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Con la llegada del mes de diciembre se empezaba a sentir el espíritu de la Navidad, un aire diferente, cargado de ritos y tradiciones, se respiraba en las iglesias y en las casas de Sigüenza. En la catedral, los ministriles ponían a punto sus instrumentos, el maestro organista revisaba la limpieza y afinado del órgano antes de practicar algunas piezas musicales, el maestro de capilla revisaba las letras de los villancicos que iba a mandar imprimir para luego repartir entre los prebendados, al inicio de cada función religiosa, y los infantes de coro realizaban sus ensayos. Todo debía estar a punto para la representación de los Autos de Navidad, el canto de los villancicos y la celebración de la Misa del Gallo.

La víspera  de Navidad se cumplía con la obligación de hacer penitencia, guardando ayuno y abstinencia. Para respetar la vigilia, sólo se permitía realizar  al día una comida y dos colaciones sin consumir  carne; la cena de Nochebuena se limitaba a un refrigerio muy ligero, la colación de vigilia de Navidad. Tres horas antes de asistir a la Misa del Gallo se tomaban un Nochebueno hecho a base de harina y aceite o un chocolate con migas de pan fritas en aceite y espolvoreadas con azúcar y canela…  Al finalizar los actos religiosos, pasada la medianoche, regresaban a casa para disfrutar el resopón de Navidad, donde cada uno disponía el menú a la medida de su bolsillo: sopas de  ajo o de almendras, berzas, los ceciales o pescados secos, como el congrio o el bacalao, sardinas arenques, dulces hechos a base de vino rancio, huevos, harina, azúcar y aceite… y los más menesterosos pan negro remojado en vino aguado.

Entre las costumbres y prácticas propias de estas fechas no podía faltar una de las más antiguas y con arraigo popular: felicitar las Pascuas y pedir el aguinaldo. Era ésta una costumbre adaptada del ritual pagano heredado de época celta y transmitido por los romanos, la entrega de las strenna o reparto de obsequios como expresión de buenos deseos para el año venidero. En una época en la que no existían las tarjetas de felicitación ni los Christmas, los memoriales y cartas, eran el documento oficial empleado para recordar que la Navidad era un tiempo de generosidad y de expresión de buenos deseos.

En la catedral era costumbre pedir el aguinaldo al Cabildo, una propina en compensación por su participación en los numerosos actos religiosos que la celebración de las fiestas exigía y para mitigar la pobreza en que vivían. Los Infantes de Coro, los niños de ayudar en misa y las amas del hospital, felicitaban las Santas Pascuas, salida y entrada de año y Reyes al Cabildo, recibiendo a cambio lo que era costumbre en aquellas fechas. Normalmente se les gratificaba mediante una limosna, pero a los infantes de coro y a los niños que ayudaban en misa, se les  solía entregar medias y zapatos, o una merienda para agradecer su esfuerzo y dedicación. A los músicos de la catedral, al salmista y al sochantre se les recompensaba con algunas fanegas de trigo.

En la Plazuela de la Cárcel se concentraba la vida administrativa y judicial de la ciudad. En la cárcel y el consistorio, también se sucedían los preparativos  de las fiestas navideñas. En el interior del edificio, determinados oficios públicos, con sueldo escaso, al llegar estas fechas, dirigían una felicitación por escrito a los “Señores alcaldes y demás individuos del Ayuntamiento”, máximas autoridades de la ciudad, que a cambio les entregaban una propina. Uno de aquellos era el amanuense o asistente del escribano de la ciudad, quien tenía encomendada la redacción de los acuerdos municipales y de todo tipo de documentos, pues eran muchos los que no sabían escribir y, a duras penas, garabatear su firma, necesitando los servicios del amanuense para poder presentar quejas y peticiones al Ayuntamiento. Diestro y habilidoso en caligrafía, el amanuense se disponía a trazar las letras sobre un lienzo de papel, mojando previamente en tinta negra una pluma recién preparada con especial esmero para aquella ocasión. Con la llegada de la Navidad veía aumentar su trabajo en el escritorio por lo que no dudaba en hacer acopio de papel y tinta negra y prepararse para recibir ese encargo tan especial. Varios oficiales acudían a él para solicitarle la redacción de su felicitación y petición de aguinaldo al Ayuntamiento. Petición  que era inmediatamente cursada y rápidamente respondida en el último pleno del año, donde se les concedía generosamente una gratificación económica que era, al mismo tiempo, una forma de manifestar el reconocimiento de la Ciudad a la labor desempeñada por sus oficiales durante todo el año. La cantidad de dinero variaba de año en año, según la situación de las arcas municipales.

Pedían el aguinaldo varios oficios públicos pertenecientes a los servicios de justicia y sanidad: los alguaciles o ministros del juzgado, que desempeñaban diferentes funciones: uno era el carcelero responsable del mantenimiento y alimentación de los presos en la Cárcel real ubicada en la Plazuela de la Cárcel; el portero encargado de citar y llamar a sesión a los miembros del Concejo y dos ministros de vara que además de las funciones judiciales tenían labores de asistencia a los oficios mayores, así como el reparto de cera y palmas a las autoridades para los actos religiosos. El pregonero o voz pública que anunciaba por las calles los acuerdos y los remates o subastas públicas; la comadre de los partos y el propio amanuense que ya puesto en faena, dejaba caer la suya.

Todos tenían unos salarios tan precarios que apenas les daban para vivir con  mucha modestia. Algunos además del sueldo, recibían un uniforme, como los alguaciles, que eran vestidos de la cabeza a los pies, con trajes de golilla compuestos por un sombrero, un jubón negro con sus mangas, medias y zapatos, pero esta ayuda era insuficiente para vivir. La comadre también pasaba estrecheces,  porque no todas aquellas familias que le avisaban para asistir al parto podían pagarle o darle alguna propina en víveres, dada la situación de pobreza que se vivía  en muchas casas. Un caso especial era el del amanuense que, aunque  su estipendio corría por cuenta del Escribano del Número de la Ciudad, sin embargo, era tenido en cuenta por el consistorio a la hora del reparto de aguinaldos.

Una situación muy parecida era la vivida por los dos maestros de letras, un oficio considerado socialmente como vocacional y tan escasamente remunerado que vivían en la pobreza más absoluta.  Los maestros recibían una asignación semanal o mensual de sus alumnos, cuya cantidad variaba según el grado de  la enseñanza recibida: sólo lectura, lectura y escritura, lectura, escritura y cuentas… con ese sueldo tenían que mantener a su familia y la vivienda. Los alumnos que no podían pagarle en dinero, le suministraban algo de lo poco que tenían en sus despensas: hortalizas, aves, frutas…algunos meses se hartaban de huevos y otros ni los veían. En otoño les daban un saco de nueces, membrillos y calabazas, pero nadie les llevaba un pedazo de carne o unos menudillos... Su alimentación estaba muy desequilibrada y su situación económica muy maltrecha, porque los alumnos más pobres no pagaban nada. De ahí la frase “pasar más hambre que un maestro de escuela”. A pesar de todo, ejercían su profesión con gran celo preparando personalmente sus cartillas para enseñar a los alumnos las tres materias fundamentales.

Ante tanta estrechez y necesidad, no dudaron en unirse a las felicitaciones y aprovechar la ocasión para pedir una gratificación por su magisterio y lo hicieron, como mejor sabían, redactando con su letra unas cartas donde pusieron todo su interés en demostrar su habilidad en el arte de la escritura, realizando con esmero caligrafías de trazos perfectos, expresando sus buenos deseos y pidiendo el Aguinaldo.

Tradiciones y celebraciones que el tiempo convirtió en costumbre arraigándose en la cultura, perviviendo a lo largo del tiempo, hasta llegar a nosotros, adaptadas a los tiempos que vivimos.

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