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El tilo junto al templete

La cuesta empinada y el resuello mantenido en las canchaleras y sobre la hojarasca del otoño anterior; de varios otoños anteriores. Es verano recién inaugurado, pero la umbría musgosa se mantiene fresca incluso en el agosto inclemente del abrupto Ibérico. Las laderas del Tajo, allá por las Juntas, siempre tienen el sabor del humus y el aroma de la roca caliza. Hoy, entre San Juan y Santa Ana, como cada verano desde que la nutria aprendió a pescar cangrejo y trucha en las aguas verdiazules, la flor del tilo esparce su perfume sutil en la atmósfera de las faldas del Tornillo. Cuando Marcel Proust mojó en la tila la magdalena más famosa de la literatura, se le vino encima la evocación de su niñez, una imagen completa y compleja, oculta durante lustros en el fondo del inconsciente. El que recolecta la tila en las Juntas hoy, y quedan ya muy pocos, revive al pie de la letra cómo lo hicieron su abuelo y su bisabuelo. Porque cada generación no ha hecho sino repetir el antiguo procedimiento, único apto en los escabrosos terrenos altotajenses. Tilos tortuosos de las Juntas, en Peralejos, en la ladera de Cuenca en realidad, mil y una veces podados para arrancar la flor de suave aroma, dos mil, diez mil veces respetados, por su magnificencia, por su remota belleza; eternos por tanto.

La magdalena de Proust empapada en infusión humeante puede adquirir muchas formas. El tilo que crece en la Alameda, junto al templete de los músicos, florece por San Juan desde que es posible recordar. Este año, de primavera un poco seca y calurosa, ha adelantado algo su sazón y por San Juan ya está más bien pasada la tila. Ejemplar sencillo de tronco deforme por una especie de abolladuras —un virus vegetal según la ciencia—, escalera por la que, en la niñez, trepábamos intentado alcanzar la barandilla del templete. Jamás dio resultado.

Luego vinieron otros tilos, hará tan solo —¿tan solo?— unos veinticinco años. Tilos que, en parte,  sustituyeron a los olmos que murieron por la grafiosis. Fueron tilos importados, muy bellos con su follaje de plateado envés, aunque no son los tilos de la tila nuestra, son especies americanas, de flor demasiado aromática en el árbol y demasiado insípida en la taza. Son más tardíos y, por San Juan, aparecen aún en botón. No son nuestros tilos, y no son el tilo del templete de los músicos, pero irán hilvanando recuerdos en las pituitarias de los más jóvenes para que la imagen personal de su Alameda rebrote dentro de varias décadas, quizá ante un aroma dulzón en un bulevar de cualquier ciudad del mundo. Para entonces el tilo del templete de nuestra niñez seguramente no existirá, tocado como está en sus puntas en el centro de los veranos, como vemos ya desde hace algunos. En la pura lógica del relevo de la vida, tampoco existiremos nosotros, transformados en efímero recuerdo.

El rey Arbogasto del siglo III, influenciado por las nuevas costumbres de la romanización, arrancó el tilo sagrado de su pueblo germánico. Tarde comprendió su error: al ser traicionado por sus propios mentores y morir por ello. Fue su viuda la que corrigió el agravio plantando un  nuevo tilo con el que recomponer el proceso de acumular, que otra cosa no son la memoria y el recuerdo. Cuando muera el tilo del templete de la Alameda, sería hermoso que alguien se acuerde de Arbogasto y lo reemplace por un nuevo ejemplar de la especie autóctona. Para que los que vengan comparen su tila delicada con la más rotunda de la especie foránea, quizá incorporando a su recuerdo que el mundo es más complejo de lo que parece a simple vista. Para que los niños del futuro intenten encaramarse al templete apoyados en él y la cadena de evocaciones, que une el tiempo de una generación con la siguiente, permanezca. Como el crujir de la hojarasca en las laderas empinadas de las Juntas de Peralejos. Como el sabor y la textura de la magdalena aromatizada con infusión de la tía Léonie: de todas las magdalenas de nuestras abuelas y de nuestras madres.
   

Julio Álvarez Jiménez
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