Para atrás como el cangrejo, a veces así parece que vamos, pero, ¿alguien ha visto andar marcha atrás a un cangrejo? Los de mar, las nécoras y otros bichos similares aptos para una paella aún caminan un poco de lado, como si no quisieran quitarte ojo mientras huyen, pero el cangrejo de río, nuestro humilde y vapuleado cangrejo de agua dulce, nada de nada: siempre de frente, como tiene que ser.
El cangrejo de río o, más bien, los cangrejos de río. Porque ya van tres especies en nuestras aguas continentales. Todo empezó por los nórdicos, siempre tan adelantados: al ver que el cangrejo autóctono no daba mucho de sí (allí es la especie europea, no la peninsular, pero el cuento es en lo demás parecido), y ante la imposibilidad de plantearse siquiera el prescindir de una de sus más tradicionales fiestas, la del cangrejo (kräftpremiär), en la que engullen toneladas del crustáceo bien regadas con abundantes espirituosos (quién ha dicho que los nordeuropeos son aburridos), decidieron, fácil solución, importar de otro continente otra especie para repoblar sus ríos. Dicho y hecho: en 1960 entra el cangrejo señal (dibujo) en Europa vía Suecia: los demás países no tardarían en imitar a los de Estocolmo. Eran otros tiempos y se hacían estas cosas: hoy se sabe que la introducción de especies foráneas es la segunda causa de extinción del mundo, después de la destrucción directa de hábitats: deforestación, urbanización, etc. El cangrejo europeo se fue abajo en un par de lustros, una de las tasas de disminución más rápidas registradas en la triste historia de las extinciones. La razón, de lo más peregrina e inesperada, lo cuál también alerta del peligro que entraña andar moviendo bichos de aquí para allá por todo el globo sin saber muy bien lo que se está haciendo: con el cangrejo señal venía un hongo, americano como su hospedador, al cuál éste estaba perfectamente adaptado. No así la especie autóctona: la enfermedad (afanomicosis) es mortal para el pobre animal en una tasa cercana al cien por cien, con el resultado esperado. No contentos con introducir el cangrejo señal, pronto se trajo otro, el llamado cangrejo americano (ambos lo son) o cangrejo rojo, también portador del hongo, ahondando por tanto en la herida.
En nuestro solar hispano las especies foráneas entraron en los años setenta. Los de mi generación y anteriores recordamos perfectamente los ríos repletos del sabroso crustáceo y también somos conscientes, al menos los que pisamos más el campo, cómo prácticamente desaparecieron en unos pocos años. En el puente del Henares, en el Paseo de las Cruces, aguantaron hasta entrada la democracia (llamémosla así), pero hoy día solo quedan poblaciones residuales en algunas cabeceras de ríos, en las sierras, que se pueden contar con los dedos de una mano: sitios remotos donde no llegan las especies transatlánticas portando su fatídico inóculo.
Para atrás como el cangrejo, nos quedamos sin ellos como uno se queda sin abuela. Y es que hay que ver el daño que se ha hecho a los ríos introduciendo cosas que no se debe para mayor gloria de la caña mal entendida, que es la del montón, la de baratillo. Consecuencia: si queremos preparar una cazuelita de esos seres alienígenas llenos de patas, no nos queda más remedio que hacerlo con el insulso cangrejo americano, que no tiene apenas cola, ni chicha, ni sustancia, ni nada. Apechugar con los propios actos, se llama. Y mientras nuestro cangrejo languidece, como si no fuera con ella, va la Diputación y nos pone en San Roque unas farolas que dan una luz con menos sustancia y más fea que un cangrejo americano, con sus miasmas y todo. Lo siento, no viene a cuento, estamos en elecciones, tenía que decirlo.