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Estamos llegando a un nivel tan bajo de autoestima que cualquier elemento positivo levanta sospechas. Ni la realidad objetiva más evidente es ajena a este espíritu crítico y cicatero que reflejamos los españoles a la hora de exhibir con cierto orgullo lo que somos y lo que tenemos.

En este mes de las flores – con flores a María, que cantábamos de chavales –vamos a poder comprobar las enormes proporciones que adquiere nuestro secular pesimismo en vísperas del 24-M. Al ciudadano, ya de por sí escéptico ante la cosa pública, le bastará con sentarse junto a la puerta de su casa para ver desfilar a candidatos que prometen lo imposible, seguidos de otros que pretenden mantenerse en el poder con una hoja de servicios que deja bastante que desear.

El estado de ánimo de los ciudadanos españoles no está para muchas bromas. No hay más que observar la escasa movilización que provocan las distintas opciones políticas para constatar el aburrimiento que despierta en amplias capas de la población la nueva cita electoral del día 24 de mayo. El mes de las flores y de las papeletas. Han sido demasiadas decepciones, demasiados abusos, demasiados desplantes a la confianza de los contribuyentes; demasiadas razones para desconfiar de unos dirigentes que no han sabido estar a la altura de las circunstancias.

Sin embargo, de nuestro voto depende que esto cambie. Para quienes nos hemos criado en esta tierra, aunque ahora vivamos temporalmente alejados de ella, no nos extraña observar el siguiente panorama: “esto no tiene arreglo, tendrían que haber arreglado aquello, no tenían que haber hecho lo otro”. Como decía el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy: “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tu por el país”. O por tú ciudad, por tu pueblo o tu barrio.

En el plano nacional, ocurre algo muy curioso: desde fuera nos ven a los españoles como un pueblo trabajador, creativo y capaz de grandes gestas, mientras que dentro nosotros nos erigimos en portadores de los mayores desastres. Hace algunas semanas, en un periódico nacional, leí una reflexión interesante, relacionada con esta falta de orgullo y de reconocimiento que muestra el español hacia los logros de esta vieja nación, que los ha habido, los hay y los seguirá habiendo. Como si nos gustara recrearnos más en los desastres – y no solo de las guerras – que en las cosas positivas, que también las hay y que en absoluto desmerecen de las de otros países de nuestro entorno que tanto se vanaglorian, por ejemplo al otro lado de los Pirineos.

Si nos alejamos en el tiempo, lo de El Cid no fue para tanto –“un cazador de recompensas”, como decía el articulista–; Isabel la Católica llevó a cabo la reconquista y durante su reinado Colón descubrió América, pero nos quedamos con que no se lavaba; Felipe II protegió en lo que pudo un gran imperio, pero se hace más hincapié en la oscuridad que le rodeaba. Al final, nos flagelamos con la pérdida de ese imperio y con el desastre del 98 y no disfrutamos de las gestas que salpican nuestra ya larga historia. Hemos logrado reescribir la historia, pero no para presumir de ella, sino para mortificarnos con ella.

Pero no nos quedemos en el pasado y tomemos como referencia este tiempo convulso que nos ha tocado vivir a los más jóvenes y a quienes peinamos canas. Tenemos una historia impresionante, pero somos incapaces de defender los símbolos que van ligados a ella. Sólo en España es posible presenciar espectáculos tan grotescos como el de ver silbar al himno de tu propio país. Y hasta nos parece un ejercicio de libertad poder tirar piedras contra nuestro propio tejado. Somos tan increíblemente ridículos que hasta nos da vergüenza ondear la bandera española, salvo que tengamos la excusa de haber ganado dos Eurocopas y el Mundial de Sudáfrica.

En estos momentos, cuando el país comienza a salir de la crisis económica, aunque la recuperación apenas sea perceptible en las economías familiares, seguimos empeñados en convencernos a nosotros mismos de que somos un desastre y de que no vamos a llegar a ningún lado. Unas veces por intereses políticos y otras por razones que podrían estar relacionadas con arraigados complejos del pasado –o por una extraña tendencia al sentimiento trágico de la vida que conduce al suicidio colectivo–, lo cierto es que ya casi ni presumimos de los éxitos colectivos.

Del “soy español, ¿a qué quieres que te gane?”, hemos pasado al muro de las lamentaciones. Se nos olvida con frecuencia –y con esto no quiero restar dramatismo a los insoportables índices de paro– que somos el tercer país con menor tasa de mortalidad infantil; que sólo nos supera Japón en esperanza de vida, como lo demuestran los continuos homenajes a nuestros centenarios; que mantenemos mal que bien una sanidad gratuita y universal; que somos líderes en trasplantes; que dedicamos mucho menos dinero al Ejército que otros países con rentas per cápita más bajas; que nuestro idioma lo hablan cerca de quinientos millones de personas; que somos la tercera potencia turística mundial; que tenemos un patrimonio histórico y artístico impresionante; que nuestras infraestructuras viarias no tienen nada que envidiar a las de Alemania, aunque estemos endeudados hasta las cejas…

Esto, como diría un compañero de Onda Cero, “no son opiniones, son datos”.

Entonces, ¿por qué nos pasamos todo el día llorando?

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Viñeta

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