Si el amable lector es de los que, llegadas las lluvias, coge solo tres tipos de setas silvestres, la de cardo, el níscalo y el champiñón, ha de saber que está en el grupo de mayor riesgo para sufrir un envenenamiento grave. La tradicional seta de cardo, en nuestra comarca, la aprendemos desde niños, y es una suerte porque es una de las setas comestibles de aspecto, color, tamaño, etc., más variables, lo que la hace particularmente difícil de identificar. De hecho se puede confundir, y a menudo se confunde, con unas cuantas especies que se crían en los mismos sitios: prados y eriales. Aprender a reconocerla requiere de un entrenamiento prolongado que, en Castilla, se transmite de padres a hijos, y que tenemos tan interiorizado que no será ni siquiera consciente para muchas de las personas que están leyendo estas palabras. Pero, ¡ay!, muy distinto es el caso para el que se inicia en el consumo de setas sin tradición familiar previa, probablemente criado en una gran ciudad. Afortunadamente, las especies comunes que se parecen a nuestra seta estrella no son en general tóxicas y, de hecho, más de una de ellas va al plato sin saberlo y sin consecuencias. Con el anaranjado níscalo de nuestros pinares ocurre algo parecido, aunque es especie mucho más fácilmente reconocible: de nuevo, las confusiones posibles no son tóxicas de gravedad, aunque en este caso alguna vez la equivocación nos puede acarrear algún que otro dolor de tripas.
Pero el problema verdadero está en la tercera de la triada tradicional: el “champiñón”. Y entrecomillo la palabra por dos razones: primero, porque no todo lo que se recoge y se come como tales son champiñones y, segundo, porque de champiñón no hay una, sino bastantes especies distintas. He visto, por ejemplo, coger ejemplares de barbuda (Coprinus comatus) llamándolos “champiñones”, y aunque la barbuda es un comestible excelente el hecho de no diferenciar esta especie de los verdaderos champiñones (género Agaricus) denota una ignorancia cargada de reminiscencias suicidas. Y así con algunos ejemplos más. Por no decir que de la aproximadamente media docena de especies de verdadero champiñón comunes en nuestros campos, más o menos la mitad o son tóxicas o pueden sentar mal a algunas personas. El coger “champiñones” sin saber si estamos ante Agaricus campestris, A. sylvaticus, A. arvensis, A. macrosporus o A. xanthoderma, es decir, sin tener ni idea de lo que se está cogiendo, es de nuevo un síntoma de ignorancia indicador de peligrosidad.
Y esa peligrosidad es debida a que lo que llamas “champiñón”, así, en genérico, tan alegremente, quizá porque es blanquito y redondeado, sin entrar en más detalles, esa seta tan apetitosa que asimilas a una categoría taxonómica tan difusa, bien pudiera ser, y no tienes ni idea, mi muy estimado inconsciente, de hasta dónde puede llegar el parecido porque en tu despreocupada confianza no tienes control de los caracteres diferenciadores más básicos, bien pudiera ser, digo, una especie de amanita de las blancas, o de las no blancas pero lavada por un chaparrón reciente, es decir, blanqueada. Y entonces sí que tenemos un problema. Y uno muy poco divertido, que te puede llevar de cabeza al hospital o a un sitio aún peor.
No es ninguna broma, y pretendo que lo que digo se tome muy en serio. Acaba de ocurrir un envenenamiento grave en Sigüenza: escribo estas palabras como advertencia y para dar la voz de alarma. La persona en cuestión confundió una amanita blanca, no la famosa Amanita phalloides, sino una menos frecuente, aún más parecida a un champiñón, a pesar de llevar “seis o siete años cogiendo champiñones”. Va para una semana en el hospital, con diálisis. En un envenenamiento con amanita lo menos que te puede ocurrir es perder el riñón o el hígado, y eso con tomar solo algunos bocados. Cien gramitos bastan para irse al otro barrio.
Ya generalizando, no es suficiente con un libro de fotos para aprender a reconocer las setas. Primero, porque absolutamente ningún libro publicado tiene todas las especies que te puedes encontrar en cualquier paseo por tus lugares habituales, por lo que nunca puedes estar seguro de que lo que tienes entre manos es exactamente lo que hay en la guía o si es algo muy parecido, aunque distinto y, quizá, tóxico. Y, segundo, porque los hongos son probablemente el grupo de organismos comunes más difícil a la hora de determinar sus especies. Los caracteres que las separan son tan ambiguos, matices en la forma, en los colores, en los olores, etc., detalles que se solapan con las especies próximas, que requieren de un entrenamiento prolongado que, si se acomete de adulto, debe ser paciente y progresivo, siempre con ayuda de expertos que muestren las diferencias sobre material fresco, preferentemente en el campo, y, sobre todo, que indiquen excepciones y que enseñen a descartar confusiones mediante el catálogo exhaustivo de lo que se parece a lo que se pretende consumir.
Ser autodidacta en el aprendizaje de las setas está solo al alcance de personas muy acostumbradas al campo y a sus matices y, en general, es una actitud peligrosa. En resumen: si no se tiene ni idea, pero más aún si se cree que se sabe algo pero no se es capaz de diferenciar especies dentro de un género, por ejemplo, que es el “nivel de conocimientos” más peligroso porque hace confiarse cuando aún no se tiene base, entonces lo mejor es que dejes las setas en el campo para que sigan contribuyendo con su presencia al colorido de las fragas y prados y al correcto desenvolvimiento de los hilos sutiles de la naturaleza.