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Leyendo algo de la siempre muy interesante historia de la madre Rusia, recuerdo el siguiente caso. En 1931 la catedral del siglo XIX del Cristo Salvador, en Moscú, es demolida hasta los cimientos usando explosivos.

Se pretende erigir el Palacio de los Soviets, un proyecto constructivista, desmedido de propaganda, del régimen mal llamado "soviético". Pretendía ser mostrado como el emblema de los 'soviet', esas asambleas auto-organizadas y libremente constituidas, de inspiración más proudoniana que marxista, que reclamaron el poder popular sobre el propio destino, inicialmente en contra del absolutismo. Fueron utilizados como reclamo y elevadas sobre el papel a la categoría de base sustancial del régimen. La realidad es que fueron ninguneados con la revolución aún caliente y enseguida encorsetados por el nuevo poder sin cortapisa del aparato de partido. Puro ejercicio de demagogia (nada) barata, por tanto, lo del palacio megalómano. Para qué poca cosa quedó la repudia solo unos años atrás por el camarada Lenin de la socialdemocracia y sus mecanismos de señuelo, ante quienes el líder revolucionario se quiso erigir como guardián pragmático de las esencias.

Demolición de la Catedral del Cristo Salvador con explosivos. 1931

El palacio panfletario jamás se construyó, sus cimientos inacabados se improvisarían en desmesurado estanque o piscina al aire libre, resultado fútil del afán propagandístico sin prescripción ciudadana de necesidades, que ocupó el hueco dejado en la parcela durante décadas. En los años 90, nada más caer el poder nacido de la revolución, se vuelve a levantar la catedral, recreando tan fielmente como era posible el edificio de Konstantin Thon en su original emplazamiento, siendo consagrada por el patriarca. Visité este imponente edificio en su día, entre otros templos de Moscú: nudos vivos de esa espiritualidad popular ortodoxa que se percibe hoy tan profunda a pesar de la reprogramación social previa. Veo muchas similitudes en este caso histórico con la situación actual en nuestras partitocracias: casi un siglo después de la demolición del Cristo Salvador, la política sigue siendo un acto, en primer lugar, de propaganda, y solo después, y si no choca con los intereses del partido, una atención a las necesidades del ciudadano. La inexistencia del mandato imperativo impide que los gobernados puedan obligar la acción política a los supuestos mandatarios, convertidos así en simples mandantes, al viejo estilo. Seguimos, como entonces, en la infancia de las instituciones colectivas.

Proyecto de Palacio de los Soviets en un sello de 1937.

Piscina Moskva 1969. Ocupó el sitio de la Catedral desde 1958.

Metido en harinas revolucionarias, revisito la rebelión de los marinos de la fortaleza de Kronstadt, en la isla de Kotlin, mientras rememoro una visita a San Petersburgo un febrero, con el Nevá helado, navegando en puro arte en el Hermitage y en el aún más extraordinario Museo Estatal Ruso. Fue un levantamiento cargado de razones irrefutables contra un bolchevismo sin frenos, justo al cierre de la guerra civil rusa, que se saldó con la represión sin contemplaciones por el nuevo poder establecido en funciones provisionales, que pronto serían permanentes. Aquellos marinos otrora glorificados (Trotsky: "el orgullo y gloria de la revolución"), ahora denostados por el incipiente régimen, hacen suyo un lema que ya corría y que parafrasea al propio Lenin en sus ya lejanas tesis de abril: "todo el poder para los soviets... y muerte a los bolcheviques". Poder para el pueblo, muerte a la oligarquía. Que para ese viaje ya teníamos al zar. Se parece superficialmente a lo de aquel despistado 15M y su "no nos representan", cuyo ideal sin embargo era la imposible representatividad en lugar de la representación legal, bien posible y necesaria, por más que inexistente en nuestras fraudulentas partitocracias. Una pretensión ilusoria, perfecta como señuelo, que se arrastra, entre otras varias herencias que han configurado, no siempre para bien, nuestros sistemas, desde la Revolución Francesa.

Marinos de Kronstadt, la gloria de la Revolución.

Impresiona a menudo la vigencia que tienen palabras y hechos pronunciadas u ocurridos hace décadas o siglos. La historia jamás se repite, pero las reglas no cambian porque derivan de la sustancia antropológica misma. El poder sin control no es otra cosa que potencia. Poder en el que no se han definido límites concretos, establecidos de común acuerdo por el sujeto político e impuestos por ley, se constituye irremisiblemente en puro potencial de acción indefinida, se trate de rey absoluto o de cúpula oligárquica quien lo ejerza. La democracia formal, que no admite grados (o hay democracia, o no la hay: ni “plena”, ni “a medias”), consiste en disponer de representantes que trabajen a las órdenes del ciudadano, no a las del jefe de un partido (o de varios, tanto da), junto a la estricta e ineludible separación de poderes políticos (ejecutivo/legislativo), para que el que aplica las leyes no se haga un traje a medida, y a la imprescindible independencia judicial (que es un cuerpo técnico, no un poder político). Ese sistema basado en la sana desconfianza hacia los que articulan el acto de gobernar que, ni está, ni de lejos se le espera, en todo nuestro continente ni en la gran mayoría de los países del mundo. La desconfianza, camarada Vladimir Ilich Uliánov: nada puede ser más pragmático ni más esencial, no ya en la acción política, eso como buen estratega bien lo sabías, sino en el diseño de las instituciones, que es mucho más porque es pre-político, cosa que no quisiste tener en cuenta. El objetivo que tenías era imponer un criterio, luego, en buena lógica, era necesario crear las condiciones para no verte limitado por mecanismo de control externo alguno. Todo por el bien del pueblo. Por supuesto.

Quizá sea ya imposible hoy revertir la marcha autoritaria a la que estamos asistiendo desde hace unos años en las sociedades que llamamos avanzadas, que cometimos el error de digerir como ley divina los fracasos de lo de Francia a final del XVIII. Para escribirlos, como en unas tablas de la ley, en el diseño, a medida de poderes ajenos al ciudadano, de las instituciones hoy vigentes. Incluso Lenin, una de las mentes más poderosas del siglo XX, al que no se puede acusar de deshonestidad intelectual ni de no ser consecuente con su pensamiento, cayó en esa tentación. Somos los herederos de los que antepusieron a Rousseau y ese gran error colectivo llamado siglo XIX europeo a Montesquieu y el desarrollo hasta la última consecuencia razonable de sus sencillas y contundentes ideas. Somos los que no hemos querido entender todavía nada. Las circunstancias y la oportunidad perdida de las dos primeras décadas del siglo XX en Rusia, seguramente el tiempo y lugar más decisivos en la historia de Occidente desde entonces hasta ahora, es bastante probable que sean para siempre irrepetibles.

Julio Álvarez
A 105 años del 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre del calendario juliano)

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