Viendo el estado actual de las obras en la Alameda de Sigüenza, se me ocurre una reflexión, que comparto con el lector con la humildad y el respeto de quien expresa un mero punto de vista.
Estoy convencida de que la intención de los promotores de su "modernizacion" era buena, ya que, tanto humana como políticamente gusta presumir de obra bien hecha y recibir los parabienes de los votantes, especialmente si se está invirtiendo dinero público, cuya correcta aplicación obliga a toda clase de prudencia.
Elementos de los bancos antiguos de la Alameda junto a bolardos desprendidos.
Y aquí viene a centrarse el asunto pues, dadas las prisas y una podible interpretación negativa de las advertencias y críticas bienintencionadas de algunos vecinos, se tiró, como vulgarmente se dice, " por la calle de enmedio", lo que ha dado pie al actual paisaje desolador, un paréntesis que parece depender de decisiones aún no tomadas.
La buena noticia es que aún estamos a tiempo, aún hay muchas cosas que se pueden corregir, pues mucho es lo que se puede salvar y quizás mejorar.
No vale fiarse de que, una vez finalizada la obra, le gustará a buena parte del público el estanque o las zonas pavimentadas, pues la gente se contenta con lo que sea y se consuela diciendo que no son para tanto las protestas y que no está tan mal, hasta que se percata de lo que pudo ser y no ha sido.
Aspecto actual de la calle principal del Paseo de la Alameda.
Pero no es ese el tema.
El tema es que un jardín histórico no es un parque cualquiera, de los miles que hay por doquier (algunos muy bonitos), sino que se trata de algo único y escaso, que no puede transformarse, por obra y gracia de la voluntad municipal o la política electoral, en algo distinto, recorriendo un camino desconocido que puede desembocar en bodrios como la reforma de la actual Plaza de España de Madrid, insensible con el modelo anterior, suma y epítome de la falsa modernidad y la horterada, que solo admite como disculpa el que no se ha realizado alterando un jardín histórico como la Alameda.
Su aterciopelada decadencia exige una sensibilidad cultivada, un trato exquisito y prudente, que prefiere la reposición de sus barandales de forja, las farolas fernandinas y el rescate de la fagocitada barbacana.
El musgo, el aligustre, la sombra, la tierra, el agua y la piedra deben seguir ofreciendo al paseante su peculiar encanto, provocando la misteriosa conexión de los espíritus sensibles con el fulgor de la mañana, la dulce declinación de la tarde y algunos atardeceres que tiñen de naranjas violentos las torres de la catedral y ascienden hasta colocarse en las copas de los árboles, atrapando la última luz del día.
Aspecto de la alameda en otoño antes de las obras.
Cuídese, mímese este preciado tesoro, esa pátina suave y sombría del tiempo que dora, ennegrece y alisa la piedra, rumor de hojas que suspende el instante y saborea la armonía de otra dimensión, a la vez callada y resonante.
La alameda es una novia hermosa, que no puede engalanarse con joyas falsas. Quítense bolardos, adoquines sintéticos, rejas industriales. Todo en ella es filigrana, que no se aplane a porrazos.
Letizia Arbeteta Mira