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En el ambiente universitario, y de manera especialmente evidente en todo lo relacionado con las humanidades, el (mal) llamado “lenguaje académico” es dueño y señor. No hay artículo ni libro especializado que se libre de esa lacra, que el argentino Alejandro Dolina definió brillantemente como “enturbiar las aguas para que parezcan profundas”.

¿Qué es, exactamente, el lenguaje académico? Su manifestación más habitual consiste en un vocabulario innecesariamente oscuro y una sintaxis retorcida y poco natural. El objetivo es obligar al lector a releer una misma frase cuatro, cinco o seis veces para tener la mínima posibilidad de entenderla. No suele ser otra cosa que un burdo intento por emular la reflexión que requieren las frases profundas, con contenido y varias capas de significado. Se imita la consecuencia, ya que no se puede imitar la causa.

La diferencia es fundamental, y estoy seguro de que todos la hemos experimentado alguna vez: mientras que una frase sesuda y sabia por derecho propio nos deja pensando sobre su significado y, en cierto modo, nos hace crecer mental o espiritualmente, una frase hinchada de manera artificial no produce más que decepción y rechazo cuando finalmente conseguimos deshacer esos nudos de marinero y retirar el maquillaje con el que la ha embadurnado el autor. “¿Así que esto es todo lo que quería decir?”, escupe uno con cara de asco, dándose cuenta de que ha perdido unos segundos preciosos.

Sospecho también que esta plaga que aqueja al mundo académico oculta en realidad una falta de ideas y de innovación absoluta. Como no tenemos nada nuevo que decir, lo diremos de otra manera, más enrevesada. Y al lenguaje político, primo hermano del lenguaje académico, también le ocurre tres cuartas partes de lo mismo. Un mensaje vacío, cuando no directamente falso o deshumanizado, se tiene que rebozar y empanar con una generosa dosis de “desaceleración”, “misión humanitaria”, “compañeros y compañeras” y tantos y tantos trucos más propios de un vendedor de aceite de serpiente.

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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