La verdad es que me hacía ilusión entrevistar a Camilo J. Cela en su casa de “El Espinar”, junto al Río Henares, en aquella primavera de 1992. Charlar tranquilamente con el Premio Nobel y hacerlo además coincidiendo con la exposición que acababa de inaugurarse en la Biblioteca Nacional con motivo del cincuenta aniversario de “La familia de Pascual Duarte”.
Cuando le llamé para proponerle la entrevista, quedé sorprendido por su amabilidad, que no era precisamente la característica más destacada del escritor, y por una predisposición inesperada. “Véngase mañana mismo a las once y media”, me dijo. También me informó de cómo llegar a la casa, por la carretera de Fontanar, y le noté feliz y contento cuando le apunté que conocía bien la provincia de Guadalajara. Dije: este no es mi Cela antipático y maleducado, que me lo han cambiado. El Cela que un día, en la inauguración de un Año Jacobeo en el que participaban varios presidentes autonómicos, en el monasterio de Roncesvalles (Navarra), se encaró con un compañero periodista que tenía a mi lado porque utilizó la palabra “lúdico” al preguntarle por los atractivos del Camino de Santiago.
Aquella entrevista concertada con el escritor nunca se celebró. La noche anterior a la cita recibo la llamada de la secretaria de Julián Lago, director entonces de “Tribuna”, la revista en la que yo trabajaba, y me cuenta que ha llamado Marina Castaño para anularla “por problemas de agenda”. Llamo a Marina Castaño y enseguida compruebo cuál es en realidad el problema. Don Camilo no puede ya decidir por sí mismo, sino que tiene que someterse a la agenda que le organiza su compañera Marina Castaño. En una palabra: plegarse a los compromisos sociales que ella le marca y que en la mayoría de los casos son ajenos a la vida académica y literaria.
Les cuento esta anécdota porque sirve para constatar de una forma muy gráfica la existencia de dos etapas perfectamente diferenciadas en la vida de Camilo J. Cela: la del escritor entregado a la creación literaria y la del personaje público que encarna después de recibir el Premio Nobel en 1989. La del autor de algunas de las obras más importantes de la literatura española del siglo pasado – “La familia Pascual Duarte”, “La Colmena” o “Viaje a la Alcarria”, que editadas en la Colección Austral todavía conservo en mi biblioteca – y la del protagonista y animador de fiestas sociales y espectáculos de todo tipo en Marbella o en los salones más selectos de la capital de España. Lo mismo le hacían montar en globo en la Costa del Sol que posar junto a Isabel Preysler para el “Hola” en el nuevo chalé de Puerta de Hierro, adquirido a Carlos Goyanes y Cari Lapique, después de abandonar la casa de “El Espinar” en Guadalajara.
Camilo J. Cela había sido feliz recorriendo los pueblos y los campos de la Alcarria. Degustando los productos típicos de su gastronomía. Disfrutaba con el hablar de nuestras gentes y se interesaba por sus tradiciones y fiestas populares. Tenía buenos amigos en Torija – el gran pintor Jesús Campoamor - ; en Brihuega, donde acababa de refugiarse Manu Leguineche; en Peñalver, donde conoció a Teodoro Pérez Berninches y juntos se inventaron el Premio “Su Peso en Miel”; o en Guadalajara capital, donde Francisco Marquina era, además de amigo, su biógrafo y su fiel escudero hasta que Marina Castaño decidiera apartarlo de su lado. Recibía a amigos de Madrid – Raúl del Pozo, Paco Umbral, Santiago López Castillo, entre otros – y a significados palmeros de distinto pelaje y procedencia. Y luego, algunos jueves, le llevaban a la Real Academia de la Lengua para comprobar el estado de salud de nuestro idioma y tomar el té con sus apreciadas pastas, como me confesó en cierta ocasión el filólogo y también académico, Emilio Alarcos.
Pero pasemos página. Las celebraciones del centenario de Cela van a permitirnos – espero – releer algunas de sus obras, hablar del escritor en sus distintas facetas, recordar su relación con Guadalajara y volver a poner de nuevo en la agenda turística nacional e internacional la Ruta “Viaje a la Alcarria”. Porque el gran libro de viajes de Camilo J. Cela es patrimonio de todos, no solo de unos cuantos. Cualquier promoción que se haga de los lugares recreados en el libro de Cela deberá tener en cuenta la trascendencia de la obra, más allá de los intereses particulares. Y todas las instituciones deben de sumar esfuerzos, sin mezquinos intereses partidistas, para conseguir que el recorrido literario y personal de Cela atraiga a miles de viajeros y turistas a la Alcarria, pero no solo ahora, porque se conmemora el centenario del nacimiento del escritor o en el 2021, cuando se celebre el 75 aniversario de la visita del Premio Novel a nuestra tierra, sino de forma permanente.
“Comprenderás que es un honor y un orgullo tener a Camilo J. Cela en Guadalajara”, le escuché decir a José María Bris, entonces alcalde de la ciudad, tratando de justificar una flagrante irregularidad urbanística cometida por Cela y Marina Castaño en su casa de “El Espinar”. A Don Camilo se le permitían ciertas cosas, en agradecimiento a los servicios prestados a la promoción indudable de nuestra provincia. Y si hacía falta, como así ocurrió en alguna ocasión, se le enviaba una brigada de la Diputación para arreglarle el camino de acceso a su domicilio o regarle los jardines de la casa.
Vagabundo y andariego en la Alcarria de la posguerra, Cela terminó sus días atrapado por demasiados compromisos sociales que le apartaron de la literatura. Y, como él mismo dijo cuando era senador por designación Real, “no es lo mismo estar dormido que estar durmiendo y tampoco es lo mismo estar jodido que estar…”.