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Han salido silvestres alhelíes amarillos bajo el balcón –colgantes– de la torre de las horas. A su lado, matas rupestres de ombligo de Venus florecen, verdosas, en arriesgada vertical gravitatoria.  Sobre la puerta de los Perdones las parietarias se aferran, hirsutas, testimoniando desde sus grietas de siglos la imposición de la casulla a San Ildefonso. Un matojo achaparrado –Rhamnus pumila, lo bautizó el botánico–, más propio de roquedos que de catedrales, se aferra bajo las almenas del Este de aquella torre, queriendo ocultar un escudo cardenalicio. ¿Cómo consiguen encaramarse a esas sillerías del abismo? Unas por su semilla liviana, trajinada por el viento, otras por sus frutillos carnosos, deglutidos, transportados y al fin depositados por alguna avezuela de los tejados y de los muros. Los blancos líquenes, humildes, rehuyen sin embargo la gravedad, prefiriendo hacer tapiz en las losas horizontales del atrio: ¿cómo es posible, siendo los más apegados a la piedra, que apenas se atrevan a cubrir con sus incrustaciones las areniscas blandas de las fachadas? Delatan con su estampado de topos blancos los rincones remotos del atrio, evitando las zonas alrededor de los pasos que se aproximan, cotidianos, desde las entradas en la reja hacia las puertas y la devoción.

Cernícalo. Foto: Hans Hillewaert

El cernícalo vuelve a señorear los cielos eternos que se alzan sobre la obra humana, y sus alas afiladas se recortan, ágiles, contra el azul de primavera luminosa. El año pasado sacó dos pollos, este año lo habrá de intentar de nuevo, solo necesita medio sillar de menos formando un hueco en un lienzo vertical que lo proteja, por razón de altura, de lo terreno y de los depredadores. La pareja ya ha volado junta y pronto se verán las crías. Quizá si en vez de cernícalo fuera halcón, el peregrino veloz de nuestro malogrado Félix, las palomas que anidan en los sagrados tejados y que a veces ocasionan problemas tendrían que buscar otro lugar donde vivir: el cernícalo es poco halconcito para una robusta paloma bravía, y se ha de conformar con presas menores, más acordes con su ligereza. Por encima del cernícalo, que es decir por encima de todo, la nube de vencejos, veraneantes inexcusables, pulula desde el mes marzo, cuando llegaron las migratorias. Los vencejos son aves inalcanzables y misteriosas: seres del aire –cazan, se aparean, duermen en él–, solo se acercan una vez al año a una grieta no recogida por argamasa para poner el nido, único momento en el que deciden colocar sus débiles patas en tierra, que no es tierra sino abismo sobre aquélla. La más etérea –en sentido literal– de nuestras aves, de extremidades incapaces de soportar su peso, es el ser más apegado a las alturas, siempre veloz, capturando en su viaje sin paradas miles de pequeños insectos con sus breves fauces abiertas, como si se alimentara prácticamente de la atmósfera en la que flota y de la que forma parte, mientras solo pide a los humanos terrenales y terrestres que dejen de vez en cuando algún hueco sin revocar entre los viejos mampuestos de los edificios antiguos para poder dar cabida a su ciclo reproductivo. No es mucho pedir, parece, a cambio de todo lo que nos dan, empezando por su alegre algarabía veraniega.

Alhelíes y ombligo de Venus en la Torre de las campanas.

En el claustro, el viejo ciprés, siempre elegante, embellece la quietud de arcadas góticas y descanso tan antiguo como los cimientos del edificio. Quizá alguna avecilla quiera anidar en él, como el ruiseñor que se oye por las noches en las huertas cercanas, o el petirrojo que a veces saluda en la barbacana del paseo de los Arcos. Incluso algún corzo despistado se deja ver a veces, traído por el Vadillo desde sus cuarteles pinariegos, hasta bien cerca de donde los canónigos que fueron y que serán ocupan su lugar definitivo en la Tierra, a la sombra alargada de varios cipreses adicionales.

Parietaria de los muros.

Vida que puebla, imperceptible, el envoltorio del edificio imponente, como parte integrada, indistinguible, de él mismo. Y decimos que es vida viva. Porque luego está la vida de piedra, fosilizada en la arena sólida por la mano del artista. Ahí están los canecillos que decoran los aleros, en la nave principal, en la linterna del crucero, alrededor de la girola, incluso en el tejado nuevo de la torre del Santísimo, a buen gusto del restaurador que imitó los originales en la reconstrucción realizada tras la guerra civil. Vida imaginada, cincel del cantero medieval, que quiso transmitir mediante la figura ideas simbólicas para aleccionamiento del pecador, para aprendizaje vital del espíritu. Nos encontramos en ellos con lobos, leones, machos cabríos, aves rapaces, también con monos y con algún cerdo, todos ellos de significado singular y más o menos conocido. Y luego, seres mitológicos en forma de diablos, serpientes, dragones y, mis favoritos: los basiliscos alados, de garra de ave y cuerpo de reptil. Si el lector quiere descubrirlos con cierto detalle, bastan unos sencillos prismáticos orientados a los aleros en cualquiera de las zonas indicadas. Hablar de ellos nos llevaría mucho espacio, el catálogo es extenso y fascinante. Nos conformamos por el momento con relatar la vida viva, aferrada a los sillares de color verde y rosado, como dijera aquel Ortega aquejado de daltonismo poético. Pero eso –lo de don José– es otra historia que bien se puede abordar otro día. Quizá junto a la del basilisco...

Palomas y canecillos, muro sur de la nave principal.

Viñeta

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