Observando la hoguera, meditando en las llamas de pino quemado en las puertas de la iglesia de San Vicente una noche cualquiera de 21 de enero, es inevitable preguntarse el por qué de todo ello. Hoguera invernal, fuego en el mes del frío, tan lejos de otros momentos del año en los que las fogatas tienen una justificación más conocida, como las de San Juan, ligadas al ciclo astronómico (solsticio de verano). Y no solo la hoguera: hay caras tiznadas de los niños —y no tan niños—, saltos sobre la lumbre, rosquillas bendecidas, incluso, últimamente, un ramaje seco con naranjas colgando que arde en la cúspide desparramando la fruta, que es atrapada por los niños, protagonistas todo el tiempo. En este San Vicente nuestro, tenemos además la prolongación en las ofrendas, la subasta y el discreto agasajo del día siguiente —el «bibitoque»—. Toda fiesta es un conjunto complejo de símbolos, poso del pasado y receptor del presente —de cada nuevo presente—, que a menudo oculta sutilezas sepultadas en el tiempo y en la costumbre. Pero quizá las invernales sean las más sutiles de todas, enmarcadas en ritos que se pierden en la lejanía de los siglos y que se mezclan, hibridando orígenes, motivos y, por tanto, interpretaciones.
El San Vicente seguntino, con su misteriosa hoguera, se resuelve en una pista cuando nos fijamos en que no está solo en el santoral y en el ciclo de invierno. Hay una serie de santos, colectivamente apodados en algunas regiones españolas como los «santos barbudos», que se reparten el calendario en estas fechas de nieve y hielo. Son muy tradicionales en el cercano Aragón, donde los más populares bajo este apodo son San Pablo Ermitaño (15 enero), San Antón (San Antonio Abad, 17 enero) y San Sebastián (20 enero). El tercero, poco barbudo, se ha de decir, si atendemos a la iconografía cristiana, pero sí lo son los dos primeros, ambos anacoretas y dedicados a la vida contemplativa en cuevas del desierto de su Egipto natal (s. III-IV). En el Sobrarbe se suele decir que la semana de los santos barbudos es la más fría del año. En el mismo sentido se dice en Castellón «tres sants barbuts i amb capa», donde su trío con barba se compone de San Antonio Abad, San Honorato y San Blas.
Lo que une a todos estos santos barbudos del invierno, que «en sus barbas traen el frío», es la celebración de hogueras festivas. No solo los citados: en pueblos de Cataluña se encienden lumbres en honor a los anteriores o, por ejemplo, a San Mauro (15 enero), mientras que en el prepirineo oscense la nómina de hogueras es amplia, y se compone de los honores, por localidades, a San Quílez (7 enero), San Victorian (12 enero), San Pablo, San Antón, San Sebastián, San Fabián (20 enero), San Vicente (que en realidad no es «barbudo» según la iconografía) o, incluso, hasta por San Blas (3 febrero), que culmina el ciclo en Ateca, por ejemplo, con su misteriosa fiesta de la «máscara», ya relacionada con las botargas.
Así, podemos comprobar que, sin duda, es enero el mes con más hogueras en la geografía ibérica. O enero con pequeñas prolongaciones hacia atrás o hacia delante. Porque las hogueras invernales en realidad suelen empezar ya durante el ciclo navideño. Así, en partes de nuestro país las hay ya por la Inmaculada (8 de diciembre) y Santa Lucía (13 diciembre), no siendo infrecuentes en Nochebuena, donde resulta interesante el llamado «leño de navidad», de raíces indoeuropeas, en el que se intenta adivinar el porvenir por las ascuas y del que se guardan las cenizas (al igual que las de muchas de las hogueras citadas), a las que se atribuyen virtudes mágicas, por ejemplo para curar enfermedades de la piel (cosa quizá relacionable con nuestro «tiznado» de las caras de los niños por San Vicente).
En nuestra provincia, hay hogueras en diciembre, como las de la Inmaculada y la Purísima en Horche, Molina de Aragón y Romanones, e incluso ya al final de noviembre, como la hoguera de Santa Cecilia (día 22) en Hiendelaencina. En enero, además de la de San Vicente de Sigüenza, hay hogueras por San Antón en Alustante y en Jadraque («la luminaria») o, caso particular, en Valverde de los Arroyos, con la «chinela de San Ildefonso» (23 enero), otro «barbudo».
La culminación a todo este ciclo del fuego invernal, además de, puntualmente, el citado San Blas, termina en el paroxismo de la festividad por antonomasia del fuego y las hogueras del frío, que no es otra que la Candelaria (2 de febrero). Especialmente en Andalucía, donde las hogueras —o «candelas»— se multiplican por los pueblos, con leña de ramas de olivo de la poda o matas de romero del monte, lumbre que conlleva rituales y significados, como el salto sobre el fuego, con su simbolismo purificador, que a veces lleva la idea de renacimiento (nuevo año) y regeneración con el alma y el cuerpo limpios y preparados para la nueva estación de prosperidad (quema de muebles viejos, por ejemplo, en muchas localidades andaluzas).
Porque no hay que olvidar que estas festividades encajan como anillo al dedo entre dos momentos importantes del ciclo festivo durante el periodo romano, como son las Saturnales (nacimiento del «sol invicto», es decir, solsticio de invierno, hoy Navidad) y las Lupercales, misteriosa celebración de la naturaleza y lo silvestre del ser humano relacionada con el actual carnaval (o carnestolendas), es decir, con la primavera. No en vano, en muchas de estas celebraciones con fuego del invierno se comparten rasgos con estos dos momentos de ancestral origen. Hay, por ejemplo, mascaradas y cencerradas en muchas de ellas (incluso el «tiznado» de San Vicente puede considerarse un modo de enmascaramiento), reparto de bienes y agradecimiento (con la bendición de bollería, por ejemplo) por su disposición, ritos relacionados con la parte más primitiva del ser humano (diablos y fuerzas malignas representadas por máscaras) o con la ruptura del orden «natural» establecido, es decir, fiestas de «inversión» (agasajar a los animales, como en San Blas, cambiar la personalidad —máscaras—, o incluso dar el poder a las mujeres, como en Santa Águeda), esto último relacionado con las Saturnales romanas, en las que, como parte del rito, los patricios eran esclavos y los esclavos patricios, etc.
Faltarían por citar numerosas festividades repartidas por la geografía que, a menudo, combinan el fuego con las máscaras, en lo que, avanzado o finalizado enero, será ya preludio de carnaval, especialmente a partir de la Candelaria, aunque en Aragón se dice que «por San Antón, carnestolendas son», enlazando así el ciclo navideño con el primaveral en una sola unidad. Quizá una de las más llamativas sea la fiesta de La Vijanera (Silió, Cantabria), que se celebra el primer domingo del año (la primera mascarada del calendario en toda Europa), en lo que es una celebración cargada de simbolismo de cambio de año, que congrega 75 personajes diferentes caracterizados por sus máscaras y disfraces particulares, elementos humanos, animales o sobrenaturales, entre los que destaca Jano, que preside la fiesta, calco directo del dios Janus romano, que da nombre al primer mes del año (Ianuaris, enero), con su rostro de doble perfil, uno mirando al año que muere y otro al que nace. Quizá en este simbolismo de renacimiento, de ruptura y redención, de «borrón y cuenta nueva», sea donde mejor encaje todo este ciclo de quemas invernales, complejo y diverso, en el que, sin duda, entraría nuestra hoguera de San Vicente.