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Biografiar a un seguntino siempre es motivo de satisfacción, pero ésta se dispara cuando encuentras que, tras la imagen aparentemente anodina de un hombre de leyes, se esconde una trayectoria vital realmente apasionante. Matías Lagúnez nació el 24 de febrero de 1619 en Sigüenza. Provenía de una de las familias más influyentes de la ciudad. Entre los siglos XVII y XIX encontramos abundante representación de los Lagúnez en las dos instituciones de gobierno municipal: el cabildo eclesiástico y el gobierno municipal. En el siglo XVIII figuran como hidalgos, poseedores de un mayorazgo, dueños de hasta diez casas en Sigüenza y de una importante cabaña ganadera. Todo ello nos da idea de lo acomodado de la familia.

En Sigüenza Matías recibió su formación primaria, completándola posteriormente en la Universidad de Salamanca, donde estudió la carrera de leyes. Por aquel entonces la situación de las universidades, especialmente la de los estudios jurídicos, era delicada: la crisis económica general y el aumento de las tasas académicas, unidas a la continua merma de las perspectivas profesionales debido a la masificación de los estudios, hacía difícil culminar la carrera con la incorporación a la jerarquía de los letrados.

Partida de bautismo del libro de nacimientos de la parroquia de San Pedro.

Sin embargo, Lagúnez desarrolló una brillante carrera jurídica, convirtiéndose en un activo y reputado letrado dentro de los círculos jurídicos madrileños. Su entrada en un prestigioso bufete madrileño y el posterior ejercicio de la abogacía en la corte presuponen tanto una notable capacidad profesional como una buena red de relaciones. Uno de sus condiscípulos en Salamanca, el Licenciado Gregorio Fontecha y Mendoza, escribió sobre él que “en opinión y concepto de muchos, el joven Lagúnez parecía haber nacido el hombre más apto, a propósito y singular para ser el mayor ornato de la ciencia jurídica”.

Obtuvo cierta fama entre los círculos jurídicos con su obra más destacada: Tractatus de Fructibus, un compendio de Derecho Civil escrito en latín que consiguió una notable difusión, llegando a alcanzar siete ediciones: Madrid (1686), Venecia (1701), Lyon (1702, 1703, 1727) y Ginebra (1727, 1757). En la primera edición se incluía un curioso grabado en el que aparecía el propio Matías, vestido de Magistrado y de rodillas, ofreciendo su libro a la Virgen de la Mayor seguntina.

Según comentaba D. Román de la Pastora, este libro había sido escrito por Matías mucho tiempo atrás “en sus juveniles años, aún sin haber salido de los de la adolescencia”. Posiblemente esto sea exagerado, pero sí tenemos certeza de que había sido escrito tiempo atrás, pues cuando fue entregado a imprenta Matías ya llevaba años inmerso en su aventura americana: en 1679 había obtenido una plaza de oidor en la Audiencia de Quito, comenzando la parte más apasionante de su vida laboral.

Portada del libro. Edición de 1702.

Si en la península había destacado por su brillantez en temas jurídicos, en las Américas se distinguió por un tenaz empeño en asegurar el estricto cumplimiento de la legislación indiana, tanto en la lucha contra las abundantes corruptelas que fue encontrando como en lo referente a los problemas que afectaban a las comunidades indígenas. Esta actitud le generaría no pocos problemas con los poderes públicos. Al poco de su llegada, inició una campaña contra el absentismo de los doctrineros (párrocos que tenían a su cargo enseñar la doctrina cristiana a los indios) en los pueblos indígenas, pues consideraba que tenía repercusiones muy negativas para la formación religiosa de esa comunidad. Esto provocó un enfrentamiento entre el obispado quiteño y la Audiencia (el más alto tribunal de la Corona española en Quito, dentro del Virreinato del Perú), cuyo presidente, Ponce de León, se puso de parte del seguntino e intentó imponer las sanciones que éste exigía. 

Inmerso aún en esta polémica, se embarcó en otra inspección contra la corrupción reinante, cuyo resultado fue un Memorial en el que detallaba los fraudes que los corregidores y tenientes cometían con los fondos recaudados de la tributación campesina. El asunto fue espinoso, pues se hallaban implicadas “las personas más principales de la ciudad y provincia”. La Audiencia admitió a trámite el Memorial, pero no llevó a cabo ninguna de las actuaciones propuestas por Matías, así que éste decidió enviar a título personal una copia del informe a la metrópoli, nada menos que al Consejo de Indias, el órgano más importante de la administración indiana, encabezado por el propio Rey de España. El Consejo escuchó a Lagúnez y decidieron incluir la investigación en otra de aún mayor envergadura: la visita de las cajas reales de la Audiencia de Quito. Esta investigación volvió a poner al seguntino en una situación comprometida, pues sacó a la luz unos descubiertos en las distintas cajas del distrito superiores a cincuenta mil pesos, y la implicación en los fraudes de algunos de sus compañeros en la  magistratura quiteña. Tras una serie de multas y reprobaciones públicas, el caso quedó archivado, pero la posición de Lagúnez dentro de la Audiencia se volvió muy delicada a raíz del enfrentamiento con los compañeros inculpados. 

El fisco no era la única preocupación de Lagúnez. Otra de las líneas de actuación que  venía ejecutando desde 1684 era la oposición a los sistemas de trabajo empleados en los obrajes (prestación de trabajo que se imponía a los indios en fábricas donde se labraban paños y otras cosas para el uso común), un sector de la economía quiteña controlado por las familias vinculadas a la Audiencia y, en general, a altos cargos públicos. En 1687 el seguntino remitió un informe al Consejo de Indias sobre las condiciones en que se desarrollaba el trabajo indígena dentro de las manufacturas textiles de la ciudad y la permisiva actitud de las autoridades quiteñas al respecto. Lagúnez llevaba ya tres años empeñado en una febril actividad contra las retenciones que, bajo el pretexto de endeudamiento, se practicaba con los trabajadores indígenas. Ante la negativa del presidente de la Audiencia a aplicar las soluciones propuestas por Lagúnez ante tales abusos, optó por una actuación personal que mostraba su audacia: acudía en los días de precepto (festivos) a los obrajes y, en estricto cumplimiento de la ley, procedía a liberar temporalmente a los indios para que pudieran acudir a misa. Como era de esperar, los trabajadores nunca regresaban.

 Un grabado que incluyó en un libro suyo donde aparece la Virgen de la Mayor Seguntina

Matías incluía en sus informes ejemplos de las condiciones a las que estaban sometidos los indígenas. Veamos uno de ellos: en enero de 1686 inspeccionó un obraje tras recibir la denuncia de una india cuya hija llevaba 10 meses retenida. Allí descubrió que la violencia era un recurso más que frecuente en el trato con los indígenas, y que la “dieta” de los trabajadores la integraban “cueros cocidos, cáscaras de papas, raíces de coles… y que el obrajero, como todo salario, entregaba a cada trabajador tres panes por semana”. 

Por actuaciones como ésta, el seguntino se había granjeado entre los indígenas de Quito tanta admiración y confianza como rechazo y enemistad entre los sectores criollos y españoles. Él mismo relataba con orgullo como su casa “era muy frecuentada por los indios, con sus quejas y memoriales”. Su preocupación no sólo respondía a una reacción humanitaria: Lagúnez creía firmemente que se necesitaba una acción política urgente para reconducir el desarrollo colonial  hacia unos términos más cercanos al equilibrio entre rentabilización económica y misión civilizadora. Frente a este equilibrio, Lagúnez encontraba dos problemas principales: por un lado la indiferencia y complicidad de buena parte de los cuadros administrativos, y por otra la tolerancia de mecanismos coercitivos en las relaciones de producción. Para el seguntino, la solución pasaría por cambiar el modelo de explotación hacia uno en el que los indígenas participaran de manera voluntaria en la economía mercantil.

Resaltamos la filosofía que guiaba al seguntino para diferenciarla otros movimientos indigenistas que habían surgido años atrás con tintes igualitarios o libertadores, como el de Bartolomé de las Casas. En las ideas de Lagúnez no hay nada que haga peligrar los términos del dominio español. Es más, sus alegatos constituyen una firme defensa del régimen virreinal, pues considera que el indio sólo puede encontrar asilo frente a las acometidas permanentes de los restantes estamentos sociales en la acción correctora del derecho indiano.

Estas actuaciones no pasaron desapercibidas en la capital del virreinato, y el propio virrey, Duque de la Palata, reclamó a la Corte que lo promocionaran a la fiscalía de Lima como oidor. Tras una denegación por parte de Madrid, finalmente en verano de 1688 se accedió a este traslado. Pero Lagúnez seguía firme en sus convicciones en cuanto a la rectitud del servidor público y al poco de llegar volvió a encontrarse enfrentado con el poder, en esta ocasión, precisamente, con quien había impulsado su ascenso al centro de la burocracia virreinal: el propio virrey Palata. El desencuentro surgió a raíz del juicio de residencia del virrey (procedimiento judicial que consistía en que, al término del desempeño del funcionario público, se sometían a revisión sus actuaciones), a raíz del cual terminarían manteniendo un encendido enfrentamiento. Él mismo justificaba así sus actuaciones contra las élites limeñas: “bien quisiera no hablar con esta claridad, y acaso me conviniera mucho en lo temporal, que son materias muy odiosas para el ministro que pone la mano en ella, pero ni mi obligación ni mi conciencia me lo permiten”. 

Regresaba Lagúnez a estar en una posición difícil. Su abierto enfrentamiento con Palata le había enemistado con los integrantes de las máximas instituciones económicas del virreinato y con miembros de la magistratura. Pero en agosto de 1689 llegó un nuevo virrey a Lima, el virrey Monclova, que vio en Lagúnez un aliado perfecto en la promoción de las reformas que pretendía hacer en la economía del Perú. Monclova llegaba a Lima en medio de una grave crisis, provocada por las medidas que el anterior virrey había promulgado respecto al funcionamiento de las minas del Potosí y la tributación que debían pagar los indígenas. Hay que tener en cuenta que las minas del Potosí fueron la fuente de riqueza más importante dentro de los territorios coloniales españoles hasta bien entrado el siglo XVIII.

Unos 120 años antes, el virrey Francisco de Toledo había ideado un sistema de aprovisionamiento forzoso y a gran escala de trabajadores indígenas para su utilización como mano de obra esencial y de muy bajo coste en los procesos extractivos y refinadores de la industria minera potosina: este sistema se conoció como la mita. De acuerdo con la mita, una séptima parte de la población indígena, de entre 18 y 50 años, de las 16 provincias relativamente cercanas a la explotación minera, estaba obligada a movilizarse y trabajar en dicha explotación. Pero el agotamiento de las minas del Potosí y la avaricia de los empresarios mineros habían forzado al virrey Palata a reformar la mita para hacerla aún más dura para los indígenas: entre otras medidas, se aumentaba el porcentaje de trabajadores forzosos hasta un quinto, se suprimían las dos semanas de descanso y se incluían a los habitantes de todas las provincias del Perú (14 más) en este reclutamiento forzoso. Esta propuesta había generado gran inquietud entre la población aborigen, provocando grandes movimientos migratorios y causando graves conflictos sociales.

Grabado de la mina de Potosí.

Tras la llegada del virrey Monclova, y con la invaluable ayuda de Lagúnez, se convocó una Junta que pasó a estudiar la situación y buscar soluciones. Para el historiador Ignacio González Casasnovas, la historia de esta Junta “es uno de los episodios más trascendentes de la historia americana durante el periodo colonial, pues constituye el testimonio más rico y vibrante del esfuerzo crítico desarrollado por algunos sectores de la sociedad americana durante la dominación española para reformar las desviaciones del ordenamiento económico y social que se desplegaban bajo la realidad colonial”. Y para que esto fuera así, fue fundamental la formulación de un elaborado discurso, minucioso y con una irreprochable argumentación legal: el conocido como “Discurso sobre la mita de Potosí”, del seguntino Matías Lagúnez. En él se encuentra una disección de la realidad histórica surandina del siglo XVII de una precisión y lucidez incomparables. En este Discurso, Lagúnez formuló por primera vez en la historia de la jurisprudencia andina una defensa formal del colectivo indígena, y promovió uno de los más intensos debates de reflexión crítica sobre el desarrollo del dominio español en América planteados a lo largo de todo el periodo colonial. Se condenaba dura y explícitamente la secular pasividad del gobierno colonial frente a la explotación indígena.

Hasta el propio Matías vio la trascendencia de su trabajo. En una carta personal, hablaba del Discurso en estos términos: “he escrito un papel de más de trescientos pliegos sobre las cosas más importantes del estado de este reino, alivio y desagravio de los indios, que están como esclavos. Esto lo refiero a vuesa merced por darle el gusto que recibirá en que me haya aplicado a cosa tan santa: lo he hecho por Dios y por estos miserables, que me tienen quebrado el corazón (…) ni mis libros ni cuanto he trabajado en servicio de su majestad es cosa que importe en comparación con este escrito, que es un libro muy grande”. 

Matías Lagúnez mostraba la dramática realidad de la mita apoyándose en declaraciones de personajes principales, principalmente obispos. Así describía los desplazamientos: “en los caminos de la mita se hallan muchas sepulturas y huesos de los indios que han perecido en ellos, y si a todos se les pusieran cruces y permanecieran, fuera horror andar por ellos”; y así el propio trabajo en la mina: “no se puede conocer cuán grave y molesto es a los pobres indios hallarse en la profundidad de un cerro en poder de capataces bárbaros e inhumanos, trabajando de día y de noche, sin tener justicia a quien clamar los ojos si no es clamar a Dios”. 

Usó un recurso pedagógico para denunciar esta terrible situación, el de trasladar las mismas situaciones a tierras de la metrópoli: “¿Qué admiración no causará en los reinos de España si un señor se sirviera de sus vasallos, compeliéndoles a ir cincuenta leguas a trabajar en sus haciendas sin pagarles jornal por los días de camino, y dándoles por los de trabajo apenas una tercia parte de lo que se paga en plaza pública a semejantes jornaleros? ¿Qué escritos no dieran contra él los señores fiscales del Consejo y de las Reales Chancillerías? ¿Con qué severidad se castigará semejante impiedad?”.

Acabada la exposición del seguntino, y tras casi dos años de deliberaciones, la Junta decidió dejar sin efecto todas las medidas que Palata había promulgado para endurecer aún más la mita. Es muy probable que el objetivo de Lagúnez fuera su abolición completa, pero para esto hubo que esperar aún más de un siglo, hasta las Cortes de Cádiz de 1812.

Con 82 años, fallecía Matías Lagúnez en Lima en marzo de 1703. Dejó tras de sí una obra fundamental, pero también un comportamiento ejemplar como servidor público que bien podría servir de ejemplo a los servidores públicos hoy en día.

Nota: Este artículo se basa fundamentalmente en las investigaciones del Dr. Ignacio González Casasnovas, publicadas en su obra “Las dudas de la Corona”.

 

Viñeta

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