Por fin, salimos sin mascarillas a la calle. Al fin, abandonamos la penumbra y recuperamos una parte de esa libertad que la pandemia nos había robado. Veníamos de dos años de sombras y se rompió, al menos temporalmente, la tediosa oscuridad. Y, para rematar la faena, a la salida del túnel nos vimos sorprendidos por la nueva iluminación de la catedral seguntina, dando luz a su glorioso pasado. Han sido dos años de silencios y de ausencias, pero que nada, ni nadie, nos quite la ilusión y la esperanza.
Hemos pasado años duros, años en los que se fueron aplazando sueños y nos dijeron adiós, en la más terrible de las soledades, algunos seres queridos. Muchos de ellos niños de la guerra, que crecieron y maduraron entre escombros, privaciones y miserias, y que trabajaron hasta la extenuación para dejar a sus hijos un país más libre y presentable. Siempre digo que son una generación a la que nunca agradeceremos bastante su entrega, generosidad y sacrificio. Su legado es además un canto a la convivencia y la tolerancia.
Jamás deberíamos olvidar a esos hombres y mujeres que sufrieron la guerra y sus consecuencias, para poner después de una larga dictadura los cimientos de la democracia. A ellos les debemos, por mucho que les pese a quienes ahora intentan tergiversar nuestro pasado inmediato, la España democrática. “Estudia y trabaja mucho para que no lo pases tan mal como lo hemos pasado nosotros”, me recordaba mi madre cuando me marché a estudiar a Madrid.
Pues bien, llevamos dos años sin fiestas, procesiones, romerías y otras celebraciones populares. También sin apenas bautizos, bodas, comuniones y cumpleaños. Dos años imaginando lo que debería haber sido y no fue. Dos años difíciles, recreando situaciones y recordando momentos inolvidables de las fiestas tradicionales que antaño habíamos disfrutado. Dos veranos tomando precauciones, sin salir apenas de nuestros lugares de residencia o, como mucho, viajando a sitios poco concurridos, guardando siempre las distancias, mientras seguías escuchando los ecos lejanos de una imaginaria charanga.
Durante el tiempo que duró el “Estado de alarma” y las medidas cautelares posteriores, decretadas por las Comunidades Autónomas (2020 y 2021), fueron suspendidas las fiestas patronales. No hubo pregones, encierros, ni pasacalles. Tampoco verbenas, conciertos y desfiles de cabezudos y gigantes. Sólo hubo prohibiciones, órdenes, decretos, bandos municipales y recomendaciones de prudencia para evitar que se multiplicaran los contagios. Hasta la procesión de Los Faroles tuvo que posponerse, mientras la presidenta y alma de la cofradía de la Virgen de la Mayor, Dolores Moreno, nos dejaba para siempre, sin poder rendirle un último homenaje en el atrio, antes de ser colocada de nuevo en el altar mayor.
Después de esta difícil travesía por los caminos, muchas veces mal señalizados, de la maldita pandemia, es mucho más comprensible el deseo y las ganas de recuperar de nuevo las fiestas y la calle. Ganas de divertirnos y de reencontrarnos. Ganas de sonreír sin obstáculos de por medio, y con la ya casi olvidada sensación de mirarnos de frente y a la cara. En definitiva, ganas de disfrutar de esas pequeñas alegrías de la vida que nos había secuestrado el Covid-19 durante los dos últimos años.
Sin embargo, sería una temeridad y una irresponsabilidad por nuestra parte considerar que el riesgo de contagio ha desaparecido y que el Covid-19 es cosa del pasado. El virus sigue entre nosotros. Un buen amigo y compañero en Onda Cero, cada vez que teníamos que afrontar una crisis en el departamento de Comunicación donde trabajábamos, intentaba quitar hierro y gravedad a los conflictos, con una ocurrencia que se me quedó grabada: “Javier, nunca pasa nada, y si pasa se le saluda”.
Era una forma de ver las cosas en positivo. Pero, la realidad, tozuda y obstinada, nos demuestra que algunas veces ocurren episodios, y además con efectos irremediables. Ese buen amigo, Enrique Beotas, casi siempre viajaba en coche y perdió la vida – cosas del destino – el 24 de julio de 2013, en el accidente del tren Alvia, poco antes de llegar a la estación de Santiago de Compostela. Era uno de los invitados por el gobierno gallego a la Fiesta del Apóstol Santiago. Su lema favorito le había dado la espalda. Se marchó de repente, sin tiempo para “saludarnos”.
La recuperación del tradicional Programa de Festejos, con algún pequeño retoque, y las Fiestas en honor de San Roque y la Virgen de la Mayor sin restricciones, son una estupenda noticia. Como lo es la iluminación exterior de la catedral o las obras que se llevan a cabo en diferentes puntos de la ciudad. Todo ello nos devuelve a la normalidad soñada, aunque no tan precipitadamente como suponía, en el verano de 2020, el presidente del Gobierno. Ya iba siendo hora de movernos con libertad y de disfrutar de las tradiciones que forman parte de nuestra vida. Una de las cosas que nos reconcilia con ese legado es poder elegir libremente entre distintas propuestas y opciones, respetando el derecho de los demás a preferir otras diferentes a las nuestras.
Los de mi generación nacimos en la dictadura y alcanzamos la madurez en la democracia. Tampoco nos resultó fácil conseguir metas y objetivos. Nadie nos regaló nada. Por esa razón, conviene advertirles a quienes nacieron en democracia que la libertad no se regala. Hay que trabajársela.
Nunca pasa nada, y si pasa se le saluda… Pero, por si acaso, mejor tomar ciertas precauciones, no vaya a ser que pase algo.