Cuando recuerdo la escena de aquella tarde de otoño en una granja de las afueras de Miranda de Ebro todavía me parto de risa. Me parece que estoy viendo ahora mismo la cara de susto de mi compañero Xosé Manuel Albán, saliendo aturdido y descompuesto de aquella nave gigantesca de gallinas de los Hermanos Pascual, con la ropa llena de polvo, la camisa por fuera y la cámara colgando del hombro cubierta de plumas. El maldito flash se le disparó de forma involuntaria, en medio del silencio y de la penumbra, y alborotó a miles de avesponedoras que permanecían acurrucadas y en silencio.
Fue uno de los momentos más divertidos que recuerdo de aquel viaje, a pesar del disgusto que se dejaba entrever en el rostro del encargado de aquella moderna instalación avícola, mientras Albán se sacudía el polvo. “Mira que os lo he avisado: las fotos sin flash. Seguro que dejan de poner huevos durante algunos días, por la impresión”, comentó aquel hombre cabreado y con cara de pocos amigos.
Cuento esta anécdota para explicar a continuación el contexto en el que se produjo y cómo reaccionamos los españoles cada vez que nos sentimos atacados desde el exterior. A raíz de una campaña desatada en la Unión Europea – verano de 1998, si no me falla la memoria -, después dedetectarse varios casos de salmonelosis, supuestamente provocados por unas partidas de huevos importadas de España, el director de la revista donde yo trabajaba entonces se propuso salvar el honor patrio y, de paso, echarle una mano a los preocupados avicultores españoles.
“Hay que poner a salvo la imagen de España en un tema tan delicado como este”, dijo.No debíamos quedarnos de brazos cruzados, mientras se extendía la alarmapor los países importadores de nuestros huevos. Bastantes problemas tenía ya entonces el sector avícola como para que encima llegaran los franceses y belgas a tocarnos los ídem.
La maquinaria informativa se puso en marchacon una estrategia claramente defensiva. Había que demostrar al mundo, o al menos a los países de nuestro entorno, que teníamos mejores huevos que ellos y, por supuesto, nada que envidiarles en cuanto a controles de higiene y seguridad alimentaria. Intentardestacar en un reportaje los “eficaces” métodos de limpieza e higiene que se aplicaban en nuestras instalaciones avícolas, desde que la gallina ponía el huevo hasta que el óvulo se colocaba en la caja. Y me tocó a mí la china.
Antes de poder demostrar que cumplíamos todas las normas de seguridad alimentaria, ya casi dábamos por buena la hipótesis de que nuestros huevos estaban siendo atacados por los avicultores del otro lado de los Pirineos, para impedir que aumentáramos las exportaciones y ganáramos prestigio y cuota de mercado.
A partir de este supuesto irrenunciable- “nos tienen envidia”-, lo que hicimos fue recabar información entre los representantes del sector.Intentar contrarrestar las informaciones que creabanmiedo y alarma en el consumidor. Y, como además queríamos ofrecer al lector uninforme detallado de la industria avícola, decidimos viajar a Miranda de Ebro, para hablar con los responsables de las granjas Hermanos Pascual y conlos encargados delos laboratorios que supervisan y controlan las instalaciones, los piensos que comen las gallinas y el envasado de los productos, en este caso los huevos.
Durante la visita a la ciudad burgalesa tuvimos ocasión de degustar primero un buen asado y de comprobar después la magnitud de aquellas instalaciones, en las que se envasan cada día toneladas de huevos. Las cintas transportadoras iban y venían, descargando la mercancía en cientos de cajas de cartón, que luego serían transportadas a los diferentes destinos. Nunca había visto tantos huevos juntos.
Tampoco había visto nunca tantas gallinas aplastadas en pequeños habitáculos, colocadas a lo largo de unos pasillos interminables, dentro de naves climatizadas y de pequeña altura,y poniendo huevos sin parar.
El resultado de aquella investigación sobre la cuestionada calidad de nuestros productos avícolas apareció con mi firma en un reportaje de varias páginas titulado “Tenemos los mejores huevos de Europa”. Al menos así se deducía de las informaciones que nos facilitaron los responsables de los laboratorios, los inspectores de sanidad y las asociaciones de consumidores.
Cada vez que se produce un ataque frontal contra productos españoles desde el otro lado de los Pirineos me acuerdo de los huevos de dos yemas que me regalaron en Miranda de Ebro. Y, sobre todo, de la cara descompuesta de mi compañero fotógrafo, Xosé Manuel Albán, al sufrir en propias carnes las consecuencias de un flashazo a destiempo en medio de un gallinero.
Sin embargo, creo que mereció la pena y que cumplimos el gran objetivo que nos habíamos marcado: defender los intereses de España, echándole un par de huevos. Si aquella afrenta contra los avicultores españoles, como otras tantas que se producen ahora, volviera a repetirse es muy probable que en lugar de reivindicar la calidad de los huevos autóctonos le echáramos la culpa al Gobierno. Por no tener lo que hay que tener.
¡Manda huevos!, que diría el actual embajador de España en Londres.