Viene de tierras del Este, allá por Molina, por Maranchón, a lo largo de la Paramera, viene pausadamente, nunca tiene prisa, pero sin descanso, es incansable. También es antiguo, originario, como las sombras de los árboles a la luz de las hogueras primigenias: el Nombrador de Sitios, que conoce todas las lenguas, las actuales y también todas las lenguas extintas, y las venideras, las sabrá, se quiere decir, cuando se creen o cuando las actuales evolucionen a otra cosa. El Nombrador de Sitios está pasando ahora sobre la Sierra Ministra, y rememora el nombre, la Sierra que Administra, que reparte, que decide qué gota de agua de lluvia se escurre a cada una de las tres cuencas, Duero, Tajo, Ebro.
Sigue, el Nombrador, hacia el Oeste, recordando nombres, repasándolos, dándoles matiz o lustre, en su eterno deambular desde el pasado y hacia el futuro. Atrás deja Bujarrabal, la torre del arrabal, nombre árabe, dicen, otros dicen que «buj» no es torre sino, también, «arrabal», que es por tanto un nombre repetido, redundante, tautológico, pero sólo el Nombrador sabe estos detalles. Toma por Las Conejeras, de arenas sueltas y pasto fino, y trepa un monte que no es monte sino Hondo, roza luego la Peña de los Ballesteros, nadie sabe dónde está la peña ni a qué ballesteros se refiere, unos dicen que será un apellido, quién sabe, bueno alguien sabe, alguien tiene que saber...
El Nombrador enfila al sur de Cubillas, que, a falta de vino en la alta Celtiberia, deberían ser cubos, torres femeninas, cubos que ahora son hembras, y pequeñas, y quizá cuadradas, qué habrá sido de ellas. Toma el barranco de la Hoz, uno de tantos en cualquier geografía, pasa al sur de los Castillejos, que no son castillos, son unos muros de los celtíberos, el nombre no será muy viejo, roza la entrada del barranco de las Cuevas, la del barranco del Ovillo, y va uno y dice «¿por qué le pondrían ese nombre a un barranco?» y otro contesta «qué sé yo, caprichos de la gente», y el Nombrador no evita la sonrisa, disimulada o cómplice, pero no con ellos sino con los que les precedieron, ¡pues claro que no son caprichos!, pero no dice nada, el Nombrador de Sitios siempre calla sus arcanos.
Se acerca a la Peña del Agua, o del Águila, o algo parecido, porque la ambigüedad es otro de los juegos del Nombrador, lo que llamamos derivación, otros dicen corrupción, de una palabra o de un nombre, pero es más feo que derivación. Hay torrenteras al Sur de Guijosa, que es la guijarrosa, o la pedregosa, la de los cantos de arroyo, y el Nombrador recuerda unos arremolinamientos excavados por la corriente en la arenisca rubia y gris, o roja y pinariega, y aprovecha, y les pone nombre a los remolinos, y va completando el catálogo, y se fija en los términos coloquiales, rebusca, escoge, a partir de hoy serán los Molinillos. Y sigue.
Sobrepasa la Dehesa, atraviesa el Barrancazo, encamina a los Arenales, toma la cabecera de Valdelobo obviando el barranco del Lucio, y lo de los lobos, vale, pero «¿lucios en el pinar de Sigüenza?», dice uno, «no», dice otro, «será nombre propio, barranco de El Lucio, un señor, un mote, qué se yo», «ah», dice el primero, el Nombrador sonríe otra vez, calla otra vez, y encamina aguas abajo. Al pasar por los Tiemblos mira si los tremedales de hierba empantanada siguen húmedos, con tanta sequía, por si acaso hay medida que tomar, y sigue. Llega a la Cueva Mosa, «¿y eso?» dice uno, «será por el humo, la Cueva Humosa» dice otro, y otro, con gafitas y aspecto friki –empollón mejor, le apunta al narrador otro con gafas aún más gordas–, mirando por encima de la montura, dice «hay cincuenta y dos palabras en el diccionario que terminan en -mosa o en -moso, lo sé porque lo miré ayer», y sigue «y aún más que acaban en -osa, -oso», y sentencia «¿por qué ha de ser precisamente Humosa la solución al nombre de esta cueva?», y añade «¿por qué no puede proceder, por derivación, de brumosa, o de melosa, o de armoniosa, o de mohosa, o de umbrosa, o, simplemente, de hermosa?» Y el Nombrador de Sitios sonríe otra vez, y se acuerda de la Cueva Humosa de Jimena, en Cádiz, y de la otra Cueva Humosa de Piñar, en Granada, y de otras, en Cazorla, y de algunas más salpicadas por esta Iberia, que es la de los conejos, la de este lado del Mar de Enmedio, la otra Iberia está en el Cáucaso, el pilar del mundo decían los griegos, a muchas leguas y muchas lenguas de distancia, y sigue sonriendo, y piensa «no, no es por eso», pero reconoce que le gusta, «¿y por qué no?», y fija su atención en una palabra, «hermosa», y sigue sonriendo.
Y, así, sumido en sus cábalas, se dirige ahora a la Raposera...