Junto al viejo puente de piedra, en primer plano, al pie de la montaña coronada por el castillo, destacaba una hermosa y flamante farola negra. Una farola que parecía recién pintada por el brillo que tenía y al lado un texto en el que se informaba de la instalación de nuevos puntos de alumbrado público en diferentes escenarios de la geografía provincial. La Diputación Provincial, siempre tan puntual, eficiente y generosa a la hora de comunicar sus obras y proyectos, eligió hace unos meses esa foto en Riba de Santiuste como ejemplo y botón de muestra de los trabajos que se estaban llevando a cabo en la provincia para que los núcleos rurales no se queden a oscuras.
Después de enviar copia de la foto publicada por “Nueva Alcarria” a la familia - al fin y al cabo la patria de cada uno de nosotros, como siempre recordaba el admirado Miguel Delibes, es la infancia –, me di cuenta de que aquella foto no era más que una bella instantánea. Una postal muy bonita de mi pueblo, en la que admirar la belleza del entorno, pero también la soledad más absoluta.
Me alegra ver con frecuencia al delegado de obras y alcalde de Peñalver, José Ángel Parra, acompañado a veces de la presidenta de la Diputación, Ana Guarinos, inaugurando tramos de carreteras locales, obras de alcantarillado, aceras o nuevas instalaciones eléctricas, pero me deja cierto poso de tristeza ver la soledad que suele acompañarle en esas visitas. Las nuevas farolas, en su gran mayoría, ya no alumbran a nadie. Y no alumbran a nadie porque no hay nadie que pase habitualmente junto a ellas.
Nuestros pueblos, por mucho que se mejore el alumbrado público, seguirán estando en penumbra, por no decir completamente a oscuras. La luz de esas farolas alumbran las calles y plazas de unos núcleos rurales que cada día se parecen más a los poblados que se levantaron durante los años setenta en Carboneras (Almería), para rodar algunas de las grandes producciones de Hollywood – “Laurence de Arabia”, entre otras – y películas del Oeste. En una palabra, las farolas forman parte de esa postal sin vida en la que se han convertido algunos pueblos de la Sierra Norte y del Señorío de Molina.
Hace algunos días me contaba una paisana que visita, por razones de trabajo, algunos de los pequeños pueblos de nuestra provincia que se había encontrado en uno de ellos con un coche sospechoso y que sus ocupantes le preguntaron con especial interés si allí todavía vivía gente. “Yo le dije que claro que vivía gente, aunque no saliera a la calle por culpa del frío. Si me preguntan, siempre digo que hay vecinos, que no son pueblos abandonados aunque lo parezcan, sobre todo desde que he visto las noticias de asaltos a algunas viviendas”. El miedo, guarda la viña.
No seré yo quien ponga el más mínimo reparo a las inversiones públicas en infraestructuras y celebraré con verdadero entusiasmo todos los esfuerzos que se hagan para dotar a nuestros pequeños núcleos urbanos de los mejores servicios, pero todo ello debería ir acompañado de políticas de repoblación, de incentivos y campañas que sirvan para convencer a los ciudadanos que ahora lo están pasando mal de que se puede vivir y trabajar en estas poblaciones casi abandonadas.
Está muy bien llegar ahora al pueblo de tu infancia y comprobar que tiene los servicios más elementales y cierta calidad de vida. Calidad de vida, pero sin vida. Impresiona recorrer esos escenarios de tu infancia en la soledad más absoluta. Escuchar el sonido monótono del agua de la fuente de la plaza, mientras te viene a la memoria el murmullo y la algarabía de entonces. Las conversaciones de las vecinas o el ruido de los cubos de cinc y de los baldes que iban y venían al lavadero. O levantar la vista hacia la torre de la iglesia para recordar los sonidos de las campanas que se apagaron ya hace bastante tiempo.
Confieso que me sentí gratamente sorprendido por la foto de la nueva farola de la Riba, al pie de ese río en el que uno pescaba cangrejos de pequeño y capturaba también algunas ranas y peces, precisamente para que les sirviera de cebo, al mismo tiempo que trataba de imaginar qué habría pasado si esas farolas nuevas, esas calles bien pavimentadas y esas viviendas con agua corriente hubieran llegado al pueblo cuando todavía tenía gente.
Probablemente no se hubiera producido el expolio que se produjo en los años sesenta y setenta, ni los habitantes del mundo rural hubieran salido huyendo en busca de una calidad de vida y un bienestar que no tenían entonces en esos núcleos poblacionales.
Nunca es tarde, querido José Ángel, pero me temo que muchas de esas farolas de la Diputación instaladas en los pueblos sólo van a servir para alumbrar recuerdos.