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En el tramo medio del Yangtsé, en una de esas infinitas llanuras asiáticas cubiertas de arrozales que fue escenario de importantes batallas del medievo entre mongoles y chinos, existe cierta ciudad industriosa donde hay un centro de investigación de enfermedades zoonóticas, aquéllas que saltan al ser humano procedentes de la fauna, que atesora miles de muestras de distintos grupos zoológicos, destacando la colección sobre quirópteros, es decir, murciélagos y animales relacionados. Mientras, en la farola junto a la ventana del pueblo cuesta ya ver estos espíritus nocturnos de vuelo quebrado y vaporoso. Se están yendo, como se han ido envenenados los insectos, como se fueron los caracoles de las huertas allá por los setenta, como están escaseando, ya, tras aquellos por necesitarlos, hasta las más comunes y humildes de nuestras pequeñas aves. No necesitamos sesudas estadísticas, que haberlas haylas: lo han visto nuestros propios ojos, tan rápidos como están siendo los cambios ambientales en esta era antropocénica en la que nos hallamos inmersos.

Decir que nos estamos cargando la naturaleza es una obviedad a estas alturas. Resulta incluso un tópico, pasto de aseveraciones genéricas y lugares comunes. Como el muy extendido de echar la culpa de todos los males que nos suceden a la destrucción de la naturaleza. Quizá el éxito de esta proposición tenga que ver con cuestiones culturales profundas. Un subconsciente colectivo que hinca sus raíces en las dicotomías básicas esenciales, el bien y el mal, Zurván y Ahrimán, la luz y el demonio, y que culmina en la obligatoriedad moral del castigo en su caso. El implícito, y seguramente tiene que ver con el romanticismo decimonónico alemán e inglés, aunque esto daría hasta para un tratado en el que habría que incluir como mínimo al entomólogo Edward Wilson y su artificiosa "biofilia", es que la naturaleza es buena y el ser humano, que la destruye, malo. La cuestión es que no deja de tener todo esto cierto tufo antropocéntrico, es decir, lo contrario de las apariencias en esta moda recurrente de la vieja idea de naturaleza roussoniana.

Ya que, ¿por qué tiene que ser "buena" la naturaleza por definición? ¿No se come el león a la gacela? Seguro que para los herbívoros de la sabana los grandes depredadores no tienen nada de bueno. ¿No puede ser que ciertos males que nos asolan tengan que ver simplemente con el propio funcionamiento de la naturaleza más que con nuestro efecto sobre ella? Cuando se le hiela la cosecha, el agricultor no puede echar la culpa a nadie. Y ya se guardará bien él de cubrir los tomates, en su caso. Naturalmente, si no hubiera humanos sobre la Tierra, en nada nos afectaría la naturaleza. Pero todas las teorías sobre la sobrepoblación parten de un problema de base, seguramente irresoluble: ¿te quitas tú o me quito yo?

Rhinolophus rouxii

La naturaleza es lo que es. Ni es buena ni es mala. El planeta no es un ser consciente que dispara rayos por los ojos cuando intentamos maltratarlo. Lo de Gaia que pergeñó un Lovelock desmelenado a lo hippie hace ya unas cuantas décadas está terriblemente pasado de moda a estas alturas. Pongamos de una vez los pies en la tierra para tratar asuntos de la Tierra. Otra cosa es que podamos considerar la naturaleza como un valor intrínseco, es decir, un patrimonio. Como lo son las catedrales o el cocido montañés. Y que como tales, no solo merezca la pena conservarlos, sino que tengamos cierta obligación de hacerlo dentro de lo posible ya que lo que no tiene recambio y se destruye no se recupera: es una pérdida neta. A nadie se le ocurriría hacer una cantera de arenisca a base de extraer los sillares de una catedral. Tendríamos piedras para chalets, pero nos quedaríamos sin una catedral, irreemplazable por definición (la de su unicidad). Sería como mínimo poco inteligente: ¿qué se gana con privarse de lo que no puede ser recuperado si es posible hacer razonablemente lo mismo, o de una forma alternativa, sin perderlo?

En lo que podemos estar de acuerdo es en que la naturaleza es un carrusel multicolor repleto de maravillas. Un virus, por ejemplo, es un prodigio de adaptación molecular construido con la elegancia de lo más simple, a partir de muy pocos elementos básicos. El problema es que de vez en cuando mata, una cosa no quita la otra. Los virus medran en animales y vegetales de toda forma y condición. Son, junto con las bacterias, los "organismos" más diversos y abundantes de la Tierra con mucha diferencia. De hecho, hay muchas más formas parasitarias en general (que viven a expensas del cuerpo de otro organismo) que especies huéspedes (que cobijan parásitos, o sea, el resto). Algunos parásitos incluso parasitan a otros parásitos. Es la ley de la vida: allí donde hay algo colonizable, tarde o temprano la evolución encuentra su oportunidad. Solo hay que echarle tiempo.

Pero volvamos a las alacenas de los laboratorios de aquella ciudad china donde se coleccionan muestras de saliva, excrementos y exudados rectales de murciélagos. Perdón por los detalles expresivos, la vida consiste en fluidos circulando por tubos y agujeros. A estas alturas y con una tasa de publicación científica sobre un tema quizá jamás vista en la historia, hay varias cosas que decir sobre lo que se sabe de esto de la pandemia desde un punto de vista puramente biológico, o sea, por definición, ni antropocéntrico, ni mucho menos antropomórfico.

Primero, los virus más parecidos al SARS-COV-2, es decir, el parásito que nos está matando, han sido encontrados por el momento en muestras de una especie de murciélago de herradura asiático depositadas en 2013 en las extensas colecciones del citado laboratorio. Poco después, se vio que en pangolines (un animal que no conocía nadie y que saltó a cabeceras seguramente porque un bicho mono vende "clicks", con independencia del fundamento científico de lo que se sabía en ese momento) también había un virus parecido al de marras. No sé si habrá caído el lector, pero la palabra clave en todo este párrafo es: "parecidos". No iguales, parecidos. Hablamos de coincidencias del 80 al 90% en números redondos. El hombre comparte casi el 99% de su genoma con el chimpancé y es obvio que no somos la misma especie. Cierto que la evolución de los virus es mucho más rápida. Pero el ejemplo vale para ilustrar que la realidad es que el virus que empezó a matar humanos en China a finales de diciembre no es el mismo (la misma "especie") que el que está almacenado en los laboratorios de Wuhan. Este sólo es el más próximo. Y es suficientemente distinto como para que se hayan estimado varias décadas desde que se separaron evolutivamente. Luego no es el que nos infecta, que es lo importante.

Segundo, no tenemos más que un pequeño atisbo de la variedad de virus que portan, no solo los murciélagos, sino cualquier otro grupo zoológico. Para conocer esos virus, primero hay que tomar muestras, lo cuál supone expediciones de personal especializado a lugares a menudo remotos, transporte de las muestras y almacenamiento en condiciones de conservación a largo plazo, y luego analizarlas para saber qué virus contienen, lo cuál implica aislar y secuenciar genomas completos, cosa que sigue siendo laboriosa a pesar de los evidentes avances de las últimas décadas. Por eso hay una gran mayoría de especies animales de las que todavía no se sabe nada sobre los virus que portan. Por eso hay miles de muestras almacenadas en las instituciones dedicadas a estas labores en espera de ser analizadas. Por eso se detectó el virus más parecido en una muestra de uno de los principales laboratorios del mundo en este aspecto, tras analizar seguramente cientos de ellas hasta ese momento simplemente coleccionadas (el genoma del virus del murciélago indicado es tan nuevo para la ciencia como el del virus del COVID, no había sido publicado antes, es decir, se ha conocido a raíz de esta investigación). Por eso no podemos saber todavía desde qué animal saltó directamente el virus al ser humano, puede ser un perro callejero, puede ser cualquier roedor, puede ser un gato o un zorro, puede ser otra especie de murciélago, o de la misma pero de cerca de Wuhan (el analizado es de una cueva a 900 km, ya metida en la zona subtropical, al sur del país). Puede ser cualquier cosa en realidad. Solo falta dar con una muestra que contenga un genoma más o menos idéntico. Muestra que puede estar ya en alguna colección o, con mucha más probabilidad, ande suelta todavía por ahí. Y no, el pangolín tampoco es: su virus se parece al del COVID aún menos que el del murciélago detectado.

Tercero, la forma de transmisión entre el animal que sea y el ser humano. Ha resultado bastante bochornoso todo ese tipo de aseveraciones que se vieron en medios y "redes sociales" acerca de las cosas que se meten en la boca los chinos. Como si en España, en la posguerra, es decir con gazuza generalizada, no nos hubiéramos comido hasta las ratas de agua y los topos de las huertas. O que si en esos países se comen hasta los insectos, como si unas gambas arroceras fueran algo esencialmente distinto, que se lo digan a muchos europeos centrales a los que ciertos tipos de marisco nuestro les producen una repulsión instintiva. Recordaré siempre con horror una cena en el corazón de la cordillera del Altai, en Mongolia, con una familia kazaja, pueblo de las estepas de cultura ganadera nómada, que nos sirvió un gran plato de carne en su ger (vivienda desmontable) consistente esencialmente en vísceras y partes poco reconocibles, la gran bandeja coronada por el cráneo de la cabra que habían preparado en nuestro honor. Con cuernos y todo. Ellos nos estaban agasajando con la ofrenda más apreciada en su cultura hospitalaria, sacrificar un animal para el visitante, pero a ojos de alguien acostumbrado a la pulcra y artificiosa vida occidental aquello era demasiado, no tanto por el cráneo como por la mondonguería con apariencia de simplemente hervida que lo rodeaba. Naturalmente, hubo que hacer de tripas corazón, bastante literalmente, para hacerse con aquello y así intentar no ofender a nuestros anfitriones, absolutamente amables y acogedores en todo. Quiero decir con esto que las diferencias culturales son demasiado a menudo más alimento de prejuicios que fuente de explicaciones. Como demuestra que las fotos con comensales que se ponían en los periódicos al principio de la epidemia no fueran de murciélagos estrictamente hablando, sino de zorros voladores, demostrando los medios con ese solo hecho un desconocimiento abismal de aquello sobre lo que estaban "informando", cosa que habrían paliado en un minuto consultando el nombre científico del murciélago "culpable" en cualquier fuente disponible. El gran grupo de los quirópteros contiene dos sugrupos, los microquirópteros, que son los coloquialmente llamados murciélagos, y los megaquirópteros, unos bichos espectaculares con cara de perrito y amplias alas, que suelen ser llamados zorros voladores. Resulta que las distintas especies de zorro volador son tropicales, es decir, no propios de las llanuras centrales de Asia. Y no son por tanto parte de la cultura culinaria en esa zona del mundo, sino más bien de la de algunos archipiélagos del océano Pacífico, de esos idílicos y llenos de "resorts" de empresas turísticas occidentales, que es de donde procedían aquellas fotos de un plato de sopa con un zorro volador puesto encima. No se venden murciélagos en el famoso mercado de Wuhan, nadie los come por allí. No hay zorros voladores en Wuhan. Esa es la realidad. En cuanto a los pangolines, ya se ha dicho que el virus detectado en un par de ejemplares de una partida importada concreta no es el que provoca la enfermedad, aunque se parezca. No procede de ahí por tanto, aunque alguien se hubiera comido alguno infectado con la especie de coronavirus de los pangolines. ¿Cómo se transmitió entonces el bicho al ser humano? Pudo ser de formas variadas, primero porque es un virus respiratorio que puede pasar al aire o a las superficies con cierta facilidad, segundo porque se ha demostrado que puede aparecer en las heces, luego también en las del animal transmisor, y de ahí a las aguas del alcantarillado, a un basurero o a montones de sitios potenciales más. Y tercero, ni siquiera sabemos cuál ha sido el último animal donde ha estado inmediatamente antes de pasar a nuestra especie, luego todo lo que se diga al respecto es pura especulación. Incluso es bastante probable que nunca se sepa este detalle. Que tampoco es tan importante en realidad.

Como el lector sabrá, se ha debatido mucho sobre si el virus era un diseño como arma biológica o si se había escapado de un laboratorio. Incluso un premio nobel (nada menos el que descubrió el virus del SIDA) llegó a afirmar lo primero diciendo que el genoma contiene fragmentos compatibles con el virus VIH (SIDA). Cosa que ha sido refutada posteriormente porque son fragmentos que aparecen en muchos organismos, en esencia son demasiado pequeños como para que las coincidencias no puedan ser debidas al azar. En este caso yo prefiero usar el sentido común: ¿un arma biológica que se usa en primer lugar contra tu propia población? Para una peli mala de Hollywood de guión enrevesado y lleno de agujeros, seguro que vale. En cuanto a que se escapara por un error el bicho, eso no sería en principio tan descabellado. El problema son la falta de pruebas directas, así como la evidencia circunstancial de la reacción china. La coincidencia de que el instituto de investigación de zoonosis, con sus colecciones de muestras, estuviera en el mismo lugar donde aparentemente surge la pandemia es muy tentadora para los conspiracionistas de sillón y teclado. Y accidentes con agentes infecciosos ocurren de vez en cuando en todo el mundo. Los más famosos fueron los escapes de la viruela de laboratorios de seguridad en el Reino Unido que ocurrieron hasta tres veces en los años 60 y 70, llegando a causar 80 fallecidos hasta que fueron controlados. Hay más casos conocidos, algunos de ellos incluso en China, y accidentes internos que no superan la barrera del laboratorio (infecciones del propio personal) están a la orden del día. Pero lo importante es que todos ellos fueron abortados más pronto que tarde ya que, cuando se te escapa un virus, sueles ser consciente de qué cosa tienes entre manos. Si el propio gobierno chino hubiera sabido desde el primer momento de un escape de algo existente en sus laboratorios, no hubiera seguido los pasos observados (declaración internacional de una enfermedad respiratoria no conocida, análisis y publicación de la secuencia del virus antes de tomar medidas, etc.) sino que hubiera actuado inmediatamente ya que sabrían desde el primer momento de qué se trataba, seguramente con los primeros contagios, un mes antes al confinamiento del 23 de enero, como hicieron por ejemplo en Inglaterra cuando vieron que se les había escapado la viruela y como haría cualquier gobierno en su sano juicio. Que tal tipo de escape ocurriera en Wuhan es, además, indemostrable por datos objetivos que se conozcan. Salvo que el gobierno chino "confesara", cosa que no ocurriría si ese fuera el origen porque se expondría a demandas multimillonarias. De momento la única información disponible es que hay una muestra en un laboratorio que se parece en un cierto porcentaje a la que causa la enfermedad, lo cuál demuestra ya de entrada que no es el mismo virus. Y si tuvieran otro idéntico tampoco se demostraría nada ya que tenerlo no implica que se haya escapado. No parece razonable por tanto perder el tiempo en esto mientras no aparezca alguna prueba irrefutable. Explicaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Porque lo más importante es que no hace falta esa hipótesis para explicar la epidemia ya que los virus con capacidad zoonótica existen. En número indeterminado, seguramente más alto de lo que nos gustaría. Y algo muy interesante es que las potencialidades no son las mismas en las distintas regiones del mundo. Porque lo que no es azar es que China tenga varios laboratorios importantes para investigar este tipo de enfermedades en distintas ciudades del país. No es una casualidad que dediquen un gran esfuerzo material y científico a crear y mantener colecciones de muestras con potencialidad zoonótica. La secuenciación en tiempo récord del nuevo virus, entre otros detalles conocidos tempranamente, es un ejemplo de la importancia de esta infraestructura, por más que ciertos países occidentales no hayan sabido aprovecharlo en el caso que nos ocupa, como resulta evidente. Ellos cuentan con el entrenamiento y la precaución de haber sido amenazados previamente en circunstancias parecidas, por ejemplo, sin ir más lejos con el SARS-COV-1, primo del actual, en tiempos tan recientes como el 2002. Esos laboratorios para ellos son una necesidad sanitaria. De hecho, el resto de la humanidad deberíamos estar agradecidos de que los tengan. En primera linea de fuego, como vamos a ver enseguida.

Los biogeógrafos saben que el Este asiático tiene una particularidad. Existe una asimetría esencial entre las costas orientales y occidentales de los continentes que se observa cuando se ve un mapa de las grandes unidades de vegetación o paisajísticas del globo, determinada por los grandes patrones climáticos. Los desiertos y en general las formaciones áridas alcanzan sin problema la costa occidental (véase el Sahara, que llega hasta el Atlántico), pero no las costas orientales, cubiertas en todo su recorrido latitudinal, desde las selvas lluviosas ecuatoriales hasta las frías tundras, por una continuidad de bosques (tropicales, subtropicales, templados, taigas). No es por azar que animales forestales de distribución esencialmente tropical, como los grandes felinos, hayan alcanzado a través de esas masas forestales continuas del pasado latitudes tan altas como la de las taigas de Vladivostok, donde podemos encontrar todavía una de las razas más espectaculares del tigre: el siberiano. Hay también, por ejemplo, varios primates que llegan hasta el centro de China y aún más al norte: son famosas las escenas del macaco japonés bañándose en aguas termales y rodeado de nieve, al norte de Hokkaido, una escena insólita para un grupo, el de los primates, de clara raigambre tropical. La continuidad de masas forestales y por tanto de hábitats entre el ecuador tórrido y el frío norte ha sido la más amplia y compacta de todo el mapa terráqueo en la franja oriental del gran continente, es decir, desde el Sudeste asiático cubierto de selváticos bosques tropicales hasta las infinitas taigas de la cuenca del Amur y del resto de Siberia, ofreciendo una continuidad de hábitat sin parangón en el resto del mundo. Por el contrario, en África la mayor parte de la gran fauna tropical queda limitada hacia el norte por el extenuante desierto del Sahara. Y quien dice la gran fauna dice también la pequeña. Aunque vuele.

Los murciélagos de herradura, por ejemplo. Existen unas cien especies conocidas de esta familia de quirópteros, con la particularidad de que son todas del viejo mundo, es decir, que no están presentes en América. Si vemos sus mapas de distribución observamos que en la parte occidental del viejo mundo la mayor parte de ellos (26 especies) son tropicales, africanos y situados al sur de Sahara. Y luego están las poquitas especies europeas y norteafricanas, más bien mediterráneas (3 especies), situadas todas al norte del Sahara, más una aislada en Oriente Medio, y otra más, la única que está a uno y otro lado del gran desierto: el Rhinolophus blasii, que parece tener su centro de distribución en el Oriente medio desde donde irradia hacia el Rift africano por un lado y hacia el Mediterráneo (Balcanes, Atlas) por otro. Una especie rara en Europa en todo caso, solo de la parte oriental. Ya está siendo objeto de análisis de los virólogos, por cierto, seguramente por su interés epidemiológico como especie transahariana. En definitiva, y salvo por esta excepción, hay un claro aislamiento entre las especies potencialmente portadoras de virus peligrosos del hiperdiverso mundo tropical africano y las de las tierras templadas situadas al norte del gran desierto.

El resto de las especies de murciélago de herradura (familia rinolófidos) son asiáticas, o más concretamente de la franja oriental y meridional de Asia (el de la pequeña acuarela aportada, Rhinolophus rouxii, es del subcontinente indio, un pequeño murciélago de bello colorido). La mayoría de las especies son también allí tropicales, como corresponde a la mayor biodiversidad de los trópicos. Pero ocurre que, gracias a la continuidad de hábitats descrita anteriormente, existen unas cuantas especies que, o bien son de distribución tanto tropical como templada, es decir, que se distribuyen por los dos mundos, o bien son solo templadas pero solapan con especies del tipo anterior. Es decir: como pasa con el tigre o con los primates asiáticos, hay continuidad en la distribución de especies de murciélago de herradura entre el ecuador y latitudes mucho más altas. No existe allí un Sahara que las limite. Las distribuciones de cada especie son además en esta parte del mundo mucho más amplias que sus contrapartes africanas y europeas, consecuencia del mismo fenómeno. Ejemplo de estas distribuciones mixtas templado-tropicales son sin ir más lejos el ya famoso Rhinolophus affinis del laboratorio de Wuhan o el R. sinicus, bastante parecido y quizá el más estudiado virológicamente en esa parte del mundo.


Se anda aún en mantillas sobre la biología de los virus en rinolófidos a pesar de ser uno de los grupos animales más investigado en este sentido, y en particular poco se conoce acerca de la transmisión interespecífica dentro del grupo. Pero es evidente que oportunidades para tal transmisión existen ya que son animales gregarios que reposan en grandes grupos en cuevas donde a menudo se mezclan las especies. El guano de murciélago, por ejemplo, se sabe potencialmente infectivo, o al menos en él se han detectado en varias ocasiones especies de virus en estado activo, entre ellos distintos coronavirus. Una pista son los varios casos descritos de enfermedades endémicas africanas muy graves, como la fiebre de Marburgo, que han sido asociados en ocasiones a simples visitas a cuevas por humanos, quizá por aspiración de las partículas de guano presentes en la atmósfera. Pero aunque la transmisión entre especies de murciélago fuera solo ocasional, como ocurre afortunadamente entre ellos u otros animales y los humanos, está claro que un paquete de nada menos que más de 60 especies muy parecidas con distribuciones solapadas que crean entre todas una gran mancha en el mapa sin solución de continuidad es un caldo de cultivo perfecto para que evolucione todo parásito viviente. Y esto son solo los rinolófidos, que si se miran otras familias de murciélagos, uno de los grupos más diversos de mamíferos, la cosa se dispara. O de roedores, otro grupo megadiverso. O de carnívoros como las mangostas y civetas, entre otras muchas cosas exóticas de las que están llenas los ecosistemas tropicales, digamos por ejemplo los pangolines (ocho especies en el mundo, una de ellas a la vez tropical y templada... de China). El Sudeste asiático, como todas las regiones tropicales del mundo, es una maravilla de diversidad zoológica. Para bien y para mal. Porque, a diferencia de otras regiones hiperdiversas del globo, la influencia de esta inmensa arca de Noé alcanza bastante más allá del estricto trópico, llegando a algunos de los lugares más poblados de la Tierra. Y lo lleva haciendo desde tiempos remotos.

Varios de los episodios medievales de la famosa peste negra llegaron a Europa desde el lejano Oriente a través de los mercaderes del Mediterráneo y del mar Negro, encontrando en Occidente una gran bolsa poblacional sin protección inmunitaria en la que se multiplicaron a sus anchas. La peste Antonina, quizás una viruela, es decir, un virus, aunque los agentes no están bien establecidos en epidemias tan antiguas, se postula que llegó a Europa a partir del sitio romano de Seleucia, en Mesopotamia, donde habría llegado previamente del lejano Oriente. La plaga de Justiniano, tal vez un primer contacto occidental con la bacteria de la peste negra que afectó sobre todo al imperio romano oriental, pudo llegar al Mediterráneo por las rutas comerciales desde el océano Índico y el sur o sudeste asiático, a través del Mar Rojo y las rutas caravaneras de la costa árabe. Solo por mencionar las plagas clásicas más conocidas. Comparativamente, entre las clásicas, las hipotetizadas como procedentes del continente africano son menos numerosas, por ejemplo la de Atenas en el siglo V a.C., que se piensa que pudo bajar por el Nilo desde territorios tropicales en el corazón del África transahariana, quizá un primer contacto en Europa, según algunos autores, con las peligrosas fiebres hemorrágicas cuando aún faltaban muchos siglos para saber lo que son los virus o los microorganismos en general.

Pandemias han ocurrido periódicamente desde el albor de los tiempos, más o menos bien establecidas en cuanto a origen, agente causante y extensión o importancia en función del conocimiento histórico de las distintas épocas, lógicamente menor cuanto más ahondamos en el pozo del tiempo. Todas las generaciones tienen la tentación de creerse especiales. Pero el ser humano es esencialmente lo que es desde que bajó de los árboles selváticos para erguirse en la sabana, seguramente incluso antes de ser siquiera nuestra propia especie. La nuestra, como todas las vivas, ha estado adaptándose a los agentes infecciosos desde que empezamos nuestra andadura en contacto directo con la gran fauna africana. Las zoonosis han sido el principal mecanismo de llegada de nuevas enfermedades por la sencilla razón de que no puede ser de otra forma: la biosfera entera "conjura" constantemente para producir nuevos virus y bacterias parasitarias en el sustrato inabarcable en volumen y en diversidad de sus millones de especies animales que pueblan todos los rincones de la Tierra. Cada vez que saltaba un nuevo agente a nuestra esfera propia, las poblaciones humanas sufrían la selección inherente a toda especie viva, sobreviviendo los más adaptados y ganando por tanto resistencia poblacional a través de generaciones de exposición al nuevo microorganismo. Algo así debió de ocurrir muy rápidamente, por ejemplo, en el Neolítico, cuando nos hicimos sedentarios y empezamos a concentrarnos en ciudades, donde debimos de ser pasto de cóleras, tifus y otras enfermedades transmitidas a través de las aguas insalubres y el simple contacto humano, en sociedades que jamás se habían enfrentado a los problemas inherentes al aumento de la densidad poblacional. Y algo así ha tenido que ocurrir especialmente en los lugares más poblados desde antiguo, sobre todo en los más ricos en variabilidad biológica, por simple cuestión de oportunidad.

Adaptación que en realidad no solo no evita que de vez en cuando surjan pandemias, sino que es parte de la explicación a su existencia. Porque una cosa es dónde se origina un virus, lugar quizá endémico de la enfermedad o de otras parecidas de las que parte el nuevo agente, y otra dónde llega después y se expande epidémicamente a favor de poblaciones aún no adaptadas. A juzgar por la información histórica, estos mecanismos han tenido que ser más o menos constantes a lo largo de nuestra existencia. La frecuencia de pandemias quizá no haya cambiado tanto como se quiere señalar a veces en este milenarismo de fin del mundo últimamente tan promocionado. La "gripe española" de 1918 es constantemente citada como ejemplo prototípico históricamente reciente, pero es solo una más entre numerosas epidemias respiratorias y de todo tipo propias de una sociedad que solo hace cuatro días ha empezado a comprender, y mucho queda todavía, el inabarcable mundo de los microorganismos. La teoría de la generación espontánea de los agentes infecciosos fue refutada por Pasteur en fechas tan recientes como la segunda mitad del siglo XIX. Los virus, aunque enunciados ya como agentes desconocidos de ciertas enfermedades a finales del XIX, no son descubiertos fehacientemente hasta los años treinta del XX. Menos de cien años hace, nada en términos históricos. Poco se podía comprender del origen o importancia de las enfermedades del tipo que nos afecta ahora antes de esos descubrimientos. Las epidemias respiratorias en el siglo XIX fueron relativamente numerosas, más o menos igual que lo han sido en el siglo XX, cuando ha habido al menos cuatro episodios internacionales de importancia. No hay razones para pensar que en siglos anteriores no fuera parecido. El mayor conocimiento científico hace que nos fijemos mucho más en cada brote, a la vez que lo seguimos y combatimos con mucha más eficacia que en el pasado. El resultado paradójico de esta progresivamente mayor atención global es que tendemos a pensar que la última epidemia de cada momento es la más grande. Porque es la nuestra. Pero no es así, y véanse por ejemplo los datos del siglo XXI, en el que llevamos cinco epidemias respiratorias internacionalizadas denunciadas a bombo y platillo como importantes: SARS-COV-1 de 2002, 8000 fallecidos globalmente; gripe aviar de 2005, 380 fallecidos; gripe A de 2009-2010, entre 200 mil y 500 mil fallecidos (no más que una gripe común, que es lo que es en realidad, dicho sea de paso); MERS de 2012-2015, 500 fallecidos. Y luego ya la actual, COVID-19, en curso todavía. ¿Cuántas "pandemias" con 400 ó 500 o incluso unas decenas de miles de fallecidos hubo en siglos anteriores, con una población además muy inferior en número? La inmensa mayoría de una cantidad indeterminada de brotes comparables a estos episodios recientes, que reciben toda la atención global, simplemente ha pasado desapercibida a la historia.

Los virus siempre han existido, de hecho son bastante más antiguos que nuestra propia especie, puede que sean incluso anteriores a la propia vida, como ha de ocurrir con otros tipos de moléculas autorreplicantes aún más sencillas que ellos. La tasa de generación de nuevas formas es más o menos constante en el tiempo y depende de la abundancia y variedad de sustratos sobre la que evolucionar, que a su vez dependen de la riqueza biológica intrínseca de los distintos territorios y de su conectividad y amplitud. Que aparezcan epidemias a una tasa determinada quizá solo esté mediada al final por esta productividad constante, con o sin influencia de nuestra especie. Que además lo hagan en unos sitios y no en otros parece que tiene mucho más que ver por el reparto de la biodiversidad que con nuestra acción sobre la naturaleza. Sin olvidar que los sustratos animales sobre los que evolucionar también desaparecen con la destrucción de los ecosistemas (los murciélagos por ejemplo son muy susceptibles a la transformación agrícola intensiva y a la urbanización) y sin olvidar tampoco que en los lugares hiperdiversos con mayor probabilidad de generar brotes de nuevos virus el ser humano lleva adaptándose a ellos quizá desde milenios (sur y sudeste asiático, por ejemplo), constituyendo otro reservorio en el que evolucionar. En resumen, que quizá no seamos más que las gacelas de la sabana africana: los leones siempre han estado ahí.

La eliminación, más que destrucción, de la naturaleza, descabellada, poco inteligente y ciertamente muy triste porque la pérdida de la belleza y de la complejidad siempre es triste, está ocurriendo a estas alturas, con casi ocho billones de almas humanas vivientes, por todos los rincones de la Tierra con la excepción momentánea de los más inhóspitos e inalcanzables. Unos la han sufrido antes, otros la están sufriendo ahora, y otros, que ya se creen más o menos a salvo con sus parques nacionales y otros sitios de pasear, sin duda siguen perdiendo naturaleza a manos llenas, como se intentaba mostrar con las observaciones del principio sobre nuestra vieja Europa, referidas a un solo factor entre muchos: el envenenamiento del campo exacerbado en los últimos dos o tres lustros por ciertos cambios en el uso de pesticidas. Otros factores de pérdida de biodiversidad aún importantes en los países occidentales son la urbanización y el desarrollo intensivo de infraestructuras (no olvidemos las bienintencionadas renovables, que vienen ahora a implantarse masivamente con el efecto inevitable de laminar lugares que habían permanecido todavía a salvo por ser más o menos remotos). Precisamente por esta gravedad del fenómeno de ocupación intensiva de la biosfera por nuestra especie (y volvemos al dilema de ¿te quitas tú o me quito yo?) llamar la atención sobre lo estereotipado parece un error. Argumentos que a menudo se caen inmediatamente por su excesiva simplicidad o por sus contradicciones internas. Como al no ir a lo concreto y a la complejidad más profunda de las cosas, por ejemplo con lo del "castigo mitológico". O cuando se traen lugares comunes utilitaristas ya desfasados, como con lo de "los murciélagos son muy útiles porque comen insectos": ¡Pero si la caída estrepitosa de las poblaciones de insectos es la mayor catástrofe biológica de las últimas décadas en los países desarrollados!

Sin necesidad de clamar al elemental amor a lo bello, que en realidad es lo que mueve a casi todo el que contempla la catedral de la naturaleza con una sensibilidad mínima, que también es cierto que hay que educar, ésta tiene valor intrínseco como puro patrimonio merecedor de preservación a largo plazo, igual que lo tiene una pirámide maya o el canto difónico de los mongoles. Aunque sea por un tipo de utilitarismo más sutil, el del simple principio de precaución, fuente potencial de tantas cosas al final prácticas.

Julio Álvarez Jiménez

 

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