El pasado sábado 25 de mayo se celebró un concierto a cargo del coro Francis Poulenc bajo la pulcra dirección de Ana Anabitarte. Siendo Sigüenza una ciudad musical, no cabía dejar pasar la ocasión y así se lo comenté a una persona quien, sin embargo, me dijo que no pensaba asistir porque “era música de iglesia”.
El programa consistía en una exquisita selección de obras medievales y renacentistas, con el tema de la Pascua de Resurrección. Por tanto, sí, era música de iglesia.
Precisamente eso le otorgaba un valor añadido al concierto, en una sociedad en la que se lleva extirpando, con precisión quirúrgica, cualquier referencia a la trascendencia, ridiculizando la propia inquietud espiritual o religiosa, para implantar en su lugar un nuevo pensamiento mágico, mediante el que la percepción de los hechos y de los seres varía al compás de intereses y deseos.
Escuchamos al inefable Tomás Luis de Vitoria, el no menos refinado Palestrina, acompañados de creaciones tardo renacentistas y proto barrocas, como el Haec Dies de Bird o el Cantate Domino de Monteverdi.
El público disfrutó del impecable concierto en el Pósito, ese lugar confortable y de buena acústica, pero, en lo que respecta al canto llano medieval, faltaba algo esencial para comprender en plenitud el impacto de esas piezas musicales en nuestra cultura: el escenario.
El escenario, naves con muros de piedra rasgados por ventanales donde la luz forma escalas doradas hacia el cielo, bóvedas resonantes, baldosas o tarimas, centelleo de retablos dorados en la penumbra, imágenes de ojos ciegos, libros gigantescos dormitando en los atriles, silencio roto por algo que acontece. La Resurrección, la última y principal esperanza de los cristianos, manifestada a través de la alegría. Al igual que otras expresiones religiosas, no hace falta creer en ella para comprobar la impresión que una música sencilla podía causar en las gentes de casi un milenio atrás, y sus descendientes.
La sociedad actual, como buena heredera de la Ilustración -aquella balbuceante y algo ingenua aventura en la búsqueda de la verdad y del saber- ignora o suprime lo que no entiende o no ha sido capaz de explicar.
Pero las cosas “de iglesia” no son sólo eso, cosas de iglesia, sino que contienen respuestas a la pregunta de por qué somos como somos. Claro que es más cómodo negar que investigar, pero entonces se corre el peligro de que otros hablen por boca de la verdad y surjan nuevos espejismos ocupando su lugar. Y por “verdad” me refiero a la manera real en que las cosas han sucedido.
Imaginemos, por un instante, que la entrada procesional, en el momento de la bendición, de los hombres y mujeres del coro cantando alternativamente el himno O Filii et filiae hubiera tenido lugar en la antigua catedral, en una penumbra susurrante iluminada por lámparas y velas, contrastando con la mañana radiante de la Pascua.
Rex caelestis, rex gloriae. Morte surrexit hodie, alleluia. Las voces de unos y otros repiten la cadencia, quebrada por el Aleluia, el canto de júbilo que anuncia la victoria definitiva de la vida sobre la muerte en un mundo convulso, asolado por el hambre, la peste y las guerras.
No es pues, una tonada más, sino el ofrecer la esperanza de que algo puede cambiar, de forma que la música, como si fuera un bálsamo curativo, impregna de luz el mundo de las pesadillas, haciendo retroceder la oscuridad.
Ahora me dirán los incrédulos que eso es filosofía barata y cantos de sirena, y una forma de dominar al pueblo. Aunque así fuera, resulta mucho más hermosa y sutil que algunas recetas de esa ingeniería social que intenta modelar nuestras vidas a base de incoherencias y negación de lo evidente.
Ese aspecto vivo, heredero del ámbito teatral, mediante el que se intenta envolver e involucrar al espectador, se acentúa en el caso de Victimae Paschalis laudes, una obra atribuida a Wigo, capellán de la Corte de Borgoña, que vivió a caballo entre los siglos X y XI, lo que es como decir, hace nada.
Se trata de una “secuencia”, estructura musical de probable origen bizantino, que se inicia con la alabanza del Cordero como víctima inmolada y sigue con un diálogo entre los fieles y María Magdalena, a la que piden, en sucesivas preguntas, que les diga lo que ha visto. De esta forma, la comunidad del presente interroga a un testigo del pasado, buscando legitimar su fe y anclar con argumentos su creencia.
La melodía de todo ello es simple pero potente, y remite a ese territorio arcaico y difuso donde se funden la música religiosa ortodoxo-bizantina, las escuelas de canto sinagogales, la llamada del almuédano a la oración, los cantos de arada castellanos o el primitivo flamenco, en definitiva, todo lo que han podido oír y apreciar nuestros antepasados. Y quizás estas tradiciones musicales puedan explicar también, más allá de las teorías arquitectónicas, el porqué de algunos espacios en los edificios sacros.
En definitiva, la música “de iglesia” es parte de nuestras raíces y aquella tarde de sábado los oyentes, cómodamente instalados en las butacas, pusieron sentir una misma sensación, ese soplo fugaz que trae a veces un déjà vu, viento de otras épocas, de cosas ya vividas, de ciclos que, como los de la Naturaleza, nos atan definitivamente a la tierra.
Letizia, magnífico artículo, que completa el exquisito concierto del Coro de Francis Poulenc, lástima que por absurdos prejuicios cierren la puerta a la cultura y la belleza.... quizás esa persona no se perdió Zorra...
Precioso Letizia .
Parece que me transporto al momento y lugar. Eres genial,.
Abrazos
Siempre grato de leer, Letizia, el artículo; tan bueno como siempre. Lo que los regímenes de vendedores de motos de la posmodernidad nos han traído, ójala fueran pensamientos mágicos, al menos habría pensamiento, en lugar de simples señuelos, burdos e insultantes, sin contenido ninguno detrás. Hasta un espejismo, que citas, es más real porque al menos se basa en las reglas de la física.