Me recordaba no hace mucho el director de informativos de Telecinco, Pedro Piqueras (Albacete, 1955), que a sus paisanos manchegos se les ha visto siempre con la boina y con el hacha. Con la boina porque tienen que protegerse del calor y del frío – depende de las estaciones – y con el hacha porque les gusta cortar todo aquello que crece, para poder contemplar mejor la llanura. Esta imagen, que podría ser perfectamente aplicable, con algunas variantes e interpretaciones, a otras regiones de España, sólo es una aproximación gráfica a la personalidad de un pueblo.
La boina y el hacha ya no se llevan, pero siguen siendo una referencia inevitable cuando volvemos la vista atrás. Son dos elementos casi ya extraños en la vida cotidiana de muchos ciudadanos de Albacete, Ciudad Real o Toledo, pero sirven para explicar una forma de ser y una forma de sentir – como los seguidores del Atlético de Madrid – de todo un pueblo. La llanura es el paisaje que Pedro Piqueras ha interiorizado desde su más tierna infancia. Un espacio abierto al que había que despojar de cualquier obstáculo que impidiera ver el horizonte. El hacha no debe ser entendida aquí – aunque ya más de un ecologista lo estará pensando – como una amenaza para el medio ambiente, sino como una herramienta necesaria para conservar el ecosistema y procurar que todo siga como estaba. La boina, por otra parte, debe de ser interpretada como una especie de salvaguarda del ecosistema de nuestras ideas.
En la taquillera película “Ocho apellidos vascos”, además de unos magníficos paisajes, aparecen algunos de los tópicos más frecuentes que reflejan de forma exagerada la manera de ser de vascos y andaluces. El éxito de la película radica, precisamente, en esta saludable necesidad del ser humano de poder reírse de sus pequeñas historias y de los tópicos con los que convive, desmitificando algunas reivindicaciones trasnochadas que unos pocos se empeñan en conservar en el siglo XXI.
No voy a establecer diferencias evidentes entre la boina manchega y la chapela donostiarra – podría hacerlo también entre el sombrero cordobés o la barretina catalana –, ni tampoco hablaré del tamaño de una y otra, para no herir susceptibilidades. Pero sí creo que conviene llamar la atención sobre el uso que en ocasiones se hace de esta prenda tan española. Estoy de acuerdo con Piqueras en que la boina sirve para protegernos de las inclemencias del tiempo y el hacha para impedir que se pierda la visibilidad de llanura.
Fundamentalmente. Sin embargo, no siempre es así. No siempre se usa la boina para lo que fue inventada.
En demasiadas ocasiones, la boina y la gorra son utilizadas para protegernos de la supuesta amenaza de contaminación de las ideas ajenas o para no dejar escapar las pocas ideas y ocurrencias que uno pueda tener en la azotea. Podría poner infinidad de ejemplos relacionados con estas medidas disuasorias y preventivas, pero quédense solamente con estas dos expresiones: “España nos roba” o “esta Constitución a mí no me representa porque yo no la voté”. La boina, está muy claro, no nos deja ver el horizonte.
La Asociación de Amigos de la Boina – Alfredo Amestoy creo que estaba en tan peculiar institución – debería de convocar un referéndum o al menos firmar cuanto antes un manifiesto en defensa del buen uso de esta prenda tan española, lleve o no lleve visera, tenga o no un rabillo en lo más alto, a modo de antena, incorpore orejeras o esté más o menos ladeada hacia la izquierda o hacia la derecha.
Por si pudiera servirles de pauta, yo les aconsejaría que denunciaran a todos aquellos que se calzan hoy la boina, aunque sea de manera simbólica – como podrían calzarse nuestros antepasados los viejos principios generales del movimiento –, para aislarse de lo que está ocurriendo. Recomendaría que esas boinas de las que me hablaba hace poco Pedro Piqueras nos protegieran del calor o del frío, pero sin dejar de ser permeables a las ideas ajenas, sobre todo en algunas de las comunidades históricas. Desconfiaría de las boinas caladas hasta las orejas.
Es cierto, como decía Antonio Muñoz Molina en su libro, “Todo lo que era sólido”, que los de nuestra generación nacimos en un mundo y nos hicimos adultos en otro. Vivimos la dictadura de niños y alcanzamos la madurez con el despertar de la democracia. Y, en este recorrido vital, lleno de incertidumbres y de sobresaltos, tuvimos tiempo de apreciar el sacrificio de nuestros padres, mientras aprendíamos a respirar nuevos aires de libertad.
Durante este recorrido, hemos visto boinas de todos los colores y de muy diferentes hechuras y tamaños. Los domingos, en la puerta de la iglesia, he visto yo caer lentamente las boinas – o las gorras, si lo prefieren – de las cabezas como si fueran piezas de dominó. Una tras otra. Los hombres se despojaban de esta prenda al hacer su entrada en el recinto sagrado. Lo hacían de forma respetuosa, inclinando la cabeza y haciendo la señal de la cruz. Luego se sentaban en los bancos de atrás, dejando las primeras filas a las damas.
Decía Antonio Machado que en España “de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Algo tendremos que hacer para que se invierta esta proporción. Aunque, mucho me temo, que nos va a costar todavía bastante.
No hay más que ver las oscuras boinas que asoman por el horizonte, caladas hasta las cejas. Y menos mal que hemos ido enterrando el hacha…