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Por antonomasia el mes sin duda “consagrado” a los difuntos es el mes de noviembre. En dicho mes se condensa la festividad de todos los santos, aquellos que quizá ni estén canonizados, pero que sin duda alguna, gozan de las alegrías del cielo y junto a ellos, el día 2, todas las miradas se ponen en aquellos que duermen en el gozo de la esperanza en todos nuestros cementerios.

Sobre la muerte mucho se ha escrito. Es una realidad que nos adviene. Quizá el ítem de atención más célebre nos lo pone Jorge Manrique en sus famosas Coplas a la muerte de su padre. Escribe así: “recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”.

Y es que la muerte es un hecho común, propio de los seres vivos, que a todos afecta y a todos llega. El cómo y el cuándo no lo sabemos pero si que sabemos con toda certeza que un día nos llegará. Por ello cabe preguntarse: y ante la muerte ¿qué?

Quizá la respuesta este llena de esperanza a todos aquellos a los que la fe les abre las barreras y les sumerge en el gran regalo de la Vida Eterna. Quizá para otros la muerte esté llena de el nihilismo más absoluto. Pero muy independientemente del punto de partida con el que afrontemos el tema, la muerte es un paso de la vida que hay que saber abordar y saberlo vivir.

Y ante todos aquellos que ya han “vivido” la muerte y ya no están, está su huella. Una huella que cada uno, mientras vivimos, sabemos dejar en los demás, en los que nos rodean, en nuestras vidas. Una huella que habla del amor contenido y recibido y por ello el sentimiento de tristeza al saber que ya no están físicamente. Pero esa huella está. La gran herencia que dejan aquellos que mueren es el amor que han sembrado en sus vidas, son sus vidas que de una u otra forma nos han colmado de amor.

Así, es lógico que los cementerios sean un lugar de peregrinación de todos nosotros y máxime en este mes. Así es entendible que la Iglesia Católica dedique un día a todos esos “sembradores de amor” que ya no están entre nosotros físicamente pero que su memoria y su recuerdo inunda nuestro corazón. Así es lógico y normal que, los que todavía peregrinamos en este mundo, hagamos a todos ellos un reconocimiento lleno de agradecimiento y amor.

Que descansen en paz todos aquellos que dejaron su huella de amor.

Julio Arjona Pernia

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