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La primera vez que vi festejar halloween fue en Puerto Rico apenas unos días antes de que cayera el muro de Berlín.

En aquella isla del paraíso, en la que tanto pesan las costumbres estadounidenses, había centros comerciales inmensos en aquel lejano 1989 que dejaban boquiabierto a un españolito de los de entonces. Puro "american way of life" en medio de Caribe. En España se había inaugurado muy pocos años antes el "Madrid 2" ("La vaguada"), primer centro comercial de la capital del reino. Eramos todavía inocentes.

Los niños, hijos de mis primos y de sus amigos, recorrían las urbanizaciones con jardín delantero y trasero, como las de las películas norteamericanas, con su parafernalia inocente de calabazas, sudarios y gorros de bruja. El "trick-or-treat" era natural en aquellos descendientes mestizos de la Madre Patria (Puerto Rico, según algunos estudios genéticos, tiene la mayor proporción de ascendencia española de toda Hispanoamérica). Naturalmente, en aquella España de los ochenta, todavía no existía el halloween que ahora conocemos. La hibridación cultural inversa era todavía muy incipiente y aún carecía de los mecanismos de alta eficacia actuales.

El halloween de hoy es una celebración de la muerte, en lugar del homenaje sentido a los muertos, mejor dicho a sus vidas y a su recuerdo, que es la noche de difuntos de nuestros padres y abuelos. Bajo un ambiente de diversión inocente, se hace fiesta de los aspectos más escabrosos relacionados con el proceso de morir. El halloween anglosajón actual, modelado y retorcido por la industria hollywoodense, celebra la sangre, la pudrición, los muertos vivientes, las herramientas de la herida mortal. Solo hay que visitar alguna tienda de disfraces, de las que hay unas cuantas en internet, para hacerse una idea del panorama. Y ya sé que tenemos nuestros “huesos de santo” y que la calabaza y otros elementos, en general bastante inocentes, tienen profundas raíces populares en España y en Europa. Por eso insisto en referirme específicamente al halloween actual.

Noche de difuntos, oigo en este momento las campanas de la catedral convocando a unos pocos miembros de la generación previa, que se nos extingue, tantas veces ninguneada en la vorágine postmoderna por la novedad a cualquier precio, como si cumplir años no hubiera sido siempre un grado. Unos niños acaban de llamar a la puerta del establecimiento, "truco o trato", uno no sabe si hay que darles un caramelo, que no tengo, o una moneda. No es nuestra cultura, no tenemos referencias. Seguramente mezclo este "susto-o-regalo", traducción más correcta de la expresión importada, con nuestra "perrita para el arco de San Juan", que es lo que, al cabo, se ha mamado. En mi recuerdo tampoco queda el detalle suficiente de aquella noche de Santos en el Caribe hace más de treinta años.

Solemne Noche de Difuntos, reconvertida en la fiesta occidental del 'gore'. Las substituciones culturales siempre entran por vías parecidas. O bien hay un empuje comercial, muy evidente en este caso. O bien un interés político propagandístico, cada vez más frecuente en muchas cuestiones (pseudo)ideológicas actuales. O bien un avergonzamiento subconsciente, casi siempre injustificado, de la propia cultura ante el deslumbramiento de lo foráneo, que no es necesariamente mejor o más interesante. "No hay revolución sin tradición", dijo el mayor impulsor de cambios radicales que el mundo ha visto. El bueno de Lenín quizás tuviera otros defectos, pero salta a la vista que no se dolía del pecado de catetismo.

Entra un segundo grupo, educados llaman a la puerta de la calle Guadalajara. Van con sus caras pálidas con cicatrices pintadas. Tienen gracia esos andrajos, la verdad, están muy conseguidos. No tengo dulces pero “aceptamos huevos o dinero”, me explican con su sonrisa de “zombie”, como si me estuvieran ofreciendo un contrato irrechazable. Tradición invertida, que va de delante a atrás. Me viene la imagen del nieto que enseña al abuelo a usar el teléfono móvil. Me parece fantástico que los chavales se diviertan y que ejerciten su creatividad con disfraces y parafernalia. No hablo de eso, quizá se me esté malinterpretando. Los centros comerciales llegaron para quedarse, y es obvio que alguna cosa buena trajeron. También es cierto que la suplantación cultural venida del otro lado del Atlántico parece poca cosa, aunque en realidad no lo sea, comparada con el evidente sometimiento político directo, que se está poniendo en evidencia muy claramente en estos últimos meses. Pero no puedo dejar de cuestionarme si no estaremos aceptando una banalización excesiva de la muerte, especialmente delicada cuando se realiza a través del juego en mentes infantiles. Y cuando pienso en sociedades completas que trascienden fronteras, en un mundo cada vez menos pacífico, me resulta incluso algo inquietante.

Julio Álvarez
31 de octubre de 2022, Noche de Difuntos.

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