Jamás pudo imaginar que su hijo llegase a ser un día uno de los músicos más apreciados de la Catedral. Quiso para su él una vida diferente a la suya y lo consiguió.
Cristóbal López, de oficio carcelero, se ocupaba del mantenimiento de la Real Cárcel de Sigüenza, a cambio de un parco sueldo que completaba con el aguinaldo que cada Navidad solicitaba al concejo municipal. Atendía y vigilaba a los presos que, atados con grillos a las paredes, para evitar fugas y peleas, ocupaban las celdas en la primera planta del edificio y administraba el derecho de carcelaje, una cantidad económica que le asignaban y debía destinar a la compra de colchones, ropa, leña y víveres para los cautivos. Cuando se ausentaba para atender otras obligaciones o para buscar leña para la cocina, la cárcel quedaba al cuidado de su mujer y también las oficinas de los calabozos que había en la planta baja donde se recibía a los nuevos arrestados.
El ambiente que se vivía era lúgubre, poco higiénico, peligroso y nada apropiado para sus hijos que prácticamente crecían correteando por la Plazuela de la Cárcel y sus alrededores. Por eso, Cristóbal y su mujer, quisieron alejarlos de aquel entorno oscuro donde pícaros y ladronzuelos pagaban sus penas y bromeaban mordazmente con la llegada de nuevos presos. Buscaron un oficio a cada uno, para que pudieran contribuir a la economía familiar y cuando les hablaron de los Infantes de coro, un grupo de ocho niños con buena voz, que recibían educación, alojamiento y manutención a cambio de servir al Cabildo, abrigaron la esperanza de encontrar allí un futuro para al menos uno de sus hijos: Blas López.
En la primavera de 1659, aseado y vestido con lo mejor que tenían, le llevaron de la mano hasta la Catedral y buscaron al chantre responsable de la presentación de los candidatos al examen. En presencia de dos canónigos, el maestro de capilla y el sochantre, que era el encargado de la dirección del canto en el coro, el niño fue realizando una a una todas las pruebas que le solicitaron, demostrando su suficiencia para ocupar una plaza vacante. Al finalizar, uno de los canónigos le revistió con una sobrepelliz blanca, con mangas, para formalizar su presentación ante el Cabildo. Instantes antes, entre abrazos y emociones contenidas, se despedía de su familia para ingresar como infantes de coro de la capilla.
Aprendió a leer y escribir, a ejercitar su voz en la escuela de canto y a desarrollar sus habilidades musicales. Junto a sus compañeros salía de paseo vestido de azul, luciendo un bonete en su cabeza, señal del prestigio que tenían los niños que hacían carrera musical en la catedral. En el interior de la Iglesia, durante los ensayos llevaba una sotana roja con la sobrepelliz blanca y en Navidad recibía como aguinaldo, zapatos y medias para asistir a las funciones religiosas donde el coro de voces blancas cantaba villancicos. Fuera de ensayos y actuaciones tenía la obligación de preparar los cirios de las procesiones, tañer las campanillas, poner y quitar los libros de coro para ensayos y actuaciones y otras tareas que le iban encomendando, incluidas en la formación de los Infantes de coro destinados a ser futuros músicos y clérigos de la diócesis.
Al alcanzar la pubertad su voz empezó a mudar, cambió el sonido y hubo que esperar a que se definiese su timbre vocal, para ejercitarse en el canto como tenor. Al mismo tiempo aprendió a tañer el arpa y le gustó tanto el sonido del instrumento que se aplicó en su aprendizaje. Al alcanzar la edad adulta pidió ayuda económica para adquirir un arpa, el Cabildo le concedió cien reales para hacer realidad su sueño que, con el paso del tiempo, le daría merecida fama entre los músicos de la catedral.
No sintió la llamada de la vocación religiosa, pero le gustaba la música y entró a formar parte de los ministriles, músicos profesionales legos y asalariados, al servicio de la capilla de música, que combinó con la plaza de sacristán que le proporcionó el Cabildo en una de las capillas de la catedral, la Capilla de San Valero, donde estaba obligado a asistir a las misas cantadas y a las procesiones. Su fama de buen músico arpista fue tal que traspasó el ámbito local logrando la oportunidad de entrar en la capilla de música en Madrid. Un gran honor para un músico o ministril. Por eso, no se lo pensó dos veces y solicitó licencia al Cabildo para preparar su viaje. Enterados y no dispuestos a perder a uno de sus músicos más apreciados, le hicieron una contraoferta de aumento salarial que él aceptó de inmediato, permaneciendo vinculado a la capilla de música de la catedral hasta el final de su existencia.
Siempre estuvo pendiente de la situación de sus padres y hermanos, cuando caían enfermos, pedía licencia al Cabildo para atenderles personalmente. Con más motivo aún al fallecer su padre y quedar su madre en muy mala situación económica. Blas se hizo cargo de ella y, entre las medias fanegas de trigo que les daba el Cabildo y el dinero que cobraba por cantar villancicos iban capeando las dificultades. Cuando la necesidad se hizo mayor, no le importó volver a cantar en el coro, donde los componentes eran niños; ni vestirse como ellos, con la sobrepelliz blanca, a cambio de recibir una ración del Colegio de Infantes.
Contrajo matrimonio con María Cetina, se instalaron en la calle del Peso en una casa que era propiedad del Cabildo. Tenía un corral donde había espacio para criar gallinas y labrar un par de surcos con calabazas, nabos y berzas, para asegurar su sustento diario. Pero llegaron los hijos, la familia aumentó hasta ser numerosa y empezaron a crecer las dificultades para mantenerla porque el sueldo de la catedral tan sólo alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de un músico, no estaba pensado para sustentar a una familia larga. Descontando el alquiler de la casa, poco quedaba para adquirir productos de primera necesidad: frutas, tocino, vino, miel, especias…Cuando ya no había fondo de dónde sacar para pagar la renta mensual y llenar la despensa, Blas López, acudía al Cabildo, solicitando limosnas en dinero para pagar sus deudas y trigo para dar pan a su larga prole y, cuando la recibía, respiraba tranquilo. Aunque la tranquilidad duraba poco y los problemas no sólo continuaban sino que se agravaban y Blas, volvía a escribir nuevas peticiones en demanda de ayuda económica y el Cabildo siempre se mostraba dispuesto a ayudarle. Esta era su triste suerte que sucesivamente se iba repitiendo, sin solución: se empobrecía, le auxiliaban y volvía a empobrecerse. Cuando la deuda del alquiler comenzó a acumularse por impago, les propusieron trasladarse a una casa de renta más baja en la calle Comedias, pero la solución no gustó al matrimonio, ni Blas ni María querían abandonar su hogar y prefirió antes desprenderse de los pocos bienes que tenía en la vida: ropa, un colchón, un baúl, unos cántaros de agua, leña... entregándolos en prenda al arca de misericordia, institución piadosa que, a su vez, distribuía limosnas entre los músicos endeudados y socorría a las viudas pobres. Pero tampoco logró sanear su economía, parecía que tenía un agujero en su talego.
No le quedó más remedio a Blas que, siguiendo el modelo de otros músicos, buscar un trabajo para aumentar sus ingresos. Tuvo que buscarse algo ajeno a la música, que tuviera un horario compatible con el de la capilla de música para no perder su puesto de músico ni ser multado económicamente por faltas de asistencia. Dirigió un escrito al Cabildo solicitando una reducción de horas en su calendario de actuaciones.
Blas López, pasó toda su vida luchando contra la pobreza y al final luchó sin éxito también contra la enfermedad, que le tuvo unos meses postrado en la cama. Falleció en 1696, dejando a su viuda e hijos tan endeudados como lo había estado él. Al mismo tiempo la capilla de música de la catedral suprimía la plaza de arpista. Por motivos económicos el cabildo decidió adquirir un clavicémbalo y suprimir el arpa, el preciado instrumento que tantas satisfacciones profesionales le había dado a Blas y que en tantas funciones religiosas había tañido con pulcra destreza. Durante ocho años el clavicémbalo se integró en la capilla de música y aunque no terminó de gustar hubo que esperar al año 1704 para volver a escuchar a un músico arpista en la catedral.
Amparo Donderis Guastavino
Archivera Municipal de Sigüenza