“Ya se murió el burro que acarreaba la vinagre...” decía una canción popular en referencia a los arrieros que se dedicaban al tránsito de mercancías en ruta. Una actividad que era esencial para la economía local hasta la llegada del ferrocarril. Garantizar el trasporte por los caminos y la llegada del género en buenas condiciones, no siempre era fácil. De un lugar a otro, muleros y carreteros llevaban productos para trajinarlos en mercados y lugares, favoreciendo el comercio inter local y ampliando la variedad en el consumo de alimentos, lozas y textiles. La carga se realizaba sobre una recua de mulas, asnos o pollinos, en cuyos lomos bien enjaezados se ataba la mercancía. La primera mula era la guía y solía llevar cascabeles o cencerros para captar la atención de las restantes, que también obedecían a la voz de su dueño “ aaarreee muulaaa”. Aunque era un trabajo masculino, conocemos la existencia de mujeres que ejercieron este oficio en Sigüenza a principios del siglo XIX.
Plaza Mayor. Sigüenza, imágenes para el recuerdo.
Una de ellas era Teresa Sánchez, viuda del mulero José Domínguez. El matrimonio tuvo una hija, María y dos hijos: Agustín y Lorenzo. Al fallecer el marido, la calle del Peso fue también el paño donde enjugó sus lágrimas, arropada por las seis viudas que allí vivían y por un vecindario que se completaba con un par de zapateros, un colchonero, un chocolatero, un guantero, un fabricante de bayetas… Un poco más arriba, Bernardo Hernández, labrador que llevaba en arrendamiento tierras del cabildo y, cuando las tareas del campo le dejaban, se dedicaba a la arriería con los cuatro machos que poseía. Teresa no quiso ser una viuda pobre, como algunas de las que vivían en su misma calle y, cuando pasó el duelo, con una moral a prueba de fuego, decidió ejercer el oficio familiar. Con la ayuda de su hijo Agustín de 14 años y los cinco pollinos que tenían en casa, formó fila con su vecino y emprendió su primer viaje para traer vino a las tabernas.
Vestía de oscuro, a la usanza de los arrieros. Un pañuelo negro envolvía su cabello; cubría su cuerpo con el capote de abrigo pardo que fue de su marido, ocultando la basquiña negra que caía sobre la saya hasta los pies. Apoyada en un báculo y en el brazo de su hijo, empezó a transitar por caminos de herradura, pasos y cañadas, sorteando todo tipo de adversidades. A las que ofrecía el terreno, pedregoso y tortuoso, se añadía una climatología casi siempre adversa: estaban expuestos por igual al frio helador que a un sol de justicia, a la nieve y a la niebla, a la lluvia y al granizo, al polvo y al barro que los embadurnaba y entorpecía el paso de las mulas. Los caminos no eran nada seguros, se arriesgaba a ser asaltada por los bandoleros, más de una vez tuvo que defender con su propia vida, la mercancía que transportaba.
Llevaba sus mulas formando hilera, atentas al sonido de los cencerros que se mezclaba con el de sus órdenes. Con el tiempo se fueron acostumbrando la una a las otras y cuando las mulas tiraban coces, ella les daba leña con su vara. Su recua era tan terca, voluntariosa y resignada a la carga como ella misma. La llevaba guarnecida, como fue costumbre del difunto marido, y sobre la grupa bien atadas las tinajas de vino. Iban tan cargadas de mercancía, que cuando el cansancio la invadía, no podía montar a la grupa de ninguna, entonces aguantaba como podía. Para aliviar el viaje tarareaba las mismas canciones que de niña escuchaba cantar a su madre y a sus vecinas en el lavadero del Ojo. Por los caminos había tabernas o posadas con corrales, donde los acemileros podían hacer un alto o pernoctar, aunque no eran nada aconsejables para una mujer. Al anochecer, acostumbraba a correr el vino y la juerga en abundancia y a más de uno se le soltaba la lengua… carcajadas y chanzas que herían su dignidad de mujer.
Soportales. Sigüenza, imágenes para el recuerdo.
Los comienzos en el negocio del vino tampoco fueron fáciles, ella no estaba acostumbrada a negociar con proveedores, a las oscilaciones de los precios; a calcular la cantidad justa para no quedarse desabastecida ni con excedente que se podía arruinar, como le sucedió aquel nefasto año de 1802, cuando el tabernero Manuel Talavera, la acusó de venderle un vino que, aunque era bueno, más de una vez se le avinagraba en su taberna. Sintió tal agravio ante la presunción del tabernero que, estando segura de la buena calidad del vino que transportaba, acudió a casa de su vecino, el escribano de la ciudad y con una arroba de vino, le pagó la redacción y presentación de su instancia ante las autoridades, solicitando al administrador de las tabernas del Concejo municipal un cambio en el lugar de suministro. Pero leída la carta, tras consultar y deliberar, el Concejo tomó la decisión de no aceptar su solicitud. Consideraban que el agravio no era motivo para cambio de feligrés porque la causa no era una desconfianza hacia la arriera. Más bien, el problema estaba en el tamaño de las tinajas que portaba, superior a la capacidad de venta en la taberna. El almacenamiento prolongado hacía del vino, vinagre. Como solución se le instó a utilizar orzas de tamaño proporcionado a las necesidades del tabernero.
Seis años después de este incidente del que guardaba recuerdos tan agrios como aquellos caldos fermentados, empezó la guerra contra el francés. Fueron años difíciles para la arriería. Salían por la ruta habitual, cuando la situación se lo permitía, en busca de abastecimiento y, quién sabe si no llevarían algún mensaje para la guerrilla. El hijo del arriero Bernardo Hernández, era sargento de caballería en la partida del Empecinado.
A punto de finalizar la contienda, su hijo Agustín ya viajaba solo o en compañía de los dos arrieros vecinos. Ella empezaba a sentir cansancio y a acusar el peso de los años. Su valentía y decisión en adoptar aquel rol masculino le había permitido sacar adelante a sus hijos y atesorar una dote para su hija, María, que a sus 20 años estaría a punto de casarse. Era el momento de regresar a la vida doméstica en el interior de su casa y a asomarse a la ventana a observar la actividad callejera, o a escuchar confidencias, camino del lavadero. Allí la esperaban Antonia Rufo, una viuda muy gallarda que con su molino y un pollino, había sido el sustento de su casa, como lo había sido Teresa. Su cuñada, Juana Domínguez y una joven treinteañera, ambas casadas con los muleros que la habían acompañado durante más de una década por los caminos transportando el vino para las tabernas de Sigüenza.
Amparo Donderis Guastavino
Archivera Municipal de Sigüenza