Acababa de cumplir los cuarenta, y ya no me sostenían los cimientos de este mundo. Había reunido algo de dinero, no mucho, y decidí emplearlo en explorar otros pagos en busca de raíces. Y, como la vida suele atender las llamadas del alma, me enviaron a Colombia para hacer un reportaje. Fueron doce días dando saltos de un extremo a otro del país: Bogotá, Villa de Leyva, Leticia, Cartagena de Indias, San Andrés, Providencia... Demasiado rápido, demasiados impactos sin pausa para poder saborear la intensidad de aquellas tierras en las que se concentra una décima parte de la diversidad biológica de nuestro planeta. Así que decidí regresar -esta vez por mi cuenta- y sumergirme en esa vida caleidoscópica del trópico, donde humanidad y naturaleza se aúnan en una simbiosis a veces paradisíaca, a veces sangrienta. Corría el verano austral de 1993. Pocas semanas antes de partir conocí casualmente a una mujer colombiana afincada en París cuya hermana colaboraba desde Bogotá con la Fundación Ayata'Ain, una iniciativa de los indios wayúu de la Guajira colombiana destinada a manejar las riendas de su propio desarrollo. La idea me sedujo hasta tal punto que decidí iniciar con ellos mi periplo. Dos años más tarde mis raíces se asentarían definitivamente en Ures, en la comarca de Sigüenza.
El autor del reportaje en la ranchería de Maaku entre familiares y amigas de Iris Aguilar Ipuaná, mi anfitriona.
Descendemos hacia Riohacha, capital de la Guajira colombiana. A través de la ventanilla del avión se aciertan a distinguir unas calvas en el terreno salpicadas entre una vegetación ajada y pardusca. Su forma es más o menos circular, y en su interior se reparten algunas construcciones hechas de empalizadas con techos de leño y paja. Las rancherías –que así les llaman– nos indican que sobrevolamos territorio wayúu, un pueblo adaptado a los rigores de la planicie semidesértica y áspera que se extiende al norte de la Sierra Nevada de Santa Marta y de los Montes de Oca formando una península ceñida entre el Mar Caribe y el Golfo de Venezuela.
Hasta principios de los ochenta del siglo pasado la península de la Guajira era una tierra lejana, olvidada, arrinconada en los desvanes del misterio y la leyenda. Ni españoles ni alemanes se interesaron por ella en los albores del siglo XVI -cuando ambos se disputaban el control de la zona- puesto que no ofrecía riquezas visibles ni tierras productivas que merecieran el esfuerzo de la conquista. Además, el wayúu es un pueblo altivo y orgulloso. Siempre tuvieron sus guerreros fama de agresivos; lo que mantuvo alejados durante siglos a los aventureros y buscadores de fortuna.
Piratas y contrabandistas, en cambio, frecuentaron siempre la región, y aún hoy la tienen por puerto seguro para el estraperlo; una actividad que por aquí sustenta la economía de muchas familias. Más recientemente, traficantes de armas y de drogas han utilizado estas tierras ignotas como base de operaciones. Durante la década de los setenta, las pistas polvorientas de la Guajira fueron escenario de continuas correrías, diurnas y nocturnas. Camiones y vehículos todo-terreno las surcaban a toda velocidad tiroteando el aire -al más puro estilo del oeste norteamericano- cargados de marimba (marihuana) procedente de las plantaciones de la cercana Sierra Nevada de Santa Marta.
Fueron años intempestivos, de enriquecimientos fáciles y desmanes frecuentes, que contribuyeron a aumentar la fama de violentas que ya tenían estas tierras. Las tormentas desencadenadas por lo que hoy se conoce como la ”bonanza marimbera” cambiaron la vida de unos cuantos y acabaron con las de otros muchos antes de que los yanquis y el gobierno colombiano fumigasen y quemasen las plantaciones de cannabis. Pero no minaron la idiosincrasia de los wayúu, quienes siguieron, en su mayor parte, manteniéndose fieles a sus modos de vida ancestrales, a sus leyes y sus creencias.
La mina del Cerrejón ha traído no pocos problemas e incomodidades a las comunidades indígenas.
Sin embargo, desde finales del siglo pasado pesa sobre este pueblo indígena la amenaza de un enemigo a todas luces desproporcionado, que no es otro que el inexorable desarrollo al estilo occidental. Éste llegó a lomos de grandes compañías multinacionales, como ExxonMobil y Texas Petroleum, que establecieron consorcios con los gobiernos colombiano y venezolano para explotar los recursos minerales de la región, principalmente carbón, petróleo y gas natural.
Una carretera nueva de 150 kilómetros de longitud une ahora el enorme complejo carbonífero de El Cerrejón, al sur de la península, con Puerto Bolivar, en la costa caribeña. Paralela a ella discurre una vía férrea por la que circulan trenes interminables -de un kilómetro y medio de largo– repletos de mineral. A primera vista, las obras de infraestructura como ésta deberían contribuir a mejorar las expectativas de los habitantes de la Guajira. Por el contrario, han despertado recelos y levantado quejas entre los indígenas, molestos por haber quedado al margen de decisiones tan trascendentes y que afectan de manera profunda a sus modos de vida, fuertemente vinculados a sus creencias.
Los muertos viven
La cultura wayúu relaciona muy estrechamente el mundo de los muertos con el de los vivos, con quienes mantienen contactos frecuentes. Su territorio está sembrado de minúsculos cementerios y lugares impregnados de misterio en los que moran los yoluja (espíritus de los indios muertos). La construcción de estas infraesturas ha obligado a levantar a su paso muchos enterramientos y a migrar de un sitio a otro los restos de los parientes fallecidos, que entre los wayúu son objeto de una veneración muy especial. Para los guajiros, “un viejo que se muere es una biblioteca que se quema”, dice el físico y antropólogo francés Michel Perrin, autor de El Camino de los Indios Muertos, una de las más concienzudas investigaciones sobre la mitología y la cultura wayúu. Muchos de sus enclaves sagrados corren, pues, el peligro de ser o han sido ya invadidos y degradados por aquellos que no se paran a comprender las profundas raíces que alimentan el sentimiento de los pueblos.
En el Cabo de la Vela hay “misterio”. Allí está Jepirra, el lugar donde moran los yolujas, los espíritus de los indios muertos.
Ahora también resulta más fácil acceder a los recursos marinos de estas costas, que los indios aprovechan y cuidan como si de apriscos o corrales se tratara. La excesiva presión de la pesca industrial sobre ellos podría acabar con el tradicional modo de vida de los apalaanchi (pescadores y playeros wayúu). El turismo amenaza además con trastocar los valores ancestrales de este pueblo sumiéndolo en la aculturación.
El territorio wayúu ocupa una extensión de 15.380 km² (casi los mismos que la provincia de Toledo); de los cuales 12.000 corresponden a Colombia y el resto a Venezuela. El último censo, que data de 2018, cifra en 371.130 el número de habitantes de esta etnia de origen arawak o arahuaco en la Guajira colombiana. Pero deben ser más, ya que no es fácil hacer el recuento de una población de cuya movilidad dan idea las 3.344 rancherías que se han contado distribuidas por el territorio. El 85 por ciento vive en estos núcleos rurales, cuyo tamaño es muy variable pues van desde los que cuentan con una sola vivienda hasta los que agrupan a más de cien. La gran mayoría de las casas que conforman una ranchería están agrupadas en torno a la de la mujer más vieja, y son ocupadas por sus hijas e hijos casados, que viven cerca de ella con sus respectivas familias.
Dos líderes wayúu se saludan frotándose mutuamente los lóbulos de la oreja a su llegada a Uribia para asistir al Festival de la Cultura Wayúu.
Su sociedad, de corte matrilineal, se organiza en torno a unas treinta castas o clanes, cada una de las cuales está asociada a un animal totémico. Es la madre la que transmite el sello del clan a la descendencia. Carecen, sin embargo, de una organización política centralizada; de modo que son los principios que rigen las relaciones de parentesco los que sirven de base para resolver cualquier tipo de problema. El más anciano entre los hombres del grupo de parientes uterinos de una ranchería es, por lo general, el talaula, o jefe del asentamiento. A él corresponde organizar los trabajos colectivos, otorgar los derechos sobre ciertos recursos y mediar en los conflictos que se suelen resolver mediante el pago en ganado, dinero o joyas en compensación por las pérdidas o agravios. Nunca la tierra, que es la madre de todas las cosas, y a la que no se considera propiedad privada.
Cinco de estas castas concentran más de las tres cuartas partes de la población. Iris Aguilar pertenece a la de los Ipuana, la tercera en número de miembros, un 16 por ciento del total. Ella es una de las principales líderes wayúu y la encargada de coordinar los programas de Ayata’ain, una fundación creada por los indígenas para tratar de dirigir su propio desarrollo. Iris es quien me recibe en el aeropuerto de Riohacha en compañía de Alí J. Valdeblánquez Ipuana, otro miembro del clan. Las presentaciones son tan cortas como los preparativos para marchar. Nos hemos citado para conocernos pero Riohacha no es el lugar más indicado. Este es territorio de los alijunas, como denominan al hombre blanco y, en general, a todo aquel que no es wayúu.
Partimos al día siguiente camino de Maaku, la ranchería donde vive Iris junto a sus familiares más allegados. Tras superar una pista tramposa, sembrada de badenes y ríos de arena, arribamos casi al atardecer a bordo de una camioneta Ford, testigo más que probable de alguna que otra movida marimbera. Algo menos de una docena de construcciones repartidas por una amplia explanada conforman el asentamiento. Una pequeña instalación fotovoltaica proporciona energía suficiente para el exiguo alumbrado de las casas y para el televisor, cuya presencia aquí no deja de sorprenderme.
Tendemos las coloridas hamacas y los chinchorros que nos ofrecen en la luma, una preciosa enramada trenzada de yotojoro (el corazón seco del cactus Lemaireocereus griseus que crece por los alrededores, al que los indígenas llaman yosú) y sostenida por varios postes dispuestos en círculo. Este es el lugar donde se desarrollan las actividades del día, se atiende a los visitantes y duermen la siesta los parientes. La animada conversación nos va rindiendo a medida que avanza la noche y el frío cala en el cuerpo.
Ambiente típico de la Baja Guajira, donde reinan los cactus y el matorral reseco.
Vamos de fiesta
Alborea, y ya está todo el mundo en pie. El día es claro y límpio y la brisa fresca, aunque templa rápidamente con el ascenso del sol. En la cocina –una enramada abierta y separada del resto de construcciones– borbotea lentamente la chicha de maíz sobre un fuego de leños atormentados. El energético desayuno nos pone en marcha para cumplir con las indispensables tareas cotidianas. Vamos a por agua a un jagüey (pozo) cercano, lo que aprovechamos para asearnos rodeados de animales que acuden a saciar la sed.
Hacemos también unas cuantas visitas a las rancherías de alrededor, algo muy estimado entre los wayúu. Casi todos son familia, así que menudean los abrazos con gran efusividad. Una familia confecciona un tipo de sandalias denominadas waireñas, en las que combinan diferentes piezas de tejido sobre una suela recortada de un neumático gastado. Son cómodas y, sobre todo, muy prácticas para patear estos terrenos. Hoy partimos hacia Uribia, la capital indígena de la Guajira colombiana, para asistir al festival Cultural Wayúu; un buen pretexto para estrenar un par nuevo.
El ganado caprino es el que mejor se adapta a las planicies semidesérticas de la Guajira.
Por aquí y por allá, entre los cactus y el matorral, triscan desde muy temprano los rebaños de cabras en busca del escaso pasto, de raíces y de bayas. Algunos son pastoreados por niños, a los que desde muy corta edad se les adiestra en estas artes. De entre la arboleda surge la figura de un jinete sobre un corcel engalanado con vistosos y coloridos jaeces, que los propios hombres elaboran con hilo de lana e hilaza de algodón. Hoy día los equinos escasean en la Guajira pero siguen siendo un elemento de gran prestigio entre los wayúu, quienes los exhiben en acontecimientos tradicionales, como bailes y carreras. Una de éstas va a tener lugar en Uribia, con motivo de la fiesta, y hacia allí se dirigen jinete y cabalgadura.
De regreso a Maaku se nos unen dos mujeres de una ranchería próxima. Van ataviadas con sus mejores mantas (vestidos tradicionales), tal y como la ocasión merece. Ya en marcha, sobre la caja de la camioneta el aire seco acaricia pensamientos ancestrales al tiempo que alivia el sofoco de un sol cada vez más abrasador. La ilusión del festejo y del reencuentro con los seres queridos que viven alejados prestan alas al viaje, que en su mayor parte trancurre por una tortuosa carretera de guijarros y tierra reseca.
Uribia nos recibe henchida de colores entre el bullicio de las gentes venidas desde todos los confines de la región. La plaza central es un hervidero de puestos de golosinas, artesanías de cuero e hilo, avalorios, frutas, kioscos de refrescos, cerveza y aguardiente, así como de pequeños hornillos de brasas, al estilo de los magrebíes. De ellos viene el olor inconfundible de los pinchos de carne adobada combinados con suculentos trozos de yuca; aderezado todo ello con el incesante fondo musical de los vallenatos, una música nacida en la cercana provincia de Padilla sobre el fermento de una riquísima tradición de historias y leyendas que ha nutrido en gran medida el realismo mágico de Gabriel García Márquez.
La Yonna, basado en la danza ritual de los alcaravanes, es el baile tradicional por excelencia. La mujer acosa al hombre, que camina siempre hacia atrás hasta hacerle trastabillar y caer.
En medio del gentío se abre un corro apretado donde jóvenes de ambos sexos se turnan para bailar la yonna. Esta danza es la manifestación colectiva más popular entre los wayúu, ya que preside casi cualquier acontecimiento importante, como los matrimonios, los éxitos económicos o el fin del período de reclusión preceptivo para las muchachas jóvenes. No tardo en enterarme de que éste es el principal motivo de la celebración. Al llegarles la pubertad, las jóvenes son recluidas durante un largo período de tiempo –en ocasiones durante más de tres años– en casa de sus tías o sus abuelas. Aprenden entonces todo lo que debe saber y conocer una mujer wayúu antes de casarse. “Al principio de la reclusión, la joven es completa o parcialmente rapada y luego instalada en una hamaca colgada cerca del techo de la casa,” relata Otto Vergara González, antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. “Durante los días siguientes es cuidada con alimentos vegetales especiales, llamados jaguapi, y observa una dieta rigurosa. En este tiempo, la bañan con frecuencia y la instruyen en las tareas femeninas, tejido, hilado, le imparten conocimientos sobre los procesos tradicionales de control natal, embarazo y quizás algunas técnicas eróticas.”
La majayura de Maicao posa junto a sus familiares en Uribia.
Aquí, en Uribia, las jóvenes que acaban de concluir su período de iniciación demostrarán lo que han aprendido y tratarán de comportarse como una auténtica mujer wayúu. De entre todas ellas se elegirá una majayure, algo así como una miss, que no tendrá porqué ser la más guapa ni la más lista, sino la que mejor haya asimilado las enseñanzas y la tradición de los guajiros.
Ellas saben ahora que Juya, el personaje mitológico masculino que simboliza la lluvia, que peregrina y andarea por todo el territorio, que caza y mata, tiene varias mujeres. Estas mujeres son las Pulowi, unos personajes femeninos ligados a ciertos lugares, que jamás abandonan, y en los que gozan de servidumbre y rebaños en abundancia. Juya pasa la mayor parte del tiempo alejado de las casas de las Pulowi, a las que sólo se le permite entrar tras una larga espera. Cuando, finalmente, Juya y la Pulowi se unen llegan las lluvias, y con ellas la regeneración de la tierra.
A través de este mito, en el que se establece una estrecha relación entre la reproducción humana y el devenir en la naturaleza, se explica que la mujer wayúu acepte compartir con otras mujeres el hombre con quien se desposan. El homtre wayúu, pastor y nómada, se identifica con Juya, que es uno y móvil; en tanto que la mujer es, como Pulowi, múltiple y fija. De mamera que los hombres tienden a ser móviles y polígamos; mientras que sus esposas tienden a tener una residencia más fija y, con relación a ellos, están dispersas por todo el territorio.
El matrimonio adopta entre los wayúu la forma de un contrato de tipo económico y, a veces, político entre dos familias. El novio ha de pagar una dote a los parientes de la esposa, que se hace efectivo en ganado, caballos, mulas, burros, dinero, hilos y joyas. Adquiere así el derecho de acceso sexual exclusivo a la mujer, a una esposa fecunda que le dé hijos, además de al trabajo de ésta. Si la esposa falta al marido en cualquiera de estos aspectos, además del adulterio, el hombre puede reclamar su pago de matrimonio, y éste se disuelve. Otra de las peculiaridades de este contrato social es que la mujer, una vez llegada la menopausia, puede decirle al marido que ya no precisa de su compañía y que no va a tener más relaciones sexuales con él. En esta etapa de la vida, es frecuente que los cónyuges se separen para residir con sus respectivos parientes uterinos.
Camino del Cabo de la Vela
Aprovechamos un día luminoso para desplazarnos hasta la vecina localidad de Manaure en cuyas proximidades se encuentran las salinas del mismo nombre, que constituyen otra de los recursos tradicionales de los wayúu. Estamos en época seca y reina una intensa actividad. Los grupos de trabajo son marcadamente familiares; cada uno de ellos explota comercialmente una parcela acotada previamente en el encharcamiento, cuyo promedio es de unos 300 a 400 m2. No hay máquinas, tan sólo picos, palas y hombros para cargar los pesados y rezumantes sacos de salmuera. La cadena humana de pieles tostadas y cobrizas contrasta con el blanco inmaculado de la sal y el fondo azulescente del mar Caribe.
Entre los recursos de la Guajira Colombiana se encuentran las salinas de Manaure, que se han venido aprovechando de forma comunal y artesanal; aunque actualmente no atraviesan por su mejor momento.
Nuestros pasos se dirigen ahora hacia el Cabo de la Vela, uno de los lugares sagrados de los wayúu. Recorremos kilómetros de desierto a través de una pista polvorienta hasta llegar de nuevo al mar. Ahora estamos en los dominios de los apalaanchi, los pescadores y playeros wayúu. Su economía es mucho más precaria que la de los pastores que habitan el interior. Se nota sobre todo en la parquedad de los detalles, en la austeridad de las construcciones y a veces en el talante, un tanto más desidioso y abandonado. En realidad, los wayúu del desierto suelen mirar algo por encima del hombro a estos parientes que miran al mar. Su pescado, no obstante, nos resulta excelente. Pocas cosas hay tan sabrosas como un pez recién sacado del mar y pasado por las brasas.
Superamos las últimas lomas de un terreno pelado, abrasado por el sol, y dejamos la camioneta justo antes de internarnos entre las peligrosas trampas de arena. Ahora ascendemos penosamente la pendiente de una enorme duna. Los pies se hunden en la arena, cada paso es un triunfo. Ante nuestra vista emerge una punta negra, que poco a poco va creciendo en un triángulo. Las mantas de las mujeres ondean con insistencia sobre la línea de arena sacudidas por el viento.
Alcanzamos por fin el borde de la duna. Nos asomamos a un espacio inmaculado, esplendoroso: las olas de un mar verdiazul recalan con fuerza contenida sobre una playa de media luna. Ni una sola pisada; ni un solo objeto extraño que rompa la suave y a la vez brutal armonía del manto de arena tostada batida por el mar. Frente a nosotros, la magnífica e inquietante pirámide rocosa del Cabo de la Vela, que según el mito es la cuna de los wayúu. “Cuando aún no existían los hombres, Iwa, la primavera, se casó con Jepilech, el viento que viene del Cabo de la Vela. De esta unión nacerían los guajiros”, cuenta Glicerio Pana, del clan de los Uriana.
Las mujeres se lanzan en un descenso casi desenfrenado hasta la orilla. La imagen de sus mantas onduladas por la brisa mientras caminan por la playa es casi irreal. Más parece que flotasen sobre la arena. Si los paraísos existen, éste es uno de ellos.
Los wayúu guardan una estrecha relación con sus muertos. El fallecido va a encontrarse con sus antepasados y se convierte en yoluja o espíritu. Solo cuando se le ha hecho el segundo entierro el yoluja se convierte en un ser anónimo y muere para siempre.
Me dicen que aquí hay misterio; que aquí es donde moran los espíritus de los indios muertos, quienes regresan al lugar de su origen para llegar a Jepirra por el camino de la Vía Láctea. En Jepirra las cosas son más o menos como en la tierra: hay ricos y pobres, se pastorea, se cultiva la tierra, se cavan pozos para el agua, hay camiones para el contrabando, la organización social es la misma... Lo único es que nunca falta la comida y que los papeles del hombre y la mujer se invierten. Aquí son las mujeres las que pueden tener varios maridos y amantes, mientras que los hombres se vuelven pasivos e inmóviles y esperan en un sitio fijo a que regresen. El espíritu, o yoluja, muere definitivamente cuando, diez o doce años más tarde, al difunto se le hace el segundo entierro. Éste da motivo a un gran velorio, al que se invita a decenas de parientes y amigos. Los huesos son despojados de la carne, lavados y envueltos en una primorosa manta; tras lo cual se les entierra de nuevo. El yoluja se transforma entonces en un ser anónimo, en lluvia o wanulu.
Texto y fotos: Juan Ramón Vidal