Apenas conocemos la contribución de las mujeres a la historia de Sigüenza. Durante mucho tiempo, sus vivencias han pasado desapercibidas, relegadas a un papel secundario, a la sombra de los acontecimientos. Sin embargo, las páginas de los libros guardan numerosas huellas de mujeres, con vestigios de información sobre la vida cotidiana en la que se desenvolvió su existencia. A través de los estudios de Historia de Género, las rescatamos del olvido, recuperamos su trayectoria vital y su personalidad, les damos la visibilidad y el protagonismo que merecen, porque ellas también forman parte de la historia y sus biografías son el retrato de los usos y las costumbres de la Sigüenza de siglos anteriores.
Tradicionalmente la existencia de las mujeres discurría en el hogar, dedicadas a las tareas propias de su sexo y condición, impregnadas de valores que les asignaba la sociedad de su tiempo, como la ternura o la dedicación a los necesitados. Era el caso de María Sobaños, esposa de un rico mercader dedicado a la artesanía y comercio del cuero a mediados del siglo XVI. Su buena posición le permitía tener servicio doméstico, acogió desde niña a una humilde huérfana, María Cuaresma, como criada. Le dispensaban buen trato, aunque su vida era muy diferente a la de la señora: realizaba las tareas caseras, acarreaba leña para el fuego y cargaba con cántaros de agua desde la fuente. Era auxiliada por una viuda lavandera que, a cambio de un mísero sueldo, lavaba sus ropas en el lavadero. Salían juntas por la Travesaña baja, cargadas con cestas de ropa o alimentos, reproduciendo una estampa femenina muy común en aquella época.
María fue recompensada por su generosa señora, que en su testamento destinó sus bienes a sufragar dotes para huérfanas. Su fiel criada fue la primera beneficiada, recibiendo una para contraer matrimonio. La obra pía de María Sobaños perduró hasta el siglo XIX ayudando económicamente a muchas jóvenes seguntinas a lograr el acceso al matrimonio o la vida religiosa, que eran el destino más digno para una mujer en aquellos siglos.
Los conventos acogían a mujeres de diferente estado y condición: solteras, viudas y huérfanas. Si para las modestas, era una salida honrosa, para las distinguidas, entrar en determinadas órdenes religiosas, daba brillo y realce al linaje familiar. Doñas y freilas, diferenciadas por su condición económica, accedían a una educación o al cultivo del huerto. Entre los muros conventuales, bajo el control de la madre abadesa, adquirían una formación diferente al resto de las féminas, aprendiendo a leer y escribir, a coser y bordar albas, casullas y sobrepellices. Participaban en lecturas en voz alta de vidas ejemplares y libros religiosos. Las más poderosas, administraban las tierras y rentas aportadas al convento como dote de ingreso, algo impensable en la mujer casada cuya dote pasaba a ser gestionada exclusivamente por el marido.
Para las viudas que permanecían en casa a cargo de sus familias, el panorama era desolador. Convertidas en cabeza de familia, pasaban grandes apuros económicos, miseria y pobreza. “Con la muerte el marido se llevó la llave de la despensa”. Algunas contaban con la ayuda de los hijos, que cultivaban huertas en régimen de arriendo. Otras, más decididas, adoptaron un papel masculino, desempeñando un empleo a cambio de un mísero sueldo. Pero las viudas sólo tenían acceso a determinados oficios, principalmente al de panaderas: molían el grano, amasaban, cocían el pan en el horno y barrían con afán el suelo del Pósito para no desperdiciar ni un grano. Las carnicerías concejiles, sólo las empleaban como triperas, para cocer y trabar los menudos en un caldero y embutir la mezcla en tripas para hacer morcillas. En las tabernas, vendían los cueros de vino que llegaban a la ciudad a través de la Puerta del Portal Mayor. Eran locales de ocio y diversión a los que sólo tenían acceso los hombres, mal visto estaba ver a una mujer en su interior. Sólo las viudas y alguna huérfana menesterosa podían regentarlas como medio de vida. Solían llevar su nombre, como la Taberna de Ana Arteta o la Taberna de Isabel de Pozancos. La única que siempre tuvo identidad diferente fue la Taberna del Bodegón que durante más de 35 años estuvo regida por una mujer recia y decidida que tenía bajo su protección y tutela a su nieta. Cuando envejeció el negocio pasó a la joven, que con mucha ternura y escasos recursos mantenía a su abuela de 89 años.
Parteras, comadres, nodrizas, hospitaleras y curanderas estaban reconocidas socialmente desde la Edad Media. Incluso sus funciones fueron recogidas en el siglo XVI en tratados médicos como el “Libro del Arte de las Comadres”, donde describían su perfil: mujeres de buena salud y costumbres, con conocimientos médicos adquiridos de los saberes tradicionales y cultura popular, porque aún no había escuelas donde formarse. Las parteras, como Catalina Izquierdo en el siglo XVII, realizaban una labor asistencial y de ayuda en los partos; utilizaban hierbas para acelerar el nacimiento, aplicaban paños de agua y cortaban hemorragias con hielo, velando por la salud de las parturientas.
Los hospitales de Sigüenza contaban con nodrizas para el cuidado de niños expósitos abandonados en el torno y hospitaleras que desempeñaron una importante labor cuidando a enfermos pobres y en los hospitales de campaña asistiendo a heridos durante las guerras, como Francisca la hospitalera de la Estrella.
Con la llegada del siglo XVIII, la propagación de las ideas de la Ilustración y el inicio de un cambio de mentalidad, se empieza a abrir un nuevo horizonte para las mujeres. La tradicional dedicación femenina al hilado, permitió su incorporación a la industria textil, logro obtenido gracias al decidido empuje de una viuda cordobesa, María Castejón y Aguilar, que consiguió en 1784 permiso para que todas las mujeres pudieran trabajar en las fábricas de hilos o en cualquier otra, siempre que fuesen” compatibles con el decoro y fuerzas de su sexo”, logrando una reorganización de la división del trabajo donde las duras tareas agrícolas quedaban destinadas a los hombres. Unos años más tarde se instalan en Sigüenza unos telares para la fabricación de paños y bayetas, que con el tiempo se convertirán en fábricas de alfombras que darán trabajo a generaciones de mujeres seguntinas.
La educación femenina, que hasta el momento había estado muy descuidada, limitada al aprendizaje de sus madres en el hogar, también experimenta un avance importante. Con la creación de las escuelas gratuitas femeninas, aparece un nuevo campo profesional. Mujeres de buenas costumbres y habilidosas en el arte de coser, bordar, hacer medias o cortar camisas y justillos, solicitan su incorporación a las escuelas, aunque algunas de ellas aún no saben leer.
Sus pulcras solicitudes eran escritas y firmadas por el marido, si lo tenían, o por un escribano. Alguna, sí que acreditó su capacidad lectora, adquirida en el convento donde la educaron. La triste realidad era que aquellas primeras maestras, escasamente instruidas, impartían una educación casi de adorno: costura, bordado, doctrina y apenas lectura o escritura, a cambio de un sueldo muy bajo, inferior al de los maestros y, en ocasiones, necesitaron contar con la generosidad de las familias de sus alumnas para vivir con dignidad, como le sucedió a Manuela de Hoyos.
No podemos olvidar el papel realizado en guerras, motines y revueltas, como la Guerra de Sucesión, donde la mujer desempeñó funciones secundarias, de auxilio a los heridos o avituallamiento al ejército. Fue en la Guerra de Independencia donde la mujer tomó más protagonismo. Mientras unas mantenían su papel tradicional de mujeres que permanecían a cargo de su casa y su familia, colaboraban recogiendo heridos, cosiendo ropa y repartiendo alimentos al ejército. Otras empiezan a asumir un papel diferente, participando codo a codo con los hombres en el escenario bélico. Hubo mujeres valientes que no dudaron en colaborar en primera línea: aguadoras que llevaban cartas y documentos escondidos entre sus ropas. Lavanderas que escondían armas y munición en sus cestas de ropa; guerrilleras, como Dominica Fernández, que empuñaron armas, corrieron aventuras y arriesgaron sus vidas. Espías que sacaron información y pagaron su delito, como María la tabernera viuda que vio como derramaban el vino arruinándole el negocio. Pero este papel femenino no encajaba en aquella sociedad que pronto advirtió a las mujeres que protagonizar aquellas aventuras no estaba a su alcance y las animó a recuperar la imagen de la mujer virtuosa al cuidado del hogar.
Hasta aquí hemos trazado un recorrido histórico siguiendo las huellas marcadas por las mujeres en su camino hacia la búsqueda de su visibilidad y reconocimiento en la sociedad. Aún quedan más historias por recuperar del olvido. Sirva esta pequeña selección como un homenaje a ellas, en el Día Internacional de la Mujer Rural, porque sin sus aportaciones a la historia, sin su memoria sentimental, sin su legado cultural, no seríamos lo que somos hoy.