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Llega octubre sin que caiga la lluvia suficiente sobre los campos y sobre las almas. Termina septiembre tras un verano demasiado aniquilante y, sin agua ni sustancia en los suelos ni quizá en el horizonte, empieza a otoñecer. Los chopos de la vega amarillean, los fresnos de las dehesas lo hicieron antes, y en los espinos se muestran las bayas rojas sobre el follaje que aún persiste tornando sus clorofilas del estío. Así ha sido siempre, así será siempre. Para los griegos clásicos el otoño era la estación del renacer y en Eleusis festejaban la promisión acuosa con grandes celebraciones; luego vendría la otoñada de los campos, la hierba renacida, fundamento de los rebaños, en las colinas áridas del Peloponeso y de los Pindo. Los belicosos aztecas celebraban guerras sagradas —la guerra florida— cuando escaseaba el alimento, es decir, en los años secos especialmente, y en ellas tomaban prisioneros que terminaban en el altar de sacrificios para motivar en su cometido fecundante a los dioses del cielo y de la lluvia.

Este año nos escasea el agua que revive y, si Tláloc no lo remedia en un repentino apercibimiento —quizá hagan falta flores de sangre de corazones arrancados—, en los terrenos polvorientos nos falta el mayor misterio de la estación, es decir, los hongos.

¿Qué pensaría el hombre primitivo, se quiere decir el antiguo, ante el espectáculo micológico repentino en los otoños de las tierras templadas del mundo? ¿Cómo podría haber imaginado que de esos filamentos invisibles que hilvanan los granos de tierra es de donde proceden las setas multiformes? ¿Cómo idear que esos micelios se agrupan, retorciéndose en sí mismos, para lograr un empuje simultáneo y poderoso, emergiendo en el suelo: cuerpos fructíferos del abismo, nacidos de la nada? ¿Y cuál es el sentido de esa abundancia extravagante venida en un momento, esa vastedad de colores y de formas, de tamaños, de sabores, mejor estos de las que se comen, que otras se pueden comer también, solo que muriendo en ello?

Unos, digamos por imaginar, pudieron creer en una siembra celeste, que nacieran las setas de estrellas derramadas, de bólidos fugaces que, en las noches sin luna del otoño humedecido atravesaran las nubes de agua suspendida para, así fertilizadas, caer, ya crecidas, quedando hincadas en el suelo mullido de las fragas espesas y de los campos abiertos. Otros, más directos, quizá pensaran en un sembrador nocturno que, metiendo la mano en un sobrenatural capazo, arrojara las simientes, como si fuera a voleo, para, cuando el alba ya brilla en el rocío, dejar tapizadas las hojarascas y los prados de una alfombra de hongos salpicada e inabarcable. O tal vez creyeran que las raíces invisibles de las espontáneas apariciones carnosas procedieran de un averno profundo e inquietante al no hallar contacto con ser vivo de este mundo por más que se excavase en busca de explicaciones. Quizá algunos, más encaminados, elucubraran que fueran esas setas emanación de las raíces subterráneas de los árboles, explicando con ello por qué unas salen solo en las encinas y las chaparras, otras solo en los pinos, o en las hayas, o en los abedules, por poner un ejemplo, o las que crecen directamente en la madera.

¿Y cómo explicar la diversidad de colores? ¿Quizá un diablillo loco se encargara de pintarlas una vez nacidas de las estrellas o de las gotas lluvia?

El caso es que, en plena sequía de humedades y de sentires, evocamos, porque nos lo pide el alma y lo necesita el cuerpo, un otoño en el que admirar —pupilas dilatadas empapadas de belleza— amarillearse la lluvia al acariciar los chopos (Julio Llamazares) caducos del cansancio del año terminado, en el que sentir en los paseos por el campo empaparse la arcilla pegajosa de los caminos y, si el cielo persistiera en su intención más líquida, llegar esa humedad hasta el subsuelo y ponerse a crujir los micelios al unísono, henchidos bajo el humus fértil que es la alfombra de los bosques. Para que así, una mañana, que es un punto estrecho en el tiempo de las estaciones, el campo entero se nos llenara de setas y los ojos y las mentes deseosos de matices pudieran distenderse en la variedad y la armonía del funcionamiento del cosmos y sus hilos invisibles.

Una leve esperanza, vemos el mapa del tiempo, en que el dios azteca decida apiadarse algo de las campiñas exhaustas apenas satisface al espectro de los sacrificados en el altar de la aridez, que deambulamos sonámbulos, temerosos de la cuantía que se sospecha insuficiente ante la sequía que nos atenaza, inmisericorde y profunda. En los años que no llueve mas que irregularmente —una tormenta escasa, innecesaria, a final del verano—, en aquéllos en los que lo hace y luego cesa y sigue la extenuación, las setas infrecuentes se comprimen en sí mismas para hacerse masa informe, tenebrosa, de larvas de insectos nacidos del aire. Y desaparecen como si no hubieran existido, quizá regresando, disueltas en la tierra, a aquellas profundidades desconocidas e insondables. Cuando el otoño acaba, después de las setas, se van los seteros que poblaron, que saturaron por unos días las florestas. Y en el campo vuelve la quietud bellísima y algo triste —triste en su belleza— que es patrimonio de las almas solitarias. Y así será durante meses eternos. En el siguiente invierno, al final del otoño, de nuestras vidas.

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Viñeta

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