El hispanista Ian Gibson (Dublin, 21 de abril de 1939), publicó ya en 2006 una brillante biografía del gran poeta sevillano, Ligero de equipaje, en la que glosaba de forma exhaustiva su figura y su trayectoria personal, recreándose a lo largo de la narración con su obra, que va apareciendo en sus páginas de forma continua como una manifestación patente de la persona biografiada. Veíamos como el poeta vino al mundo en el palacio de las Dueñas, en Sevilla (hoy finca de recreo de los duques de Alba), en el seno de una familia de intelectuales con hondas raíces republicanas. A los 8 años recaló junto con toda su familia en Madrid, donde cursó estudios en la Institución Libre de Enseñanza que había fundado Giner de los Ríos, pionera de la enseñanza laica en España. Marcaría esta etapa su personalidad y cimentaría sus convicciones políticas e ideológicas. Su posterior estancia en París le confirmó en su devoción por la poesía simbolista. 

Viene ahora a presentarnos esta última de sus creaciones, Los últimos caminos de Antonio Machado, un compendio de cuanto nos manifestó en la magna biografía mencionada. Resume en apenas doscientas páginas cuanto expresó en las más de quinientas de la mencionada edición anterior. Vuelve a destacar la presencia de diversos poemas que emocionan e ilustran a cada paso la vida y el arte del poeta. Y la narración nos lleva de nuevo a Soria, una vez obtenida la cátedra de francés, ciudad que le permitió encontrar por primera e inolvidable vez el amor con la joven Leonor, que casó con él siendo menor de edad y falleció apenas un par de años después, llenando de dolor el alma de nuestro hombre. Su paso por la ciudad castellana le significó el hallazgo de la felicidad y la melancolía por la pérdida de la misma, así como el encuentro con la austera y pobre Castilla, que Machado identificó inmediatamente con el alma de España, y que le inspiró su magnífico Campos de Castilla. Su posterior huída (no podía continuar viviendo en la ciudad en que enterró a su ser más amado) a Baeza, ciudad en la que el mundo reaccionario y caciquil que le rodeaba jamás le sirvió como inspiración alguna, y su posterior traslado a Segovia, ciudad en la que fue recibido como un pequeño dios, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento y en la que conoció a la mujer que le devolvió la vida en un amor profundamente platónico, Guiomar, musa de sus últimas creaciones, dieron paso al triste final entre Valencia y Barcelona, huyendo de la guerra civil, para terminar enfermo, triste (la salida de España supuso la pérdida de todos sus antecedentes) y en una extrema soledad en la localidad francesa de Colliure, donde hoy sus restos reposan en una tumba que es objeto de continuas peregrinaciones. El libro conserva la brillantez del anterior, si bien se antoja un tanto ligero, tal vez por su escaso contenido, pero supone una emocionada visión de una parte olvidable de la historia de España.