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La Alameda

Cruzas el arroyo sin agua del Vadillo, por detrás de las Ursulinas, te asomas a la carretera de Alcuneza y doscientos metros más adelante giras a la derecha para subir bordeando la urbanización de las Malvinas hasta la Fuente Nueva. Aunque lo parezca, no, no es una transcripción de las indicaciones de un GPS, sino el transcurrir de los primeros pasos matinales, antes de coger la Carreterilla del Conde, donde hace unos días me encontré con  un cervatillo casi en la misma cuneta.

Otro recorrido alternativo que también te conduce al cruce de caminos, desde donde se abren, como en un abanico, los distintos senderos de arena del pinar, es el que transcurre por las calles del Humilladero y Valencia, hasta coronar el primer puerto de la jornada, con la silueta del castillo-parador recortada por los primeros rayos de sol en la explanada. Ya sea desde el Oasis – en cuyas pistas mis hijos mayores aprendieron a montar en bici - o desde la Carreterilla del Conde, con vistas a La Lastra, lo realmente importante es sentir en la piel la leve brisa de la mañana y dejarte llevar por los diferentes caminos y vericuetos que surcan el pinar de Sigüenza.

Porque, al fin y al cabo, de eso se trata. De desconectar, de perderte en medio de la naturaleza y de dejarte atrapar por sus silencios en esas primeras horas del día, antes de que el calor vuelva a apretar en un mes de julio de records. En Sigüenza, por su rico pasado, por el protagonismo de antaño, es muy fácil perderse en el tiempo y recrearse en la épica de la Edad Media. Basta con recordar nuestra historia, que aún permanece grabada en algunas de sus paredes y en el interior de emblemáticos monumentos, como la Catedral, el Castillo, la Plaza del Doncel o los arcos de las Travesañas, para comprender por qué  Sigüenza invita a perderse en el tiempo.

Sin embargo, también es muy fácil en Sigüenza – incluso yo diría que hasta aconsejable para la mente – perder el tiempo, olvidarse de los agobios y tensiones del resto del año, cargar las pilas y afrontar la pura inanición como uno de los principales imperativos del descanso vacacional.

Hay muchas maneras de perder el tiempo – incluso durante los meses de actividad laboral –, pero ninguna me parece tan enriquecedora y gratificante como la de sentir que además está mereciendo la pena hacerlo. Cuando no hay ni asomo de culpa o remordimiento. Me refiero a la pérdida de ese tiempo que se decía de oro, mientras paseas por la Alameda, escuchas el sonido de unas campanas, te refrescas en la Fuente del Abanico, ves caer la tarde desde la Plazuela de la Cárcel o contemplas desde un ribazo, camino de las Praderas de Valdelagua, los perfiles recortados de los pinos y chopos que rodean el Campamento de Don Daniel, donde en esos momentos empiezan a desperezarse y a salir de las tiendas de campaña un centenar de niños acompañados por una veintena de monitores.

Me imagino a Don Daniel en el asilo rezando, junto a sus hermanas Carmen e Inés,  para que una de sus obras sociales más queridas y añoradas – “Abriendo Camino” – tenga continuidad y siga avanzando por nuevos senderos de la mano de quienes antes fueron niños de campamento.

En realidad, Sigüenza es la mejor respuesta a una pregunta que escucho estos días con frecuencia: ¿pero qué prisa tienes? Una ciudad para disfrutarla con tiempo, buscando la mejor sombra, sin  prisas y con no pocas pausas. Es esta ciudad reposada, de la que siempre puedes sentirte orgulloso cuando alguien te pregunta o te habla de ella. Aunque haya que mejorar en muchos aspectos, y por mucho que se crucen en su camino no pocos obstáculos a su desarrollo y crecimiento…

Cuando alguno de esos compañeros de trabajo un tanto despistados, por no llamarles directamente ignorantes, te comentan sorprendidos que no imaginaban que dentro de un núcleo poblacional tan reducido pudiera tener cabida tanta obra de arte, comprendes mejor la magnitud de lo que muchas veces has contemplado al pasear por sus calles, sin darle demasiada importancia, sin apreciar realmente lo que nos dejaron nuestros antepasados.

Al lado de la Sigüenza monumental, de las rutas obligadas para los turistas, existe otra Sigüenza menos conocida, aunque de una riqueza medioambiental y de un encanto que creo merece mayor atención por parte de quienes tienen la obligación de preservar nuestro patrimonio natural.

En estos días de asueto y relax me he encontrado en un cajón de la mesilla con un ejemplar de “El Afilador” – precursor de “La Plazuela” –, de agosto de 2007, donde aparece la primera entrega de un reportaje titulado “Por las fuentes de Sigüenza (I)”. Una crónica en la que pasaba revista, de la mano de Ignacio Alcalde – mano generosa y amiga – a las fuentes que brotan repartidas por el término de Sigüenza. Algunas de ellas las he podido ver de nuevo ahora, tan abandonadas como hace ocho años, y encima sin la grata compañía de Ignacio, que se nos marchó sin apenas hacer ruido, como suelen hacerlo los más grandes.

“No aparenta tener 78 años y menos con esas zapatillas deportivas, el pantalón vaquero, la visera blanca y un bastón con punta metálica que le regaló su hijo José Ignacio para andar por el campo”. Así presentaba entonces a mi compañero de viaje, con el que descubrí algunas fuentes – entre otras la del “Tío Moquillo”, donde charlamos con Juan Caballero – y bellos entornos naturales. Parajes con encanto que hoy, desde la barandilla de la Alameda, me invitan a seguir recordando a Ignacio.

Javier del Castillo
Director de Comunicación de Atresmedia Radio

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