En  un improvisado discurso, tras recibir uno de los muchos premios a los que se hizo merecedor por su trayectoria profesional y por su ejemplo indiscutible de honestidad e independencia, Manu Leguineche dijo lo siguiente: “Me habéis hecho feliz, que ya es difícil”. El gran reportero, el jefe de La Tribu, el periodista que vivió y contó algunos de los conflictos y guerras más crueles del pasado siglo, el profesional que sentía cómo el periodismo al que se había entregado a fondo se iba desmoronando, se conformaba con un poco de cariño. No, no era difícil hacer feliz a Manu Leguineche, aunque él probablemente lo creyera.

Cada vez que nos abría las puertas de su casona de Brihuega a los amigos, le veía feliz. Le cambiaba el semblante. Aunque escribiera un libro titulado “El club de los faltos de cariño”, está claro que no reunía los requisitos necesarios para formar parte de ese club. A Manu no le faltaba cariño. Lo único que le faltaba era un poco más de salud, para poder responder con palabras y no solo con gestos a las muestras de afecto de los demás.

Hace algunas semanas, durante una comida con Luis Pancorbo – otro gran reportero y viajero impenitente, de los que ya no quedan –, con Mariano López – director de la revista “Viajar” – y con José María Bermejo – periodista y poeta extremeño  –, hablábamos de Manu y de hacerle una visita, previa consulta a su hermana Rosa, pues las noticias que yo tenía eran de que había empeorado su estado de salud. Al conocer su fallecimiento, el pasado 21 de enero, justo un año después de que se nos marchara Enrique Meneses, me acordé de esa visita imposible y también de mi buen amigo Javier Espinosa, alumno aventajado del maestro y Premio Manu Leguineche de Periodismo, que lleva más de cuatro meses secuestrado en las montañas del norte de Siria.

En lugar de ver a Manu en Brihuega, en ese rincón de la Alcarria donde encontró el silencio, el sosiego y el cariño de tanta gente sencilla, tuve que ir a verle por última vez al tanatorio madrileño de San Isidro, donde Rosa, su hermana, me recibió con una sonrisa. Tenía motivos suficientes para sentirse feliz y agradecida por las innumerables muestras de cariño. Y, si le quedaba todavía alguna duda, sólo tenía que mirar a su alrededor para comprobar que Manu gozaba de la admiración casi unánime de compañeros con sensibilidades muy diferentes y del cariño de gente de nuestra tierra a la que apenas había tenido Manu tiempo de conocer durante su estancia entre nosotros.

Ha muerto uno de los periodistas más importantes y más queridos de España. Pero también nos ha dejado una gran persona. Un vasco noble y leal, que desde muy joven se empeñó en ejercer la profesión de reportero con independencia. Con una honestidad y dignidad que hoy ya casi han quedado en desuso. Manu tuvo como maestro en los años sesenta a Miguel Delibes en “El Norte de Castilla”, fue compañero de redacción de Francisco Umbral, pero dejó los soleados páramos de Castilla para viajar a las guerras y ponerles altavoz a las víctimas. Siempre decía que las guerras no las gana nadie, sino que “las perdemos todos”.
Mucho antes de que Manu Leguineche acabara en una silla de ruedas. Mucho antes de que buscara “la felicidad de la tierra” entre nosotros y escribiera un libro con ese título, donde describe el alma de las gentes de Cañizar, Torija y

Brihuega. Mucho antes de que pusiera fin a sus viajes por el mundo, pero no el de los hoteles, sino el de las tragedias y de las miserias que provocan las guerras… Mucho antes de todo esto, Manu Leguineche me convenció de que, para ser un buen periodista, primero hay que ser una buena persona. Y él lo era.

Podría contar muchas historias y muchas anécdotas sobre Manu Leguineche desde que le conocí personalmente en los años ochenta. Podría describir con todo lujo de detalles su habitación desordenada, llena de libros, de montones de periódicos encima de las sillas y de las mesas, de cientos de carpetas amontonadas en las estanterías… O esa terraza siempre abierta a los amigos, desde la que contemplaba el huerto y escuchaba cantar a los pájaros que, abusando de su confianza, le comían las cerezas. Podría emocionarme al hablar de sus inmerecidas muestras de cariño hacia mi persona el día que me invitó a presentar el libro “El sueño español” en una velada inolvidable celebrada en el restaurante briocense de El Tolmo. Pero no merece la pena. Prefiero quedarme con la figura imborrable de este contador de historias, que era apreciado por todos, pero que nunca se creyó más que nadie, pese a haber logrado el sueño que se me antoja inalcanzable para muchos de los que después han seguido sus pasos.

En marzo de 1993, después de una entrevista que le hice en su casa de la Avenida Islas Filipinas, en Madrid, para la revista “Tribuna” en la que yo entonces trabajaba, comprendí por qué Manu Leguineche era tan admirado dentro de la profesión. No se las daba de nada, aunque su conversación le  delataba. Cuando me hablaba del libro “Los Topos”, que escribió junto a Jesús Torbado (“a él le gustaban las guerras, pero yo no había nacido para eso”, me comentó alguna vez Torbado), o del conflicto de Los Balcanes, que era creo el motivo de aquella entrevista, me quedaba escuchándole y mirándole sin pestañear, pensando para mí: ¿cómo es posible que un periodista con este bagaje, con lo que somos los periodistas, no se ponga ni una sola medalla?.

Pues bien, unos días después de publicarse aquella entrevista en “Tribuna”, me reafirmé todavía más en esa admiración que siempre le he profesado, al recibir una postal en blanco y negro de la Plaza del Doncel (Edición Casa Rodrigo) remitida por Manu, en la que aparece un grupo de chavales junto al arco de la entrada a la casa. Una postal de hace treinta años que he logrado rescatar ahora de mis desordenados archivos y en la que Manu me daba las gracias por la entrevista. “Querido Javier, gracias por tu cortesía y buen hacer periodístico. Eres un gran tipo. Abrazos. Manu Leguineche”. Creo que ese día me sentí más feliz que nunca, como si hubiera visto colmado uno de mis primeros sueños de periodista. Así de generoso era Manu. 

Y así le recordaré siempre. Como lo que era: un gran tipo, un gran periodista y una excelente persona. Y también se quedará grabada para siempre en mi memoria esta reflexión en voz alta del maestro y del amigo: “No se puede ser objetivo, pero sí jugar limpio”.

Gracias Manu por todo lo que has hecho y por el ejemplo que nos has dejado.

No hay comentarios