Hace unos años, una ministra fue muy vilipendiada por decir que el dinero público no es de nadie. Sin embargo, creo que tenía razón y que lo que pasó es que se quedó a mitad de la frase: El dinero público no es de nadie... en concreto, porque es de todos. Tan de todos como la soberanía nacional, esa que se cuestiona día sí y día no.
Pero ese dinero, proporcionado por los contribuyentes, que pasa a ser un bien común, debe ser gestionado correctamente. Y se gestiona por aquellos que elegimos entre los candidados que nos son propuestos en cada elección, estableciéndose un contrato que presupone lealtad y confianza mutua por el que una parte se compromete a administrar el bien público con honestidad, transparencia, diligencia, bajo el amparo de la ley, atendiendo a la voluntad, deseos y necesidades de los representados, y la otra, a asistir lealmente a esos gestores, velando porque no desvíen sus acciones, aunque correctas, hacia zonas de dudoso resultado práctico.
En definitiva, y abandonando cualquier pedantería, lo ideal es que administrados y administradores busquen, en principio, la mutua satisfacción y el éxito, algo a lo que todo político aspira y que suele ser recompensado con un nuevo mandato, una nueva oportunidad de planificar la siembra y recoger los frutos.
El problema es que ésto, más o menos, está pensado para un mundo poblado de deseos satisfechos y unicornios rosas, donde, como advertía Cela, tras un papeo en casa de mi abuelo, las buenas meriendas hacen pensar en „mariposas gentiles“ y otras zarandajas.
La realidad, por el contrario, suele gustar de baños de agua helada y es mucho, muchísimo más áspera, por lo que a veces, administrador y administrado no están de acuerdo y se ponen a cara de perro, desplegando el primero todos los recursos del poder político y el otro alzando la voz y encendiendo el foco de la duda sobre una gestión que, por lo general, es bienintencionada aunque parezca seguir el lema absolutista de „todo para el pueblo, pero sin el pueblo“, lo que a ojos de éste, podría traducirse en ninguneo.
¿Y el motivo?. Ah, ¡el motivo!. Éste oscila entre lo gravísimo y la banalidad, como algunas discusiones de herencia entre hermanos, que se enfrentan por la posesión de un candil.
Claro que aquí hay dinero para gastar, y esa es la cuestión, estando todo el mundo de acuerdo en que ese dinero debe ser gastado en el plazo correspondiente y hasta el último euro, porque dejar de recoger el maná sería una blasfemia.
La discrepancia ha surgido en la forma y destino de ese gasto, pues vivimos en un país, España, donde, si se hubiera mantenido el aspecto de poblaciones históricas como Valladolid, Zaragoza, Orihuela o tantas otras por doquier, incluído el mismo Madrid, perdidos los rasgos de su historia y magnificencia entre feos bloques de viviendas impersonales, hubieran podido figurar entre los destinos turísticos mundiales. Pero el aluvión de dinero, las prisas y el caos urbanístico han convertido buena parte de sus barrios en incómodos conglomerados sin interés para el visitante.
Y para guinda, se vienen salpicando con caras ocurrencias de modernización cuya ubicación no siempre se justifica, que „actualizan“ o „incorporan al lenguaje de la modernidad“ restos de edificios históricos entre enormes maclas de cemento o arrasan lugares emblemáticos, dejando apenas una muestra justificativa, como pueda ser una portada.
Parque de la Alameda de Sigüenza
Se acompaña esta tendencia de mucho cemento, mucha baldosa sirviendo de parrilla “vuelta y vuelta” en plazas donde el paseante soporta los rigores del clima continental extremado. Guerra a los árboles, a la sombra y a la tierra en esos espacios con aparcamiento debajo, lo que se soluciona con parches de césped y alguna plantita estacional, además de los estanques tobilleros, alegría de mosquitos y muestrario de plásticos, latas y papeles.
En esa tesitura, gastar el dinero en la Alameda, seña de identidad seguntina, es, en principio, una buena idea. Pero en su justa medida, pues, una vez restaurada, retornando a sus materiales originales, reponiendo y cuidando la masa vegetal y preservando lo existente, quizás no se agote el presupuesto. El mismo OVNI, tan chocante en su momento, hoy resulta divertido y forma parte del paisaje, como las farolas y los bancos, admitiendo éstos una correcta altura y más comodidad, pero sin intentar convertir los paseos en una sucursal de ARCO. El caso es que dos millones de euros dan para mucho y hay que gastarlos, y ahí llega el peligro de las ocurrencias. Entra la maquinaria pesada y es el momento de que se note la intervención con cosas de bulto, empleado el dinero en elementos nuevos y visibles, sobre todo „modernos“ (recordemos el caso de las farolas-supositorio madrileñas, blanco de la chufla del populacho soberano), „láminas de agua“ y un surtido de diseños (cuya calidad no se pone en duda, pues aquí se opina sobre su oportunidad), novedades que, en caso de ser cuestión de vida o muerte el implementarlas, pueden hacerse en otro lugar.
„¡ No le toques ya más, que así es la rosa!“, reclama, en su poema más breve, Juan Ramón Jiménez, consciente de que sobar la rosa es deshojarla. Y lo mismo repite la vox pópuli, vox Dei.
Por otra parte, el dinero es un vale, que bien empleado, puede traer riqueza y prosperidad y ahí cabe apelar - con todo el cariño de alguien que ama a esta preciosa población - a la habilidad de los gestores.
Quizás sea una idea loca, aunque expresada con ilusión y el deseo de ofrecer alternativas a los responsables: ¿Qué tal si se restaura ese borrón del entorno, el edificio, un tanto siniestro en su abandono, del antiguo cine Capitol?. Pero no para permanecer vacío, como tantos inmuebles, antaño monumentales, a cargo de los municipios.No.
Si se me permite soñar, sueño con esa Sigüenza que disfruta de una excelente restauración, aupada incluso a la cima gastronómica de las estrellas Michelin, que acoge un museo de la miel de iniciativa privada, con buenas chacinas y carnes, excelentes hortalizas y fruta, traídas de selectos lugares de producción, bien situada para obtener exquisiteces como la trufa, con una naciente industria quesera y muchos más alicientes, lo que todo reunido, puede convertir ese extremo de la Alameda en un lugar insólito, un mercado de productos DOP, bio y gourmet, donde los grandes chefs de España y aún de fuera, se aprovisionen de alimentos autóctonos del más alto nivel, lo que traería sin duda la misma animación turística que disfrutan ciertos mercados rurales franceses especializados en este tipo de productos. Y quizás sobrara un pellizquito para poder techar, por fin, la ermita de Santa Librada.
Leticia Arbeteta Mira
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