.
Fuente del Tejar.
Es un regalo caído del cielo llegar a Sigüenza, después de tanto tiempo de ausencia obligada – por confinamientos perimetrales y restricciones a la movilidad – y encontrarte la ciudad limpia y recién lavada por los últimos temporales. Pero todavía es mayor regalo levantarte al día siguiente muy temprano y sentir en la piel la brisa de la mañana, junto a las praderas de Valdelagua o al pie de la Peña del Huso, después de haber dejado atrás el campamento de Don Daniel, siempre en mi recuerdo.
Esa obra de Don Daniel, llena de pinos, ilusiones y tiendas de campaña, tiene continuidad gracias a aquellos niños de campamento que crecieron y hoy se han convertido en monitores. Jóvenes seguntinos logran lo que parecía imposible: mantener viva la llama de “Abriendo camino”, encendida en los años setenta.
Con la mascarilla siempre a mano – en el bolsillo o colgada del brazo – para cuando te cruzas con otros senderistas, uno va también “abriendo caminos” y sintiendo la paz y el silencio de esas primeras horas del día, antes de que el calor comience a apretar y los rayos del sol caigan con más fuerza por los ribazos.
Desde la fuente de El Tejar, donde tan buenos ratos echaba con mis suegros y con mis hijos de pequeños, comienza una leve subida que termina – cogiendo el sendero de la izquierda – en las praderas de Valdelagua, escenario de juveniles excursiones y meriendas. Es nuestra arboleda perdida, pero nunca olvidada.
Como tampoco podemos olvidar que Sigüenza tiene en su pinar una gran reserva natural; uno de los mayores patrimonios medioambientales de la comarca. Es, sin duda, ese pulmón necesario por donde respira el alma serena y tranquila, lejos de viejas y nuevas batallas.
Un corzo en el pinar.
Hay una pregunta que me encanta escuchar cuando llego a Sigüenza, salgo de casa y me dirijo a comprar el pan y el periódico: “Pero ¿qué prisa tienes?” Pues eso. Mejor con calma, que bastante ha corrido y se ha estresado ya uno ejerciendo el periodismo por la capital de España.
Así que ahora, toca recargar las pilas en el pinar. Sin agobios. Y pasear por la Alameda, escuchar las campanas de la catedral desde la Fuente Nueva, ver cómo cae la tarde desde la Plazuela de la Cárcel o desde la Plaza Mayor… y, cómo no, contemplar al alba las copas recortadas de los pinos y chopos que rodean el legendario y ahora abandonado campo de fútbol Martín Cañamón, o escuchar el canto de algún pájaro entre los sauces y contemplar las rocas cubiertas de musgo y el brezo que ocupa los claros que dejan los pinos en algunas laderas.
Cada vez que veo un pájaro carpintero – cosa que no ocurre con demasiada frecuencia – recuerdo un episodio de mi infancia, cuando todavía vivía en el pueblo. Un incidente del que fui testigo directo. Me viene a la memoria la imagen de un amigo, algo mayor que yo, que, dejándose llevar por la curiosidad, introdujo la mano en el agujero perforado en el tronco de un olmo, junto a la carretera, de un diámetro tan pequeño que no había forma humana de poder luego sacarla.
Recuerdo aquella escena, pidiendo ayuda y con la mano del amigo cada vez más enrojecida y atrapada en aquella cavidad, a merced de las crías que habitaban el nido.
Pero en estas situaciones un tanto insólitas nunca puede faltar el gracioso de turno. Y en aquella ocasión se acercó un señor mayor, con la boina calada, dando ideas. “Lo mejor sería cortar el árbol”, decía, mientras mi amigo gritaba a los cuatro vientos: “¡Que me pican, que me pican!”.
Desde aquel tiempo ya lejano, siempre he admirado y respetado el trabajo de los pájaros carpinteros.
Javier del Castillo