Mi generación no ha tenido suerte con los idiomas. Entonces, el conocimiento y aprendizaje de otras lenguas no era un asunto prioritario. Ni se viajaba tanto, ni el mundo era tan pequeño y globalizado.
Además del francés (idioma en el que hoy tan solo se comunican unos 280 millones de personas), en nuestros planes de estudios se incluían las asignaturas de griego y latín – especialmente, el latín – como lenguas clásicas que nos ayudarían a comprender y conocer mejor la etimología; el origen y el significado de muchos conceptos básicos de nuestra cultura. Se calcula que el 85% de nuestro vocabulario castellano procede del latín y un 10% del griego. Por tanto, apenas un 5% de las palabras que hoy utilizamos son de producción propia o importadas de culturas ajenas al mundo grecorromano.
A nadie se le ocurrió pensar en los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo que el inglés iba a convertirse pronto en el idioma más hablado del mundo y en una herramienta casi imprescindible para el desarrollo personal y profesional de nuestros hijos. Viendo ahora las estadísticas sobre qué idiomas se hablan más en el mundo, me doy cuenta de la poca visión de futuro que tenían los ministros de Educación de entonces. La pérfida Albión era denostada y nada recomendable su idioma para los patriotas españoles. Es verdad que luego se corrigió, pero cuando los “afrancesados” del Bachillerato Superior ya estábamos fuera de las aulas.
El inglés lo hablan hoy 1.452 millones de ciudadanos, el chino 929, el hindú 602 y el español casi 600 millones de personas (595, para ser exactos). Según estos datos de Statista 2023, somos el cuarto idioma más hablado en el mundo, por delante del árabe (274 millones), el bengalí (272), el francés (280), el ruso (258), el portugués (257) y el urdu (231).
Sin embargo, estas cifras no son incompatibles con elementos subjetivos que influyen y condicionan la decisión de aprender un determinado idioma, aunque no sirva para nada. Pueden estudiarse otros idiomas por múltiples razones, todas ellas respetables, o también descabelladas, como la que me llevó a mí a intentar aprender árabe a mediados de los años setenta en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid. Aquello duró poco, apenas quince días, pero mi experiencia fallida de estudiar árabe demuestra, de alguna manera, cómo influyen determinados factores económicos y ambientales en las decisiones que tomamos.
No había tiempo que perder, era el momento de aprender árabe.
Yo había llegado a Madrid a finales de verano de 1975 para estudiar Periodismo, pero las circunstancias de entonces – movilizaciones, huelgas de estudiantes y una prolongada agonía del caudillo - impedían un normal desarrollo de la actividad docente universitaria. Tenía que pensar en hacer alguna otra cosa, hasta que las aguas volvieran a su cauce.
Así que un buen día, leyendo el periódico vespertino Informaciones, se me encendió la bombilla. Había un artículo en el que se analizaba la imparable subida del barril de petróleo y la dependencia que tendríamos muy pronto los países occidentales de los grandes productores de crudo en Oriente Medio. Quiero recordar, aunque la memoria empieza a fallarme, que el autor de aquella reseña económica se refería a los petrodólares, subrayando que era la nueva moneda hegemónica, que se impondría, no tardando mucho, en los mercados mundiales.
No había tiempo que perder. Ni corto ni perezoso, pensé que había llegado el momento de tomar posiciones y de prepararse para ese nuevo escenario. En definitiva, dar un paso al frente y subirse a ese carro de los petrodólares. La Escuela Oficial de Idiomas estaba en la Avenida Islas Filipinas, junto al estadio Vallehermoso, muy cerca de la pensión de Andrés Mellado, donde yo me había hospedado, y allí que me presenté dispuesto a matricularme en árabe.
Rellené varios impresos con sus correspondientes pólizas e hice los trámites pertinentes sin ningún problema, aunque recuerdo que sí me extrañó observar que la matrícula de alumnos era muy baja. Quizá no estaban al tanto – como era mi caso – del gran cambio que estaba fraguándose en la economía mundial o dudaban del nuevo papel protagonista de los países árabes en el mercado internacional.
Fuera como fuere, lo cierto es que yo me incorporé a las primeras clases de árabe dispuesto a todo: con los ojos muy abiertos y con la curiosidad de quien se asoma por primera vez a un paisaje totalmente desconocido. Alguna vez me había preguntado por qué en el alfabeto árabe no había vocales, ni diferencia entre mayúsculas y minúsculas. Porque, al fin y al cabo, lo de escribir de derecha a izquierda me parecía algo anecdótico, un problema menor, aunque no resulta fácil asimilar este cambio de orientación por quienes siempre lo hemos hecho en sentido contrario.
El aprendizaje del árabe en la Escuela de Idiomas se quedó en nada. Fue un intento fallido. Una ocurrencia. Una novatada. El sueño de una noche de verano. Algo visto y no visto. Sólo aprendí a poner mi nombre en árabe.
Dejé de ir a clase unas semanas después de haberme matriculado, al percatarme de que aquello podía tener futuro, pero que no era lo mío. Ahora, desde la distancia, lo recuerdo también como un sinsentido. De esas cosas absurdas que uno hace de joven, sin premeditación y con cierta alevosía.
Hoy, si tuviera la oportunidad de recuperar el tiempo perdido, me olvidaría del árabe y probaría con el chino, que también tiene futuro.
Hola, Javier. Todas las culturas globales tienden a dejar otros idiomas de lado, el suyo se percibe como poderoso. Véase por ejemplo los ingleses. Más que el sistema educativo en sí es algo cultural. En cuanto a esos 1400 millones de angloparlantes la mayoría no son nativos. Como lengua materna seguimos siendo los segundos: Mandarín 939 mill., Español 485, Inglés 380, Hindi 345, Portugués 236, Bengalí 234, Ruso 154, Japonés 125. El español es una de nuestras principales bazas en un mundo global. Y más aún si contamos el portugués, que se habla en varios continentes y es inteligible con el español en porcentaje alto (no pasa con ningún otro par de lenguas situadas tan altas en el ranking). Dicho esto, cuantos más idiomas, obvio que mejor. Aunque ya sabemos que “la vida es demasiado corta para aprender alemán”… A mí por ejemplo me hubiera gustado aprender ruso para leer, entre otros, a los naturalistas exploradores de Siberia del XIX, poco traducidos. No pasé del alfabeto cirílico...