Domingo 23 de marzo. Tengo en la mesilla de mi habitación el libro “Puedo prometer y prometo” de Fernando Ónega y no me puedo resistir a recorrer de nuevo con la mirada el álbum fotográfico de sus páginas centrales: distintas imágenes de Adolfo Suárez, en familia, con el Rey, en Cebreros, con los padres de la Constitución o presidiendo algunos de los acontecimientos más importantes de la reciente historia de España.
Me quedan un par de capítulos para terminar la biografía escrita por el hombre que le preparaba los discursos al primer presidente de la democracia, pero creo que voy a dejarlo reposar algunos días.
Cuesta retomar la lectura, después de haber asistido en las últimas horas al reconocimiento tan unánime de la opinión pública española a Adolfo Suárez, incluidos los elogios y los aplausos de algunas de las personas que más lucharon para acabar con su carrera política.
El hombre que pilotó con enorme coraje y valentía la transición española de la dictadura a la democracia, la persona que nos hizo descubrir a millones de españoles el valor de la libertad, acaba de prestar en este domingo de marzo su último servicio a España. Costó sangre, sudor y lágrimas a este país, pero se consiguió. Esperemos, por lo tanto, que suelogiada trayectoria sirva al menos para que nuestros dirigentes actuales reflexionen y recapaciten sobre la importancia del diálogo, el acuerdo y la concordia entre los españoles.
Recuerdo las largas horas que pasé frente a la puerta de su chalet de La Florida, a las afueras de Madrid, intentando conseguir unas declaraciones, que no se produjeron, al día siguiente de que anunciara su retirada de la política. No hubo manera, aunque le agradecí el gesto que tuvo de bajar la ventanilla del coche para pedir disculpas por su silencio, con esa sonrisa que siempre llevaba puesta. También le reconozco su paciencia, cuando volvimos a abordarlo por la tarde a la salida de su despacho en la calle Antonio Maura, junto al Paseo del Prado. Adolfo Suárez había elegido dar la callada por respuesta. Llevaba demasiados golpes en el cuerpo, propinados por enemigos y también por correligionarios, como para levantarse de nuevo de la lona política. Además, quería recuperar a su familia.
Al hombre del “puedo prometer y prometo” con el que comenzamos a vivir en libertad los españoles me lo encontré unos años después en el vestíbulo de la Clínica Universitaria de Navarra acompañando a su mujer Amparo a las sesiones de quimioterapia. El mismo calvario por el que estaba pasando su hija Marian. En este caso no le estábamos esperando a él, sino que aguardábamos el último parte médico sobre la salud de Don Juan de Borbón, que moriría unos días después.
Como cuenta Fernando Ónega en su libro de recuerdos junto a Suárez, a los desengaños y los varapalos de la política se le fueron sumando enseguida los dramas familiares. Y, por si fuera poco, aparecieron luego los primeros síntomas de pérdida de memoria en la cabeza del hombre elegido por el Rey para conseguir que hiciera normal en la política lo que a nivel de calle ya era normal. Se ha hablado largo y tendido en los últimos días del papel de Adolfo Suárez como forjador de la democracia, pero no tanto de la ingratitud de quienes más le debían.
Se ha recordado también bastante su actitud valerosa durante el Golpe del 23-F y de cómo saltó de su escaño al ver que el teniente coronel Antonio Tejero intentaba infructuosamente derribar al teniente general Gutiérrez Mellado (el único que no le traicionó mientras fue presidente), pero mucho menos de su capacidad para conciliar posturas yconstruir acuerdos, a la vez que persistía en el empeño de acabar con la pesadilla de las dos Españas.
Ojalá que su fallecimiento haya servido al menos para reivindicar lo mucho que le debemos los españoles por desmontar el viejo y destartalado edificio político de la dictadura. Y para admirar también su magisterio a la hora de arreglar las redes eléctricas y las tuberías, sin cortar mientras tanto la luz ni el agua.
La figura de Adolfo Suárez se ha ido agrandando con el paso del tiempo, en la misma proporción en que ha ido empequeñeciéndose la imagen actual de nuestra clase política. La generosidad del primer presidente elegido por las urnas después de la dictadura no es una moneda común en la España de las Autonomías que él puso en marcha, con acuerdos y pactos entre todas las fuerzas políticas representadas en el Parlamento. Mientras Suárez vivía durante la última década en la “desmemoria” provocada por el alzhéimer, algunos se encargaron de acabar con el espíritu de la transición que él había patentado. Incluso hay quien ha llegado a pensar que la enfermedad de Suárez no ha sido más que una especie de antídoto contra la sinrazón y la falta de políticos de altura, de auténticos hombres de Estado.
Fernando Ónega recuerda en su libro la llamada que le hizo un buen día a Adolfo Suárez con la intención de recordarle que iban a comer juntos y la excusa que éste le puso. “Lo siento, pero el que tiene que cuidar de mi mujer soy yo”, le comentó algo enfadado el padre de la transición. A Fernando se le cayó el teléfono al suelo, pues la esposa de Adolfo Suárez, Amparo Illana, había fallecido hacía dos años. Aquella respuesta era la mejor constatación de una desmemoria que contrastaba paradójicamente – año 2006 – con la recuperación auspiciada por Zapatero de la otra memoria histórica que nos devuelve a los años más negros de nuestro pasado.
El expresidente Adolfo Suárez está ya en la historia. Eso está claro.
Además, su nombre siempre irá unido a la transición democrática, al pacto y al acuerdo. En lugar de manipular a las nuevas generaciones con mensajes cainitas y con discursos que alimentan el enfrentamiento, tendríamos que recordar de vez en cuando que en este país llamado España hubo una vez un político llamado Adolfo Suárez que traicionó hasta sus ideas y sus orígenes para asumir la difícil tarea de traernos la concordia, la libertad y la democracia.
Aunque hayamos tardado algún tiempo en reconocérselo, nunca deberíamos de olvidarlo.